—¿Has publicado algo? Me han dicho que se te «respeta» en tu campo.
—La gente ha sido muy amable. —La modestia era tan falsa como el corazón de oro de una meretriz.
—¿En qué estás trabajando en estos momentos para Crísipo? —lo presioné.
—En una reseña de las transacciones fiduciarias desde el período Augusto. —Sonó un poco seco. Eso era ser generoso.
—Seguro que tiene un atractivo limitado para el público lector corriente.
—Es un campo pequeño —presumió Avieno con orgullo.
—¿De esta manera te permite ser su preeminente historiador? —Él estaba radiante—. ¿Aunque el gran público no dé ni un cuarto de as por el tema que tratas?
—Me gusta pensar que mis investigaciones son relevantes. —Nada lo iba a disuadir. Dejé de malgastar esfuerzos con insultos.
—¿Crísipo te pagaba?
—A la entrega.
—¿Y eso cuándo será?
—Cuando termine.
Noté cierta irritabilidad.
—¿Fue por un retraso en la entrega por lo que te llamó ayer?
—Estuvimos discutiendo la programación, sí.
—¿Una charla amistosa?
—Formal. —No era tonto.
—¿Llegasteis a una decisión?
—Una nueva fecha. —Sonaba bien.
—¿Una con la que estabas satisfecho? ¿O una que le iba bien a él?
—¡Oh, él toma todas las iniciativas!
—Bueno, las tomaba —le recordé con suavidad al historiador gruñón—, hasta que alguien lo apaleó hasta dejarlo inconsciente y lo pegó a las piezas de su elegante mosaico con montones de aceite de cedro derramado.
Hasta ese momento, Avieno había mostrado una expresión impasible; apenas cambió.
—Me está retrasando uno de mis bloqueos —dijo, ignorando el detalle licencioso y volviendo al tema con obstinación. ¿Era ése su estilo? El público lo rechazaría. De todas formas, yo no quería saber nada de «bloqueos». Un autor profesional siempre tenía que ser capaz de desenterrar algún material y desarrollarlo de manera útil.
—¿Atacaste a Crísipo? —salté sobre él.
—No, no lo hice.
—¿Tenías algún motivo para matarlo? —Esta vez se limitó a negarlo con la cabeza—. ¿Alguno de sus otros autores podría tener tal motivo?
—Nada que yo pudiera decirte, Falco. —Eso era ambiguo. ¿Acaso los historiadores eran meticulosos con el lenguaje? ¿Se refería Avieno a que no conocía ningún motivo… o a que lo sabía pero no lo revelaría? Decidí no proseguir con ello; era demasiado consciente del proceso del interrogatorio. No me serviría de nada insistir.
—¿Viste a alguno de tus colegas mientras estabas aquí?
—No.
Consulté mi lista.
—Tanto Turio como Pacuvio, Constricto y Urbano vinieron, según me han dicho. ¿Los conoces a todos? —ladeó la cabeza—.
Me imagino que los ves en reuniones literarias, ¿no? —Otro movimiento con la cabeza. En estos momentos parecía o demasiado aburrido, o demasiado ofendido por la simplicidad de las preguntas como para decidirse a contestar en voz alta.
—Bien. Así que fuiste el primero en llegar aquí y no hay duda de que Crísipo estaba vivo cuando te fuiste, ¿no?
—Sí.
Hice una pausa, como si lo sopesara, y luego dije:
—Pues eso es todo.
—Y te pondrás en contacto si necesitas algo más. —Esa era mi frase.
Aparte de alienar al oficial que lo investigaba por asesinato, Avieno acababa de perder un posible comprador. Me gustaba la historia, pero ahora ya nunca leería su obra.
Merodeé por allí un buen rato más. Esperaba a cinco hombres, la mayoría de los cuales parecía que habían decidido ignorarme. Teniendo en cuenta que el hecho de no presentarse implicaría culpabilidad, esto me intrigaba. Pero apostaría a que cuando estuviera frente a los demás, me vendrían con el viejo truco de «no recibí tu mensaje». Quizás era necesaria una visita de mano dura de los vigiles para hacerles cambiar de opinión.
Turio apareció justo cuando había decidido irme a casa a comer. Debía ser el provocador del grupo.
Aparentaba unos veinticinco años. Tenía un semblante «respetable» que ofrecía muy poca confianza, con una pequeña y desagradable boca retraída. Su código en el vestir era el opuesto al negro de Avieno. Su túnica era de color bermellón, y sus zapatos perforados y con cordones. Incluso su piel tenía un color brillante, tirando al color de la henna. Su pelo, bajo una lustrosa marea de aceite, era sumamente oscuro. Llevaba la espantosa túnica sacada por encima del cinturón, como una blusa, de una manera que a mí me resultaba insoportable. Mientras que nada en Avieno me había hecho pensar en la geografía, decidí en un instante que Turio era de origen provinciano. Los escritores solían elegir Roma como objetivo y se dirigían allí desde Hispania, la Galia y otras partes de Italia. No me molestaría en preguntar de dónde procedía, pero me pareció que era demasiado escandaloso, demasiado chulo, y probablemente afeminado. Era difícil estar seguro, y no tenía ninguna razón personal para preguntárselo.
