Oda a un banquero (16 page)

Read Oda a un banquero Online

Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: Oda a un banquero
11.33Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Sobre qué tiene dudas? Da la impresión de que está pasando algo —Helena no respondió. La apreté un poco más—. Detecto cierto misterio. ¿Qué te ha contado en vuestras conversaciones de chicas?

—Nada.

—Nada, ¿eh? —Utilizando mi elegante conocimiento de las mujeres, tomé nota para estar atento, fuera lo que fuese—. ¿Y tú qué quieres en la vida, cariño? —Era una pregunta seria. Helena había abandonado un mundo de ocio y lujo senatoriales para estar conmigo; yo nunca perdía eso de vista—. Aparte de un tipo apuesto y con sensibilidad poética, ¿quién es muy bueno en la cama?

En ese momento, Helena Justina, la refinada hija del más noble de los Camilos, emitió un fuerte ronquido y fingió que mis intentos de compañerismo marital habían hecho que se durmiera.

XIX

Al día siguiente, mi primera parada fue en el Foro Romano.

Por el momento evité pasar por el Clivus Publicius y por el scriptorium y salí del Aventino por la puerta Trigémina, luego atravesé el mercado de carne y rodeé el Capitolio por la parte de abajo.

En dirección al templo de Juno Moneta (Juno de la Moneda) y paralela al Foro de Julio, inundado de gente, se encontraba el Clivus Argentarius (calle de la Plata). Pocas veces iba por ese camino. Detestaba el olor de los hijos de puta que se enriquecían a costa de las necesidades de otras personas.

El Clivus Argentarius tenía las mesas de cambio, con esclavos de espalda encorvada que tasaban las monedas con balanzas que sujetaban con la mano. Te robaban, pero no de una manera tan despiadada como los orientales de conducta desviada allá en el extremo griego del Mediterráneo. Estos romanos que te timaban en el cambio ya tenían suficiente con explotar con delicadeza a esos bobos provincianos que no distinguían entre un dupondio y un as (ambos eran de bronce, pero en el dupondio el emperador llevaba una corona radiada en vez de una corona de laurel… ¡supongo que ya lo sabíais!). No obstante, los profesionales en morder monedas que cambiaban estáteras y óbolos por aceptables denarios no eran mis verdaderas presas. Yo pensaba en el mundo de las altas finanzas; tenía que ir donde merodeaban los grandes patrocinadores y corredores. Aquellos que financiaban en secreto, con unas tasas de interés altísimas, proyectos de la ciudad durante las guerras civiles. Fiadores de embarcaciones. Inversores del mercado de artículos de lujo. Los que compartían la cena con criminales y los que daban facilidades en el senado.

Como Crísipo era un patrocinador de las artes y supuestamente estaba forrado, me sorprendí al descubrir que comerciaba bajo la marca del Caballo Dorado, justo aquí mismo. Su banco Aurelio, que por supuesto yo consideraba una cuestión seria de la herencia, no parecía más que un modesto lugar de cambio de moneda. Tenía la habitual mesa asimétrica donde un tipo abyecto con una túnica sucia presidía unas pocas y abolladas cajas con monedas al tiempo que columpiaba, con aspecto pesimista, una chirriante balanza de mano que colgaba de su dedo y esperaba clientes.

Aunque, ¿era eso todo lo que había? Me había dado cuenta de que todos los tenderetes del Clivus Argentarius, esa calle prestigiosa y bien situada, se parecían a esas tiendecillas de chucherías donde cabe una sola persona que hay bajo los cipreses de algún santuario de la provincia. Aquí todos presentaban las mesas de cambio más elementales, de las que parecía que se encargaban unos esclavos desastrados. ¿No sería una fachada intencionada? A los banqueros les gusta operar con argucias y en secreto. Quizá todos tenían una enorme oficina en la parte de atrás con tronos de mármol y nubios que empuñaban abanicos de avestruz, si es que alguien se molestaba en husmear un poco buscándola.

Me presenté en la mesa Aurelia e hice una inocente averiguación acerca del tipo de cambio del día con Grecia.

—¿Cómo llaman a sus monedas?

—Dracmas. —El hombre del mostrador se mostraba totalmente indiferente. Como no sabía que podía haberle hablado de Palmira y Tripolitania, Britania y la todavía por conquistar Germania, y todo desde la experiencia personal, él me identificó como un estúpido que no había ido nunca más allá del campo de Marte. Me ofreció una tasa de cambio media tirando a alta. Un mal trato, aunque no peor de lo que te ofrecerían por aquí la mayoría de esos tiburones dentudos.

Utilicé una mirada furtiva. Bueno, quizá más embarazosa que mi habitual acto de merodear de manera sospechosa.

—Esto… ¿alguna vez hacéis préstamos?

—Hacemos préstamos —me miró como si
yo
fuera una pulga en el pecho de una diosa.

Me dije a mí mismo que acababa de hacer una fortuna del Censo y podía mirar a la cara a cualquiera. Por otro lado, esto era una investigación profesional, una prueba legítima.

—Entonces, ¿qué es lo que tengo que hacer para obtener un préstamo?

—Acordarlo con el jefe.

