Hicimos todos una mueca de dolor. Repartí una pequeña salchicha entre los tres con un cuchillo afilado.
—¿Sabía Crísipo que Turio había sido tan grosero?
—Todos creen que sí.
—¡Qué emocionante! ¿Hubo una pelea? ¿Algún indicio de violencia?
—No. Nadie cree que Turio pueda encontrar siquiera la energía para romperle la nariz, a pesar de los ataques.
—Oh, pero Crísipo debía de estar furioso, podría haber sido
él
quien provocara la pelea. —Y Turio se habría ido corriendo a duras penas—. ¿Qué piensa Pacuvio de Turio y de sus animadas opiniones?
—Una débil aprobación. Pero mantiene la boca cerrada. Para ser escritor satírico es un hipócrita.
—¿Y no lo son siempre? ¿Has descubierto algo más?
—Apenas nada —dijo Helena sin miramientos. Eso significaba que sí—. El poeta épico le da al ánfora demasiado a menudo, y del exitoso dramaturgo dicen que no es él quien escribe sus obras.
Meneé la cabeza y luego le sonreí.
—De hecho, no tenemos nada con lo que seguir adelante.
Se estaba creando un buen panorama de envidias y riñas. Siempre me gustaban los casos plagados de sospechosos; me permití disfrutar de la comida.
Cuando la conversación se desvió hacia cuestiones familiares, Maya me dijo que había ido a ver a nuestro padre. A pesar de haber investigado su situación en el almacén, no había ido y ofrecido directamente su ayuda.
—Sácale tú el tema. Helena y tú lo conocéis mejor que yo. En cualquier caso, sois vosotros dos los que queréis que lo haga.
Recurría a las evasivas. En cuanto acabamos de comer, Helena y yo la llevamos de vuelta a la Saepta Julia.
Encontramos a mi padre con el ceño fruncido sobre un montón de documentos que parecían facturas. Era perfectamente capaz de ocuparse de sus asuntos financieros, astuto y rápido con los cálculos. En cuanto encontré un cesto con extraños cacharros y topes de papiro para que Julia estuviera contenta, le dije claramente que parecía haber perdido la voluntad para mantener los registros diarios y que le haría un favor a mi hermana si le permitía convertirse en su secretaria y le pagaba por ello.
—No tiene ningún secreto —confesó mi padre, tratando de minimizar el salario—. No es necesario tenerlo al corriente cada día.
—Pensaba que en los negocios, todas las operaciones debían apuntarse en un diario —dije.
—Eso no significa que tengas que apuntarlas el mismo día en que se llevan a cabo. —Mi padre me miró como si fuera corto de alcances—. ¿Tú apuntas tus gastos en el mismo instante que le pagas el soborno a un testigo?
—Por supuesto. Soy un consultor metódico.
—¡Una mierda! Por otro lado, hijo, sólo porque cuando me desafían a ello saque un diario que parece ordenado e inocente, no significa que sea correcto.
Maya le lanzó una mirada; eso iba a cambiar con rapidez en la oficina.
A pesar de las diferencias éticas que había entre ellos, resolvimos el asunto con facilidad. Igual que pasaba con la mayoría de los acuerdos que en apariencia problemáticos, una vez lo abordamos, las dificultades parecieron evaporarse. Maya empezó a explorar directamente y pronto extrajo un montón de notas de contabilidad de debajo del taburete de mi padre. Yo ya había visto cómo llevaba el presupuesto de su propia casa, sabía que podría con ello. Se veía que estaba nerviosa. Mientras se sentaba para coger el tranquillo a los sistemas de nuestro padre, que él había ideado especialmente para confundir a los demás, Helena y yo nos quedamos para entretener al desconfiado propietario de tal modo que no supervisara a Maya tan de cerca que la distrajera.
—¿En qué banco depositas tu dinero, padre?
—¡Ocúpate de tus asuntos! —replicó de manera instintiva.
—¡Típico!
—¡Por Juno! —refunfuñó Helena—. A ver si dejáis de ser tan infantiles, vosotros dos. Didio Favonio, tu hijo no tiene los ojos puestos en tus cofres de dinero. Ésta es sólo una cuestión relacionada con su trabajo.
Mi padre se animó, siempre ansioso por meter la nariz en cualquiera de mis asuntos técnicos.
—¿Qué es eso, entonces?
—Han matado a un banquero. Crísipo. ¿Alguna vez te has cruzado con su agente, Lucrio, en el banco Aurelio?
Mi padre asintió.
—Conozco gente que lo utiliza.
—Teniendo en cuenta los precios que sacas en subasta, no me extraña que los compradores tengan que pedir ayuda financiera. —Mi padre pareció orgulloso de que lo llamara extorsionador—. He oído que se especializa en préstamos.
—¿Todo este negocio Aurelio se hunde, entonces? —pregunte mi padre, ansioso como siempre de ser el primero en los cotilleos.
—No, que yo sepa.
—Haré correr la voz.