—Empezaba a pensar que nadie quería hablar conmigo. Avieno es el único que se ha molestado en responder hasta ahora.
—Eso es lo que ha dicho.
—¿Habéis estado conspirando los dos? —Saqué las notas, al tiempo que fijaba la mirada en él. Las coloqué delante de mí y saqué un punzón. Sonreí, pero con ojos poco amistosos.
—Resulta que me lo encontré. —Estaba nervioso. Quizá nunca lo habían interrogado antes. O quizá significara algo.
—¿Y dónde fue eso?
—En la taberna que hay al final de la calle. ¿Qué hay de malo en ello?
—No te pedía explicaciones. —Pero lo que sí inquiría era si los escritores se habían encontrado para asegurarse de que sus historias concordaran—. Uno puede tomarse un refrigerio. Bueno —dije, con cara de desaprobación—, hay nuevas leyes en contra de los puestos de comida caliente, pero supongo que un bocado frío al mediodía no hace daño a nadie. —Tanto Helena como Petronio se hubieran partido de risa con mi actitud moralista—. ¡Así que tú eres Turio! —dije, con el tono justo de sorpresa desagradable que siempre sugiere que sabes algo.
Tal como esperaba, pareció dividido entre el deseo de ser famoso y el terror de que yo poseyera algún secreto. Que él ofrecía secretos, de eso estaba seguro. Sólo por instinto… pero yo confiaba en el mío.
—¿Tienes nombre propio? —Yo garabateaba en mis notas como si estuviera haciendo el expediente de un proceso judicial para el magistrado.
—Tiberio.
—¡Tiberio Turio! —Sonaba acertado y ridículo al mismo tiempo—. Yo soy Falco. —Obviamente eso era más contundente.
Antes de que pudiera preguntar: «¿Cuál es tu línea de trabajo, Turio?», él me lo explicó abiertamente.
—Concibo normas para la sociedad ideal. —Sí, Avieno le había informado de cuáles serían mis preguntas. Levanté las cejas sin hacer ningún comentario. Se violentó un poco—. La
República
de Platón para los tiempos modernos.
—Platón —señalé—. Excluía a las mujeres, ¿no es cierto? —Turio intentaba decidir si yo aprobaba esta magnífica postura patriarcal. Si él hubiera visto cómo me trataban las mujeres que había en mi vida, no le hubiera dado muchas vueltas al asunto.
—Había cosas más importantes que ésa —contestó con cautela.
—¡Lo supongo! —Justo cuando creyó que podía entablar una discusión crítica, dejé a un lado a Platón con brutalidad—. ¿Qué es lo que dice tu tratado? ¿Lo has terminado ya?
—Esto… está hecho casi todo el borrador.
—¿Hay mucho para pasar a limpio?
—No me he encontrado demasiado bien…
—¿La espalda? ¿Migraña? ¿Neuralgia? ¿Hemorroides? —le espeté sin ninguna simpatía. Me detuve antes de decir: «¿Un deseo terminal de entontecer a la gente?».
—Sufro ataques…
—No me lo cuentes. Me mareo cuando oigo hablar de las dolencias de otras personas. —Evalué lo robusto que se veía y luego di un rápido golpe con el punzón—. ¿Y qué le parecía a Crísipo tu mala salud, Turio?
—Siempre fue muy comprensivo…
—¿Quieres decir que te echó una bronca?
—No.
—¿Cómo eran tus relaciones con él?
—¡Buenas, siempre buenas!
Fingí que iba a hacer algún comentario pero luego no dije nada.
Turio bajó la mirada hacia su calzado elegantón. Se quedó callado como una tumba, pero yo no dije palabra hasta que no pudo aguantar más el silencio.
—A veces se hacía difícil trabajar con él. —Yo me limité a escuchar. Sin embargo, Turio aprendía rápido. Hizo también como si fuera a continuar… y luego se contuvo.
Al cabo de un momento, me incliné hacia delante y utilicé mi imagen comprensiva.
—Háblame de Crísipo como patrocinador artístico.
Sus ojos encontraron los míos, con recelo.
—¿Qué quieres decir, Falco?
—Bueno… ¿Qué hacías tú por él? ¿Qué hacía él por ti?
Se disparó la alarma. Turio pensó que yo estaba insinuando prácticas inmorales. Supongo que Crísipo ya había tenido bastantes problemas con Vibia y Lisa, pero eso mostraba cómo trabajaba la mente de Turio.
Me ajusté a la realidad comercial.
—Él poseía el dinero y tú tenías el talento… ¿hace eso una asociación equitativa? ¿Esta relación entre artista y mecenas sería una de las características del estado político ideal que describes en tu gran obra?
—¡Ja! —Turio estalló en un amargo regocijo—. ¡No voy a consentir que me esclavicen!
—Esclarecedor… e interesante. Suéltalo, Turio.
—Su mecenazgo no era una asociación, sólo explotación. Crísipo trataba a sus clientes como pedazos de carne.
—¿A hombres con inteligencia y creatividad? ¿Cómo podía hacer eso?