No me pareció de buena educación mencionar que el día anterior había visto a su jefe tendido boca abajo y lleno de sangre, con una varilla de pergamino metida por el agujero de la nariz y cubierto de empalagoso aceite de cedro. Parecía pues que el banco continuaba su comercio como si la tragedia nunca hubiera ocurrido. ¿Todavía no les había contado nadie a los empleados que a su dueño lo habían eliminado? ¿O es que estaban ocupados en mantener la confianza comercial con calma fingida?

—¿Acordarlo?

—Llegar a un pacto.

—¿Cómo funciona eso?

Dio un suspiro.

—Si le gustas lo suficiente, se redacta un acuerdo: «En el consulado de bla, bla, bla, en el día que sea antes de los idus de marzo…». Vamos a hacer uno. ¿Cómo te llamas?

—Dilio Braco.

—«Yo, Ditrio Basto…» —Eran tiempos difíciles. Ahora la gente incluso desordenaba mis alias—. «Certifico que he recibido un préstamo de Aurelio Crísipo, en su ausencia a través de Lucrio su liberto, y le debo cien millones de sestercios»… ésta es una cifra teórica… «que le pagaré cuando me lo pida. Y Lucrio, liberto de Aurelio Crísipo, ha procurado asegurarse de que los cien millones de sestercios mencionados sean entregados de forma correcta y oportuna»… para que no nos estafes o uses el dinero indebidamente… «y yo, Ditrio Basto, entrego como garantía y seguridad»… ¿qué tienes? —se burlaba de mí como nunca. No podía culparlo, al verme con mi tercera mejor túnica de un desigual color rojo, las botas de tiras desgastadas que yo detestaba y todavía sin afeitar.

—¿Qué es lo habitual? —pregunté con voz chillona.

—Trigo de Alejandría en un almacén público. Garbanzos, lentejas y legumbres si eres un roñoso —adiviné cuál de las dos opciones se aplicaba a mí según él.

—Pimienta árabe —presumí—. Depositada bajo fianza en el almacén de Marcelo en el callejón de la Siesta.

—¡Ah, vaya! ¿Cuánta?

—Últimamente no la he contado. Hemos vendido algo, pero nos estamos conteniendo para no saturar el mercado… cantidades enormes.

Él empezó a dudar, aunque la incredulidad todavía estaba presente con fuerza.

—«Pimienta árabe, de la que soy dueño, depositada en el almacén de Marcelo, y que he mantenido en condiciones seguras, bajo mi propia responsabilidad.» Algo así —dijo con educación—, señor.

Los farsantes lo tienen fácil. (La pimienta había existido en su día, pero incluso entonces era propiedad de Helena, un legado de su primer marido, el odioso Pértinax; ya hacía tiempo que ella lo había vendido todo.)

Al creer que yo era rico, su actitud cambió por completo.

—¿Quieres que te concierte una cita con Lucrio? ¿Cuándo sería más conveniente?

Tuve en cuenta que iba a ver a Lucrio, liberto y quizá heredero del propietario muerto…, pero sería cuando y como yo quisiera.

—No, da igual; sólo estaba preguntando en nombre de un amigo.

Le di con disimulo medio as que me había encontrado en un fuerte fronterizo en la Germania inferior, donde las monedas iban escasas y las tenían que cortar. Era una propina insultante para cualquiera, incluso si hubiera estado entera. Me largué calle abajo mientras él todavía me imprecaba por tener un espíritu mezquino y hacerle perder el tiempo.

Entré en el Foro.

Un pequeño salto desde el final del Clivus Argentarius por la fachada de la Curia me llevó hasta el magnífico Pórtico de Emilio, uno de los edificios públicos más espléndidos de la Era Augusta. Este iba a dar al Pórtico de Cayo y Lucio y a él se unía una columnata de tiendas, de dos pisos de altura, que era por donde merodeaba en estos últimos tiempos mi propio banquero maloliente. Era probable que su preciosa vivienda fuera de hecho ilegal, pero por alguna razón los ediles no echaban a los banqueros.

Sus arcones de los ingresos, encadenados, estaban situados en el pasillo principal del pórtico sobre macizos bloques de mármol en varios tonos: amarillo numidio, verde caristio, negro lúculo y rojo, rosa quiano y gris, y el multicolor púrpura frigio del que estaban hechos los soportes de la mesa de casa de Crísipo, que yo había visto el día anterior manchados con la sangre del muerto. Los arcones de mi banquero, junto con un taburete plegable y una mesa de cambio sin supervisor, se hallaban en el nivel inferior del pórtico, que estaba dominado por un friso. Éste mostraba escenas de la historia romana y recibía la sombra de la estatua de un bárbaro de tamaño mayor que el real. Era apropiado, si creías que el dinero había jugado su papel siniestro en nuestro noble pasado y que afectaría al futuro de las regiones indómitas del mundo. (Estaba despotricando para mi coleto. El encuentro con el tipo que cambiaba dinero en el banco Aurelio me había dejado alterado.) Los adornos de las cornisas también eran inapropiados, si pensabas que los banqueros no eran más que hombres con las manos sucias de remover monedas; es decir, si no te habías dado cuenta de la cantidad de elegantes obras de arte que la mayoría de los banqueros poseían en sus domicilios privados.

