Tan pronto como Lucrio se fue, Petro metió la orden del magistrado en un cubo de incendios y luego subimos a toda prisa a la habitación del tribuno. Los esclavos ni siquiera habían encontrado la llave en el dintel y debieron de tener miedo de echar la puerta abajo. Petronio, Fúsculo, Paso, Sergio y yo trabajamos durante toda la noche, buscando en los diarios cualquier cosa que implicara al liberto o a uno de sus clientes en alguna fechoría. Al tiempo que trabajábamos, decíamos en voz alta el nombre de cualquier acreedor que encontrábamos y Paso lo apuntaba de forma frenética. La mayoría no nos eran familiares.
Por desgracia, no dimos con nada que nos pareciera una posible pista.
Me quedé en la cama toda la mañana. Estaba solo cuando desperté.
Me acordé de cuando era soltero, en los tiempos en los que actuaba como informante para una sola persona desde mi lúgubre piso en una sexta planta al otro lado de la plaza de la Fuente. Me permitía asearme en solitario. Me caí de la cama, me quité la parte superior de la túnica, le sacudí el polvo y los restos, y me volví a poner la misma prenda. Me froté la cara con agua fría, me la sequé con la manga, encontré un peine y entonces decidí no molestarme con el pelo. Me pasé la lengua por los dientes: repugnante. Hice una mueca para dejarlos al descubierto y me los limpié con la otra manga.
A estas alturas,
Nux
había mostrado interés. Ésta era una forma de vida que a ella no se le había permitido ver antes; aunque estaba lenta y voluminosa por la inminente maternidad, pareció gustarle la idea. En e] fondo, era una desaliñada.
—¡Ah, cariño, tendrías que haberme conocido en mis tiempos salvajes!
Nux
se acercó y se tumbó recostada en mi pierna izquierda, resoplando un poco. Hacía demasiado calor en Roma para una perra preñada. Le di un cuenco con agua limpia, y luego me puse otro para mí. Bebió a lengüetazos de manera descuidada; yo hice lo mismo. Después de mucho rebuscar, conseguí encontrar un panecillo duro donde Helena lo había escondido con cuidado para causarme problemas.
En el apartamento estaba todo sumamente arreglado. Con su ausencia, Helena mostraba esa tolerancia que delataba su furia. Pude recordar que me arrastré a casa, oliendo a ceniza de la estera de esparto; ella dio un grito de asco cuando me dejé caer en la cama a su lado, con escalofríos y claramente entumecido tras algún tipo de altercado. Mientras trabajábamos en el cuartel, Fúsculo había traído un desagradable despliegue de salchichas y empanada fría, o sea que era posible que también apestara a eso. No podía evitar quejarme mientras las contusiones se inflamaban. Helena no mencionó que yo había prometido abstenerme de las peleas. De hecho, no había dicho nada, y yo estaba demasiado cansado para tratar de comunicarme. Pero en estos momentos, y con ostentación, no estaba aquí.
—Tenemos problemas.
Nux
levantó la mirada y me lamió la pierna. La habíamos arreglado un poco desde que decidió abandonar la vida en la calle y adoptarnos, pero no le lavábamos el pelo con agua de rosas precisamente. Nunca había sido un perrito faldero para gente refinada.
—¿Dónde está Helena,
Nux
?
Nux
se echó a dormir.
Me comí el panecillo. Fuera, se oía a Roma ocupándose de sus asuntos de mediodía mientras que yo era el solitario que se levantaba tarde, orgulloso de su estilo relajado y perdiéndoselo todo. Sentía nostalgia de la libertad, y fingí que disfrutaba de la sensación de vacío.
Al otro lado de los postigos, las mulas rebuznaban y las carretas con verduras entrechocaban. Algún vecino considerado prefería romper unas ánforas usadas antes que lavarlas; armaba un jaleo de padre y muy señor mío. Por encima del otro extremo del callejón, unos vencejos graznaban con persistencia al tiempo que perseguían una bandada de mosquitos. Podía notar el calor; el sol había estado ardiendo durante horas. No vino ninguna visita. Era el hombre olvidado. Esa era la principal ocupación de un soltero; de pronto, me acordé de lo monótono que resultaba.
Al final, el silencio y la quietud en el interior fueron demasiado para mí. Le puse una correa a
Nux
, me dirigí a unos baños de la zona, me arreglé, me dieron un afeitado decente, me puse una túnica blanca limpia, y me fui a buscar a mi esposa y a mi hija.
Estaban en casa de mi madre. El instinto me llevó directo a allí. Mi madre había estado cuidando del hijo pequeño de Junia, así que Marco Baebio y Julia estaban sentados uno junto a otro en el suelo y dibujaban en tablillas enceradas. Marco, con los tres años o los que fuera que tuviese, parecía conformarse con empuñar el punzón con sensatez, aunque se empeñaba en correr hacia mi madre para que le alisara la cera cada vez que completaba una de sus caras grandes y curiosas. Julia prefería raspar la cera a trozos y pegarla en los tablones del suelo. Cuando se querían comunicar, lo conseguían mediante gruñidos singulares o dándose puñetazos el uno al otro con furia; Marco tenía la excusa de su sordera, pero me temía que era mi hija la más violenta.