—Necesitamos dinero para vivir.
—¿Y bien?
—¿No sientes la tensión a tu alrededor, Falco? Esperamos conseguir la libertad para seguir con nuestro trabajo intelectual, eximidos de preocupaciones financieras. Él nos veía como asalariados.
—¿O sea que pensó que ofrecer soporte financiero lo colocaba al frente de todo? Y mientras tanto, sus escritores luchaban por una independencia que él se negaba a darles. ¿Cuáles eran los problemas en el sentido práctico? ¿Intentaba influir en lo que escribíais?
—Por supuesto. —El estallido de rencor de Turio no había terminado—. Él consideraba que ya había publicado nuestro material y, por lo tanto, ésa era nuestra recompensa. Teníamos que hacer lo que él decía. No me hubiera importado, pero Crísipo era un crítico pésimo. Incluso su encargado tenía mejor criterio sobre lo que era comercial…
Me pareció que tenía intención de soltar una larga perorata, así que lo interrumpí.
—¿Alguna otra cuestión negativa?
—Tendrás que preguntar a los demás.
—Oh sí, lo haré. Detestabas que te acosaran acerca de lo que podías escribir; ¿Fue ésa la manzana de la discordia ayer entre vosotros?
—No hubo discordia.
Dejé mi tablilla de notas dando a entender que estaba demasiado molesto como para anotar su respuesta.
—¡Oh, venga, Turio! Ya he oído una pequeña y dulce nana que me ha cantado Avieno. No pretenderás que me crea que ninguno de vosotros discutía con el patrón por ningún condenado motivo. No seas infantil. Éste es el escenario de un crimen y yo tengo que atrapar a un asesino.
—Todos estamos observando con gran interés —dijo con sorna.
—Puedes aprender algo. —Mi enfado era real—. Mi fecha límite está fijada. Mi contrato no es negociable. Y efectuaré la entrega, puntual, como un verdadero profesional. La obra maestra estará enrollada con mucho cuidado y atada con una vuelta de cordel. Allí habrá pruebas acreditativas, explicadas de manera convincente con frases construidas con exquisitez. Los informantes no nos escondemos detrás de «bloqueos». Los culpables van a parar ante el juez. —Turio pestañeó. Eso era una pista, decían algunos. El problema es que nunca sabías de qué clase. Pegué un manotazo contra la mesa y le grité—: Creo que estás mintiendo y eso ya es suficiente para hacerte desfilar ante el magistrado examinador del tribunal de homicidios.
Turio no me defraudó. Cuando le amenacé, eligió la salida más fácil: acusó a otro.
—En serio, yo no tenía problemas con Crísipo. No como Avieno con su préstamo.
Me crucé de brazos.
—Bien, allá vamos. Háblame de ése… —Con aburrimiento, me anticipé a su petición—: Sí, será con la más estricta confidencialidad.
—No conozco los detalles. Sólo sé que Avieno lleva años de retraso con su supuestamente erudita historia económica. Cuando se quedó sin blanca, Crísipo le hizo un préstamo, uno bastante grande.
—¿Un préstamo? Pensaba que los mecenas tenían que ser más generosos. ¿Qué pasó con los benefactores literarios que donaban apoyo desinteresado?
—Avieno ha obtenido cuanto Crísipo estaba dispuesto a dar.
—¿Cuál es la historia del préstamo que nos ocupa?
—Creo que el banco le pidió que lo devolviera.
—¿Avieno solicitó más tiempo para pagar?
—Sí, pero su petición fue rechazada.
—¿Por Crísipo?
—Me imagino que ese agente suyo hizo el trabajo sucio.
Asentí con la cabeza, despacio.
—Así que Avieno está empeñado, aunque termine su manuscrito. Devolver el préstamo todavía lo dejará en peores condiciones. Su proyecto me parece una monserga, o sea que no debe esperarse sacar mucho de él. Así que tu teoría es que vino ayer para intentar mendigar más tiempo, tanto para el préstamo como de cara a la fecha de entrega. Crísipo se mantuvo firme, es probable que en los dos asuntos. Eso parece una monserga para que Avieno se pusiese como una fiera y lo matara. —Di entrada a una amplia y siniestra sonrisa—. Bueno, Turio… Cuando Avieno sepa que mi penetrante investigación histórica contigo ha destapado este nuevo y alarmante dato sobre su motivación, sin duda se defenderá. Así que vamos a ahorrar tiempo aquí… ¿Qué información es más probable que me dé sobre ti?
Esa hábil réplica disgustó de verdad al utópico. Se puso blanco y al mismo tiempo adoptó la actitud del traicionado, una curiosa mezcla de dolor y afán de venganza. Entonces se negó a decir absolutamente nada más. Dejé que se fuera, con la habitual y seca advertencia de que hablaría con él otra vez.
Cuando llegó a la puerta lo volví a llamar.
—A propósito, ¿cómo va tu situación económica?
—No es desesperada. —Podía estar mintiendo, pero entonces alguien tenía que haber pagado esos trapos color bermellón, a menos que él también hubiera pedido un préstamo.