Subí al piso de arriba a ver a Notócleptes. Si no estaba a la vista donde se emplazaba su negocio, entonces lo podría encontrar en su barbería, entre un par de delicados pilares grabados con acantos y espirales en la columnata superior. Más decoración hermosa. Y la elevación le ofrecía una buena vista de quien se aproximaba.

Era un hombre desastrado y desconfiado, casi convincente como ciudadano romano aunque probablemente alejandrino de nacimiento, que al principio había sido instruido en materia de dinero por recaudadores de impuestos tolomeicos. Era un hombre corpulento, con unos carrillos que estaban diseñados para sujetar una servilleta debajo de su barbilla. Pasaba mucho tiempo en su barbería, donde podías encontrarlo ocioso, como si el sillón para afeitar fuera una extensión de las oficinas de su negocio. Como su local de la parte de abajo era tan público y normalmente estaba custodiado por un matón pisidio muy desagradable, la barbería tenía alguna ventaja. Mientras mendigabas un descubierto en tu caja de ahorros que ya estaba vacía, podías hacer que te trajeran una bebida fría y que te hiciera la manicura una dulce chica que ceceaba. Aunque a menudo me superaban los gastos, daba la casualidad que yo nunca había intentado conseguir de mi banquero
un
préstamo importante y formal. Era lógico pensar que eso supondría (como un acto de cortesía con sus asociados) invertir en un masaje con piedra pómez y un corte de pelo completo; la peculiar manera egipcia en que se peinaba el mismo Notócleptes siempre me había quitado las ganas de probarlo.

Notócleptes no era su verdadero nombre; se lo puso Petronio Longo cuando por primera vez los dos compartimos una caja de ahorros durante un año al regresar del ejército. Una vez que consiguió un trabajo en los vigiles, Petro se aseguró de guardar su sueldo y la dote de su remilgada esposa bajo llave y fuera de mi alcance, pero el nombre que le había puesto a nuestro primer banquero perduró, hasta el punto de que en estos momentos el público lo usaba, creyendo que era su nombre auténtico. Los instruidos lingüistas reconocerían que, de manera aproximada, significaba «bastardo ladrón»; aunque, a pesar del tufillo a calumnia, era probable que el uso prolongado impidiera que el hombre nos demandara.

—¡Notócleptes! —siempre disfrutaba llamándole por el nombre.

Me miró con curiosidad, como siempre. Nunca pude determinar si era porque sospechaba de mi participación en su cambio de nombre, o sólo porque se asombraba de que alguien viviera con mis ingresos. Mis seis meses de trabajo en el Censo habían provocado, al final, un gran aumento de mis ahorros, pero cuando Vespasiano permitió que mi nombre avanzara para entrar en la lista ecuestre, la norma sobre cualificaciones me obligó de manera inmediata a invertir dinero en tierras. El dinero había fluido directamente de mi caja y, en estos momentos, Notócleptes parecía dudar si en realidad lo vio alguna vez. Yo también lo dudaba.

—Marco Didio Falco. —Sus modales eran educados pero extraños. Sabía cómo hacer que un deudor se sintiera como un hombre de fortuna justo el tiempo suficiente como para pensar que era seguro pedir otro préstamo más.

Yo había pasado años intentando evitar a este personaje cuando mis fondos eran escasos. Mantuvimos muchas conversaciones sobre si merecía la pena pagar el alquiler de una caja de ahorros que no contenía nada. En esas difíciles situaciones, Notócleptes me había impresionado tanto por su sentido común, como por su actitud de fiera inflexible. El destino siempre me había salvado con algún ingreso en el último momento. A aquellos que eran menos afortunados, se les exigía la devolución de los préstamos con una imparcialidad cruel. Como muchos de los hombres que esgrimen el poder sobre los desafortunados, él aparentaba ser un vago indulgente que nunca encontraría la energía necesaria para caer sobre ellos. Aceptar esa apariencia sería una gran equivocación.

—¿Cómo te encuentras en este fantástico día, Marco Didio?

—¡Déjate de sutilezas! —era mi réplica habitual. Yo hacía como si él tuviera una admiración secreta por mis burdos modales de pícaro. Se limitó a mirarme con ese aire de asombro constante—. Escucha, azote del maligno. —Hizo caso omiso del falso afecto—. Necesito información interna.

—¿Asesoramiento fiscal? ¿O consejos sobre inversiones?

—Ni lo uno ni lo otro. No estoy aquí para que me saqueen.

Notócleptes sacudió la cabeza con tristeza.

—Marco Didio, estoy deseando que llegue el día en que me digas que te has convertido en un
quaestuosus
.

—¿En qué? ¿En un nuevo hombre que sube y procura hacerse rico con rapidez? ¡Ya soy rico ahora!

Other books

Sophie and the Sibyl by Patricia Duncker
Claiming Rights by ID Locke
Magician's Fire by Simon Nicholson
The Translator by John Crowley
Mountain Tails by Sharyn Munro
The Stranger Came by Frederic Lindsay