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Authors: Frederick Forsyth

Odessa (19 page)

BOOK: Odessa
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—Claro que los recuerdo. Sí, Cadbury, el periodista, ahora me acuerdo. Hace años que no lo veo. Bueno, no se quede ahí, hace frío y yo ya no soy joven. Pase, pase.

Sin esperar respuesta, dio media vuelta y cruzó el recibidor. Miller entró y cerró la puerta al viento helado del primer día de 1964. A una indicación de Lord Russell, colgó el abrigo en el recibidor y siguió al dueño de la casa hasta la sala de estar, donde ardía un buen fuego.

Miller le entregó la carta de Cadbury. Lord Russell la leyó rápidamente y arqueó las cejas.

—¡Hum…! Ayudarle a descubrir el paradero de un nazi. ¿Eso le trae hasta aquí? —Miró a Miller fijamente y, antes de que el alemán pudiera responder, continuó: —Bueno, siéntese, siéntese, no ganaremos nada quedándonos de pie.

Se sentaron en unas floreadas butacas, frente a la chimenea.

—¿Cómo es que un joven reportero alemán se dedica a perseguir nazis? —preguntó Lord Russell sin preámbulos.

Miller quedó desconcertado ante tan brusca acometida.

—Será mejor que empiece por el principio —dijo.

—Sí, será lo mejor.

El inglés se inclinó y sacudió el resto de tabaco de la pipa en un rincón del hogar. Mientras Miller hablaba, él llenó la pipa, la encendió, y cuando el alemán terminó su relato, estaba lanzando bocanadas de humo, muy satisfecho.

—Espero que mi inglés resulte inteligible —dijo Miller, al ver que el antiguo letrado no hacía comentarios.

Lord Russell pareció salir de un ensueño.

—¡Oh, sí, sí! Mucho más que mi alemán, después de tantos años. Eso se olvida, ¿sabe?

—Respecto al asunto de Roschmann… —empezó Miller.

—Sí, interesante, muy interesante. Y usted quiere encontrarlo. ¿Por qué?

La pregunta estaba hecha a bocajarro. Miller vio que los ojos del anciano le miraban con perspicacia.

—Tengo mis razones —dijo fríamente—. Creo que debería comparecer ante los jueces.

—Eso creemos todos; pero, ¿se logrará?, ¿se logrará algún día?

Miller respondió con decisión:

—Si lo encuentro, será juzgado. Le doy mi palabra.

El Lord inglés no parecía impresionado. De la pipa se elevaban, en perfecta cadencia, ligeras nubes de humo. La pausa se prolongaba.

—Lo importante, Milord, es: ¿se acuerda usted de él?

Lord Russell pareció sobresaltarse.

—¿Que si me acuerdo? ¡Oh, sí! Me acuerdo de él. Por lo menos, del nombre. Ojalá me acordara también del rostro. Con los años va perdiendo uno la memoria, ¿sabe? Y por aquel entonces había tanta gente de ésa…

—Su Policía Militar lo detuvo en Graz el veinte de diciembre de mil novecientos cuarenta y siete.

Miller sacó del bolsillo interior las dos fotocopias de los retratos de Roschmann y las entregó a su interlocutor. Lord Russell examinó las dos fotos, la de frente y la de perfil, se levantó y se puso a pasear por la sala, pensativo.

—Sí —dijo al fin—. Ya lo tengo. Ahora lo recuerdo. La Seguridad Militar de Graz me envió el expediente a Hannover unos días después. De ahí, de nuestra oficina de Hanover, obtendría Cadbury la información. —Se detuvo y se volvió hacia Miller. —¿Dice usted que el tres de abril de mil novecientos cuarenta y cinco lo vio Tauber pasar por Magdeburgo en un coche con otros hombres?

—Eso dice en su Diario.

—¡Hum! Dos años y medio antes de que lo detuviéramos nosotros. ¿Sabe dónde estuvo durante todo ese tiempo?

—No.