—Eso no es lo que ha dicho Marco —lo reprendió Helena. Su formación senatorial le había enseñado a no hacer o decir nunca nada que pudiera provocar a un abogado. Ella estaba emparentada con algunos. Y eso no había mejorado su punto de vista sobre los consejos que daban—. ¡No calumnies al banquero cuando no pasa nada!
Mi padre se retorció y se calló como una tumba. No sería capaz de resistirse a hacer creer a sus amigotes que sabía algo. Que no hubiera nada que contar no lo detendría a la hora de dar la lata con una historia sensacional. La labia era su negocio; la idearía sin darse cuenta de su propia invención.
Yo también me podría haber callado. De todos modos, ya era demasiado tarde.
—¿Supongo que has visto bastantes agentes de crédito merodeando por las subastas, listos para ayudar a los compradores con finanzas en el acto?
—Continuamente. A veces atraemos a más cazadores de clientes que a compradores interesados que acepten sus ofertas de dinero. Son unos bastardos persistentes. Pero no vemos a Lucrio.
—No, creo que el banco Aurelio trabaja más en secreto.
—¿Con artimañas? —preguntó mi padre.
—No, sólo con discreción.
—¡No me digas!
Incluso yo sonreí de manera cómplice.
—Me han dicho que es el estilo griego.
—Entonces te refieres a las artimañas —dijo mi padre con sorna. Helena y él se rieron al unísono.
Me sentí pedante.
—No hace falta la xenofobia.
—Los griegos inventaron la xenofobia —me recordó Helena.
—Los griegos ahora son romanos —afirmé.
—No creo —dijo mi padre con desdén— que digas lo mismo cuando estés cara a cara con un griego.
—Hay que tener sensibilidad con los demás. ¿Por qué restregar narices áticas en la rica suciedad del Lacio? Dejémosles creer que son superiores si ésa es su religión. Nosotros, los romanos, toleramos a todo el mundo, excepto, por supuesto, a los partos. Y una vez los hayamos convencido de las ventajas de unirse al imperio y de cortarse su pelo largo, incluso podemos fingir que nos gustan los partos.
—Bromeas —dijo mi padre en tono burlón.
Dejé que se cerniera un breve silencio. En cualquier momento alguien mencionaría a los cartagineses. Maya, a cuyo marido habían ejecutado por maldecir a Aníbal en su región natal y blasfemar de los dioses púnicos, levantó la vista de su trabajo un momento, como si pudiera percibir lo que yo pensaba.
—Así que, ¿con qué compañía depositas el dinero? —preguntó Helena a mi padre, con una insistencia bastante perversa.
Él la complació, aunque no mucho.
—Con ésta o aquélla. Depende.
—¿De qué?
—De lo que quiera.
—Mi padre nunca guarda mucho dinero en depósito —le aclaré—. Prefiere tener el capital invertido en artículos canjeables: trabajos artísticos y muebles de calidad.
—¿Por qué pagar a nadie para tener mi dinero seguro? —explicó mi padre—. ¿O permitir que un imbécil que no sabría reconocer una buena inversión en una mina de oro se juegue mis bienes en efectivo? Cuando necesito un préstamo para hacer una compra grande no planeada, puedo obtenerlo. Mi crédito es bueno.
—¡Eso demuestra lo estúpidos que son los banqueros! —bromeé.
—¿Cómo saben que pueden confiar en ti, Gémino? —preguntó Helena, más razonable.
Mi padre le habló de la columna Menia, donde los comerciantes de crédito ponían los detalles de clientes que buscaban préstamos. Era la misma historia que me había contado Notócleptes.
—Aparte de eso, todo es dejar que corra la voz. Se consultan unos a otros; es una gran fiesta familiar. En cuanto adquieres una buena reputación, ya estás dentro.
Helena Justina se volvió hacia mí.
—Tú podrías hacer esa clase de trabajo, Marco. Comprobar que las personas sean solventes.
—Ya lo he hecho en alguna ocasión.
—Entonces, tendrías que anunciarlo como un servicio habitual. Incluso podrías especializarte.
—Y así variar un poco lo de que me contraten los vigiles para resolver casos que ellos no se molestan en investigar.
Sabía por qué Helena estaba interesada. Se suponía que tenía que asociarme con uno de sus hermanos: Justino, si algún día se dignaba a volver de Hispania. Con los dos hermanos, si es que podíamos establecer una base de clientes suficientemente grande. Clientes habituales, como banqueros que necesitasen comprobar si los clientes eran dignos de crédito, podrían ser de utilidad a nuestra agencia. Fingí no darle importancia, pero hice un guiño para que ella supiera que había oído la sugerencia.
—Investigar los antecedentes de las personas que no han coaccionado nunca a sus parientes también sería menos peligroso —comentó Helena.
Yo no compartía su punto de vista sobre el mundo de los negocios.
—Podría empezar con los antecedentes de mi propio padre, supongo.
—¡Que te jodan! —dijo mi padre, como era de esperar.
Esta vez nos reímos todos juntos.