Mi madre y Helena estaban cosiendo. Ésa siempre es una manera que tienen las mujeres de parecer preocupadas y superiores.
—Saludos, queridas mujeres de mi círculo familiar. —Contemplaron su trabajo a distancia y esperaron a que las entretuviera humillándome a sus pies—. ¡Qué agradable encontraros ocupadas de manera tan casta en los deberes de esposas devotas!
—Mira quién está aquí —dijo mi madre con un resoplido—. ¡Y no me llames esposa devota!
—Sí, ya lo sé; soy una vergüenza, lo siento.
—¿Te sientes culpable, Falco? —Helena actuó de manera razonable para hacerme sentir peor. Le levanté la barbilla con un dedo y le di un beso suave. Se estremeció—. ¿Son pastillas para el aliento eso que detecto?
—Yo voy siempre perfumado con violetas. —Por no mencionar la reciente aplicación de polvos para los dientes, tónico para la piel, fijador para el pelo y aceites corporales. Un hombre puede vivir bien en Roma.
—¡Hueles igual de mal que un boticario! —comentó mi madre.
Helena tenía una apariencia especialmente fresca y pulcra, una matrona consciente de sus deberes que manejaba la aguja de bronce mientras ayudaba a mi madre a arreglar los dobladillos de las túnicas. ¿Quién le había enseñado a coser? Como hija de un senador, no podía haber sido parte de su formación habitual. Es probable que le pidiera a mi madre una lección rápida esa misma mañana sólo para hacerme sentir mal.
Sus ojos bailaban ligeramente con mofa al tiempo que yo la examinaba. Una toga de un recatado azul pálido sujeta de manera cuidadosa; unos broches especialmente modestos que recogían las mangas; una cadena de oro al cuello que sólo se entreveía; ningún anillo, excepto el aro de plata que le di un día como prueba de mi amor y el pelo recogido en una simple cola con una sencilla raya en medio a la manera republicana.
—Veo que haces el papel de la parte agraviada.
—No sé qué quieres decir con eso, Falco.
Ella siempre sabía exactamente lo que se me pasaba por la cabeza.
—Espero que no nos estemos peleando.
—Nunca nos peleamos —dijo Helena, y sonó como si lo dijera en serio.
Sí que lo hacíamos, por supuesto. Enfurecernos por nada era la manera en que representábamos la rutina doméstica diaria. Ambos luchábamos por la supremacía. También a ambos nos gustaba la rendición.
Expliqué con calma todo lo que había ocurrido la noche anterior en el cuartel, y se me permitió recuperar mi habitual posición de tipo poco convincente que siempre está por ahí y que probablemente escondía una vida secreta.
—De vuelta a la normalidad, entonces.
—Volvemos a tener un romance —respondió Helena, levantando la mirada.
Entonces les mencioné que salía a interrogar a un sospechoso del caso de Crísipo. Y como Julia parecía completamente feliz dándole de comer cera a Marco Baebio, Helena dijo que dejaría a la niña un rato y vendría conmigo. Estaba claro que no podía oponerme.
Una vez fuera del apartamento de mi madre, Helena me acorraló en una esquina del hueco de la escalera y me sometió a un cacheo. Permanecí inmóvil y, con paciencia, dejé que ocurriera. Me examinó cada brazo, escudriñó mis piernas, levantó partes de mi túnica, me dio la vuelta, me giró la cabeza a un lado y a otro y miró detrás de las orejas.
—¿Atrapaste algo con un montón de piernas?
—Te estoy husmeando por todas partes como hace
Nux
. —De hecho
Nux
estaba mirándose la cola con expresión aburrida.
—Ya te he explicado dónde estuve.
—Y yo me estoy asegurando —dijo Helena.
Me tocó varios moretones uno a uno, como si los contara. Ningún médico del ejército habría sido más minucioso. Al final, pasé la prueba de aptitud. Luego me rodeó con sus brazos y me estrechó contra ella. Yo le devolví el abrazo como un buen chico mientras comprobaba cuánto trozo de su liso moño republicano podía deshacer antes de que intuyera a qué estaba jugando y notara cómo sacaba las horquillas.
Una vez restablecida la buena relación, nos dirigimos juntos a buscar a Urbano Tripo, el dramaturgo al que Crísipo había hecho de mecenas, ese soplón que pensaba que podía pasar inadvertido y evitar que lo interrogara.
En la puerta del apartamento donde había intentado encontrar al dramaturgo la última vez, había una mujer de rodillas, fregando las zonas comunes. Nos daba la espalda, y como estaba muy concentrada en lo que hacía, se había metido las faldas por entre las piernas en el cinturón; de esta manera me ofrecía una sorprendente vista del trasero y las piernas desnudas.
Helena tosió. Yo dirigí la mirada a otra parte. Helena le preguntó a la mujer si Urbano estaba en casa, así que se levantó, se soltó el atuendo sin vergüenza, y nos llevó adentro. Por lo visto vivía con él.