—En un campo de prisioneros de guerra británico. ¡Qué cara! Sí, joven; procuraré ayudarle a llenar huecos.

El coche que llevaba a Eduard Roschmann y sus compañeros de la SS pasó por Magdeburgo, e inmediatamente viró hacia el Sur, en dirección a Baviera y Austria. Antes de finalizar el mes de abril, habían llegado a Múnich, donde se separaron. Por aquellas fechas, Roschmann vestía uniforme de cabo del Ejército alemán. Su documentación estaba a su nombre pero en ella se le describía como miembro del Ejército.

Al sur de Múnich, las columnas del Ejército norteamericano barrían Baviera. Su mayor preocupación no era la población civil, quebradero de cabeza puramente administrativo, sino el rumor de que la plana mayor nazi iba a atrincherarse en los Alpes bávaros, en torno a la casa que Hitler tenía en Berchtesgaden, y resistir hasta la muerte. Las columnas de Patton, que avanzaban por Baviera, apenas prestaban atención a los centenares de soldados alemanes que deambulaban sin armas por la región.

Marchando de noche a campo traviesa y escondiéndose de día en cabañas de leñadores y graneros, Roschmann cruzó la frontera de Austria, frontera que no había existido desde que en 1938 se anexionó Hitler a la nación austríaca, y se dirigió hacia el Sur, camino de Graz, su ciudad natal. Allí conocía a gente que le ayudaría a esconderse.

Al llegar a las afueras de Viena, dio un rodeo, rehuyendo la capital. Casi había conseguido su propósito cuando, el 6 de mayo, una patrulla británica le dio el alto. El cometió la tontería de echar a correr. Cuando se metía entre los matorrales que crecían al borde de la carretera, una lluvia de balas cayó sobre los arbustos. Uno de los proyectiles le atravesó el pecho, perforándole un pulmón. Los soldados británicos, tras un rápido registro en la oscuridad, siguieron su camino, dejándolo herido en el bosque desde donde, arrastrándose, consiguió llegar hasta una granja situada a un kilómetro de distancia.

Dio al granjero el nombre de un médico de Graz, conocido, y el hombre sacó la bicicleta y se fue a buscarlo, en plena noche, desafiando el toque de queda. Roschmann tardó tres meses en curar, siendo atendido por sus amigos, primero en la granja, y después, en una casa del mismo Graz. Cuando se levantó de la cama, hacía tres meses que había terminado la guerra, y Austria estaba ocupada por las cuatro potencias aliadas. Graz se encontraba en el centro de la zona británica.

Todos los soldados alemanes debían permanecer dos años en un campo de prisioneros de guerra. Roschmann pensó que aquél sería el lugar más seguro para él, y se entregó. Durante dos años, desde agosto de 1945 hasta agosto de 1947, mientras se procedía a la busca de los peores asesinos SS reclamados por las autoridades, Roschmann permaneció tranquilamente en el campo de prisioneros. Al entregarse dio el nombre de un amigo que se enroló en el Ejército y murió en el norte de África.

Había tantos miles de soldados alemanes que carecían de documentos de identidad, que los aliados aceptaban como verdadero el nombre que daba cada cual. No disponían de tiempo ni de medios para comprobar la identidad de los cabos del Ejército. En el verano de 1947, Roschmann fue puesto en libertad. Le pareció que ya no había peligro en abandonar el refugio del campo. Se equivocaba.

Uno de los supervivientes del campo de Riga, un vienés, había jurado también vengarse de Roschmann. El hombre recorría las calles de Graz, en espera de que Roschmann regresara a casa de sus padres o a la de su esposa, Hella Roschmann con la que había contraído matrimonio en 1943, durante un permiso.

Al ser puesto en libertad, Roschmann se quedó trabajando de jornalero en las afueras de Graz. Hasta que. el 20 de diciembre de 1947, decidió ir a su casa para pasar la Navidad con su familia. El viejo estaba esperándole. Desde detrás de una columna, vio la figura alta y delgada, de pelo rubio y ojos azules y fríos, que se acercaba a la casa de Hella Roschmann, miraba varias veces a uno y otro lado, llamaba a la puerta y entraba.