La conversación me recordó que tenía que descubrir quién le había clavado una varilla de pergamino a Crísipo. Dije que iba a volver a su casa; Helena decidió que primero, ya que estábamos en la Saepta Julia, era razonable alquilar una litera, cruzar el Tíber y visitar nuestra nueva casa en el Janículo. Ella vendría allí conmigo. Y así podría gritarles a Gloco y Cota, los contratistas de los baños.
Al recordarle lo de su terrible recomendación de estos dos especialistas en la destrucción de casas, Helena convenció a mi padre para que cuidara de Julia. Maya se ofreció a llevar la niña a casa por nosotros, al menos hasta su casa. Entonces ya podíamos ir a pasear por Roma a media tarde como amantes.
Estuvimos un buen rato intentando adelantar cosas en la nueva casa. Gloco y Cota recogieron sus bártulos antes que oír alguna más de nuestras quejas. Al menos esta vez tenían un buen motivo para irse pronto. Normalmente era porque no encontraban ninguna solución para rectificar cualquier cosa que había ido mal en el trabajo de esa mañana.
Incluso después de que hubieran desaparecido no volvimos directamente al Clivus Publicius. No soy estúpido. Hacía demasiado calor como para consumirse por el camino de vuelta a la ciudad, y durante la siesta no había ninguna posibilidad de encontrar algún testigo. Por otro lado, era una oportunidad poco común de estar a solas con mi chica.
Esos imbéciles continuaban viniendo uno a uno en el mismo orden que en la lista de visitas. El poeta épico tenía su turno conmigo.
Me caía bastante bien. Eusquemonte lo había llamado aburrido. Quizá su trabajo sí lo era pero, por fortuna, no estaba obligado a leerlo. Una de esas singularidades de la vida: los autores que se ganaban tu simpatía como personas, de alguna manera no veían dónde residía su fuerza, pues insistían en desahogarse mediante rollos y rollos sin vida, llenos de tedio.
Era media tarde. Roma resplandecía tras un largo día caluroso. La gente volvía a la vida después de haberse sentido completamente consumidos. El humo que venía de las calderas de los baños creaba una calima que se mezclaba con los humos perfumados de los hornos. Los flautistas ensayaban. Los hombres en las puertas de los negocios se saludaban uno a otro con una sonrisa que significaba que no andaban en nada bueno… o lo planeaban para después. Las mujeres les chillaban a los niños en las habitaciones superiores. Mujeres viejas de verdad, que ya no tenían niños que controlar, estaban en las ventanas espiando a los hombres que no andaban en nada bueno.
Había llegado a la curva pronunciada del Clivus Publicius yo solo. Helena había ido a casa de Maya a recoger a Julia. Habíamos estado juntos lo suficiente como para no querer separarnos. Pero me reclamaba el trabajo.
En estos momentos estaba de un humor sosegado. Después de amar a la misma mujer durante un período de años, ya había pasado tanto por el pánico de que pudiera rechazarme como por el burdo regocijo de la conquista. Helena Justina era la mujer cuyo amor todavía podía conmoverme. Más tarde, me bañé en un establecimiento donde no me conocían, poco dispuesto a entrar en conversación. Comunicarme con el círculo de escritores de Crísipo tampoco me apetecía mucho. De todas formas, tenía que hacerlo.
Por consiguiente, fue una grata sorpresa descubrir que el siguiente de esos escritores de poca monta se había molestado en aparecer para un interrogatorio, y eso es lo que le ofrecí.
Constricto era mayor que cualquiera de los otros tres, unos cincuenta y cinco años como mínimo. Aun así, tenía una apariencia dinámica y ojos brillantes… aún más de lo que yo esperaba, ya que
Scrutator
lo acusaba de vaciar demasiadas ánforas. Claro está que el extravagante
Scrutator
, con su arsenal de relatos subidos de tono, tenía sus propios rastros de libertinaje.
—Entra. —Decidí no quejarme de que tenía que haber venido por la mañana—. Soy Falco, como con seguridad ya sabes. —Si Turio y los otros dos le habían advertido que tratar conmigo era hacerlo con un malnacido, ocultó su terror con valentía—. ¿Tú eres el poeta épico?
—No sólo épico, lo pruebo todo.
—Eres promiscuo, ¿eh?
—Para ganarte la vida escribiendo tienes que vender lo que puedas.
—¿Qué pasó con el
escribir
«desde tu propia experiencia»?
—Pura autocompasión.
—Bueno, me han dicho que el gran desfile de la historia es tu género natural.
—Está demasiado gastado. No queda ni una fuente de material sin explotar —se quejó. Yo ya había observado este problema en Rutilio Gálico y sus propias trivialidades heroicas—. Y, francamente —se confió Constricto—, vomito cuando estoy pregonando a los cuatro vientos que nuestros antepasados eran unos cerdos redomados en una pocilga inmaculada. Eran unos mierdas holgazanes, como nosotros. —Al parecer lo decía en serio—. Lo que quiero hacer de verdad es poesía amorosa.