—Ana —respondió cuando le pregunté cómo se llamaba.
—¡Como la hermana de la reina Dido! —sugerí, en un intento por agregar una nota literaria. Ella me miró fijamente de una forma que no me acabó de gustar.
Urbano era mejor que sus colegas. Vi que era razonable, sociable, no demasiado pintoresco pero, a diferencia de la mayoría, intensamente vivo. Parecía un hombre con el que pudieras tomarte una copa, aunque no alguien que te fastidiara volviendo a buscarte cada día para ir a una fiesta.
Estaba escribiendo o, al menos, revisando un manuscrito. Bueno, eso era un nuevo acontecimiento en el improductivo grupo de Crísipo. Cuando entramos levantó la mirada, no molesto pero sí sumamente expectante. Ana cruzó la habitación y se llevó el pergamino en un gesto protector.
Urbano podía tener cualquier edad dentro de la flor de la vida. Tenía la cara ovalada con una frente que empezaba a quedarse calva y unos ojos profundamente inteligentes. Esos ojos lo observaban todo y a todo el mundo.
—Soy Falco, estoy comprobando los testimonios del caso de Crísipo. Ésta es Helena Justina.
—¿A qué te dedicas? —le preguntó al instante.
—Yo vigilo a Falco —su espontánea respuesta lo dejó intrigado.
—¿Estáis casados?
—Así lo llamamos nosotros.
Ella se sentó con nosotros. Ana, la esposa, hubiera hecho lo mismo pero tuvo que desaparecer en otra habitación de donde provenían los berreos de unos niños. Sonaba como a unos gemelos muy pequeños, al menos, y quizás otro más.
—¿Ya puedes trabajar así? —le sonreí a Urbano—. Yo pensaba que los poetas huían de la vida doméstica y escapaban a la ciudad.
—Un dramaturgo necesita una vida familiar. En los grandes argumentos siempre aparecen familias interesantes. —Peleándose y separándose, pensé, pero me abstuve de decirlo.
—Quizá tendrías que haberte casado con una chica en tu país y dejarla allí —sugirió Helena, con la sutil intención de criticar a los hombres. Él sonrió, con los ojos como platos, como alguien a quien le acaban de dar una idea.
—¿Y tu país cuál es? —le dije, aunque Eusquemonte ya me lo había contado.
—Britania, originariamente —Arqueé las cejas, como él esperaba, y saltó con brusquedad—:. ¡No todos los buenos escritores provincianos vienen aquí desde Hispania!
—Conozco un tanto Britania —contesté, evitando el impulso natural de estremecerme—. ¡Entiendo por qué te marchaste! ¿De dónde eres?
—De la parte del centro. De ningún sitio del que un romano haya oído hablar. —Tenía razón. La mayoría de los romanos sólo saben que los britanos se pintan de azul y que recolectan buenas ostras en la costa sur (ostras que no pueden ser tan buenas después de un largo viaje hasta Roma en un barril con agua salada).
—Yo podría conocerlo.
—Un sitio arbolado, sin nombre romano.
—¿Cuál es la tribu local? ¿Los
Catuvellauni
? —Me estaba portando como un estúpido. No debería haber preguntado.
—Más al oeste. En un rincón entre los
Dobunni
, los
Cornovii
y los
Corieltauvi
.
Me quedé callado. Sabía dónde era eso.
Esa área central de Britania no tenía minas de minerales atractivas que suscitaran nuestro interés o, al menos, ninguna de las que ya habíamos descubierto estaba en esa zona. Pero en la Gran Rebelión, fue en un lugar no mucho más al norte del bosque de la que era la patria de Urbano, donde finalmente se pudo detener el avance de la reina Boadicea y sus hordas incendiarias y asesinas.
—Por ahí es por donde pasa la frontera —comenté, e intenté que no pareciera que lo consideraba como una zona salvaje. E intenté también no mencionar la gran carretera a campo traviesa que iba hacia el norte y que los rebeldes habían recorrido en sus salvajes matanzas.
—Buenos pastos —dijo Urbano, sucinto—. ¿Cómo es que conoces Britania, Falco?
—Por el ejército.
—¿Allí donde había problemas?
—Sí.
—¿Qué legión? —Era lo más educado que se podía preguntar. Apenas cabía oponerse.
—Éste es un tema delicado.
—¡Ah, en la Segunda! —respondió al instante. Me pregunté si esperaba que eso me molestara.
La Segunda Augusta se había desacreditado por no tomar el campo de batalla en la Rebelión; ya era agua pasada, pero a aquellos de nosotros que habíamos sufrido la ignominia impuesta por oficiales ineptos, todavía nos dolía.
Helena interrumpió, a la vez que suavizaba mi enojo.
—¿Sigues la política, Urbano?
—Es vital para mi arte —dijo; tenía el aire de un trabajador profesional que se arremangaría y abordaría cualquier inmundicia con el mismo entusiasmo con el que su mujer limpiaba la entrada.