Antes de una hora, dos corpulentos sargentos del Servicio de Seguridad Militar británico, conducidos por el antiguo recluso de Riga, llamaban a la puerta de la casa, entre desconcertados y escépticos. Durante un rápido registro, encontraron a Roschmann debajo de una cama. De haber reaccionado con entereza, invocando un error de identificación, acaso hubiera conseguido hacer creer a los dos sargentos que el viejo se había confundido. Pero al esconderse debajo de la cama se delató. Fue conducido al cuartel general del Servicio de Seguridad, donde el comandante Hardy, tras un breve interrogatorio, lo mandó encerrar en un calabozo, al tiempo que solicitaba documentación a Berlín y a la oficina norteamericana en poder de la cual obraba el fichero de la SS.

La confirmación se recibió a las cuarenta y ocho horas, y se dio la campanada. Mientras se esperaba que las autoridades rusas con sede en Potsdam respondieran a la petición británica de ayuda para formular la acusación por lo sucedido en Riga, los norteamericanos solicitaron que Roschmann fuera trasladado temporalmente a Múnich, para declarar en Dachau, donde los norteamericanos juzgaban a otros hombres de la SS que habían actuado en los campos establecidos en torno a Riga. Los ingleses accedieron a la petición.

A las seis de la mañana del 8 de enero de 1948, Roschmann, custodiado por un sargento de la Real Policía Militar y otro del Servicio de Seguridad Militar, subía en Graz a un tren con destino a Múnich, vía Salzburgo.

Lord Russell dejó de pasear por la sala, se acercó a la chimenea y vació la pipa.

—¿Y qué ocurrió entonces? —preguntó Miller.

—Que escapó —respondió Lord Russell.

—¿Cómo?

—Escapó. Saltando por la ventana del lavabo, con el tren en marcha. Durante el viaje, se quejó de que la comida de la prisión le había producido diarrea. Cuando sus guardianes forzaron la puerta, él ya había desaparecido en la nieve. No consiguieron encontrarlo. Se organizó la búsqueda, desde luego; pero él ya habría conseguido ponerse en contacto con alguno de los grupos que preparaban la fuga de los antiguos nazis. Dieciséis meses después, en mayo de mil novecientos cuarenta y nueve, fue fundada su nueva República, y nosotros traspasamos todos los expedientes a Bonn.

Miller acabó de escribir en su bloc.

—¿Y ahora, adónde puedo dirigirme?

Lord Russell resopló.

—Imagino que a sus autoridades. Conoce ya la vida de Roschmann desde que nació hasta el ocho de enero de mil novecientos cuarenta y ocho. El resto compete a las autoridades alemanas.

—¿Cuál de ellas? —preguntó Miller, temiendo oír la respuesta.

—Tratándose de Riga, supongo que el caso cae dentro de la jurisdicción del fiscal general de Hamburgo —dijo Lord Russell.

—Ya estuve allí.

—¿Y no fueron de gran ayuda?

—De ninguna ayuda.

—No me sorprende —sonrió Lord Russell—. ¿Ha probado en Ludwigsburg?

—Sí; se mostraron muy amables, pero tampoco pueden ayudarme. Va contra el reglamento.

—Bueno, pues ahí terminan las vías oficiales de investigación. Sólo queda un camino. ¿Ha oído hablar de Simón Wiesenthal?

—¿Wiesenthal? El nombre me suena, pero no acabo de precisar…

—Vive en Viena; es un judío oriundo de la Galitzia polaca, que pasó cuatro años en campos de concentración. Recorrió doce en total, y al terminar la guerra decidió dedicar su vida a buscar a los criminales nazis reclamados. Aunque, no vaya usted a creer, él nunca recurre a la violencia. Simplemente, va reuniendo toda la información que puede, y cuando está convencido de haber localizado a alguno —generalmente, aunque no siempre, bajo nombre supuesto—, avisa a la Policía. Si ésta no actúa, él convoca una conferencia de Prensa y expone el caso. Desde luego, Wiesenthal no es muy popular en los medios oficiales alemanes y austríacos. El hombre sostiene que no se castiga a los asesinos nazis con todo el rigor que merecen, ni se persigue a los emboscados con suficiente tesón. Los antiguos miembros de la SS lo aborrecen con toda su alma, y un par de veces han tratado de asesinarlo; los burócratas piensan que ojalá los dejara en paz, y un montón de gente le considera un gran hombre y procura ayudarle en todo lo que puede.

—Sí, ahora lo recuerdo. ¿No fue él quien identificó a Adolf Eichmann?

Lord Russell asintió.

—Lo identificó en la persona del supuesto Ricardo Klement, residente en Buenos Aires. Los israelíes hicieron el resto. Y ha descubierto a varios cientos más de criminales nazis. Si se conocen más datos acerca de su Eduard Roschmann, él los tendrá.

—¿Usted lo conoce? —preguntó Miller.

—Si. Le daré una carta para él. Va a verle mucha gente, en busca de información. Será mejor que le lleve una carta.

Lord Russell se sentó ante su escritorio, tomó una hoja de papel blasonado, escribió rápidamente unas líneas, la metió en un sobre y lo cerró.

—Buena suerte —dijo, mientras acompañaba a Miller hasta la puerta—. Va a necesitarla.

A la mañana siguiente, Miller regresó a Colonia en un avión de la «BEA», recogió su coche y, vía Stuttgart, Múnich, Salzburgo y Linz, siguió viaje a Viena. Invirtió dos días en el recorrido.

Pernoctó en Múnich. Tenía que conducir despacio; las autopistas estaban cubiertas de nieve helada, y en muchos tramos la calzada utilizable se había reducido a un solo carril, a pesar de que las quitanieves trabajaban sin descanso. Al día siguiente se puso en camino muy temprano, y hubiera llegado a Viena a la hora del almuerzo de no ser por la larga parada que tuvo que hacer en Bad Tolz, al sur de Múnich.

En un tramo de autopista, que discurría entre grandes bosques de abetos, había varias señales de «Stop» que detenían el tránsito. En el arcén había un automóvil de la Policía, cuya luz azul giratoria advertía a los automovilistas de una anomalía. Dos policías con chaqueta blanca, situados en el centro de la calzada, mandaban parar a todos los coches. En el otro lado, se hacía lo mismo con el tránsito que se dirigía hacia el Norte. A derecha e izquierda de la autopista, una carretera de montaña surcaba el bosque, y en la intersección, dos soldados con traje de invierno, blandiendo sendos bastones iluminados con pilas, esperaban para hacer señales a algo que estaba oculto entre los árboles.

Miller se consumía de impaciencia. Al fin, bajó el cristal de la ventanilla y preguntó a uno de los policías.

—¿Qué sucede? ¿Por qué esta parada?

El policía se le acercó, cachazudo y sonriente.

—Es el Ejército —dijo—. Están de maniobras. Por aquí cruzará dentro de un momento una columna de tanques.

Quince minutos después apareció el primero, asomando entre los árboles su largo cañón como un paquidermo que olfateara el peligro en el aire. Luego, su cuerpo achatado salió a la carretera y se alejó entre ruidos metálicos y roncar de motores.

El sargento de primera Ulrich Frank era un hombre feliz. A los treinta años había realizado la ambición de su vida: mandar un tanque. Nunca olvidaría el día en que había concebido esta ambición: era el 10 de enero de 1945. El tenía diez años, y alguien lo llevó al cine en su ciudad natal de Mannheim. Durante los noticiarios, llenaban la pantalla los tanques «King Tiger» de Hasso von Manteuffel, que iban al encuentro de los norteamericanos y británicos.

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