Nunca olvides que te quiero (24 page)

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Authors: Delphine Bertholon

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Nunca olvides que te quiero
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Llegó por fin con una hora de retraso y la tez de un rosado matrioska. Sin más preliminares que «No has cambiado/Tú tampoco», intercambiamos fluidos en cuanto hubimos cerrado la puerta. Es una forma de hablar, porque, a pesar de mi insistencia, nunca habíamos dejado los preservativos: tan pronto me soltaba un discurso sobre el aspecto liberticida de la píldora, como unas agobiantes teorías sobre la «excesiva intimidad» que implicarían unas relaciones en las que fuera técnicamente posible engendrar a un mortal; de cara a mi salud mental, evitaba pensar en sus motivaciones más evidentes. Aquella noche, esa situación tuvo al menos la ventaja de ahorrarme la pregunta letal: «
Viktor or not Viktor?».
Pues follar con ella me hizo el efecto de la curación que libera por fin a la persona de una terrible enfermedad, y mi restablecimiento habría quedado comprometidísimo por la imagen de un gigante ario dándole por detrás con el negruzco Kremlin como telón de fondo. Mi cuerpo se soltaba, mi sangre se fluidificaba, imaginaba cómo los glóbulos me oxigenaban los bronquios a modo de cortejo de medusas de color azafrán, «It Had to be You» sonaba a ritmo de jazz en mi cabeza, cada uno de mis músculos era un virtuoso en la cumbre de su arte: ¡aporread, pianos; vibrad, saxos; resonad, trompetas! Cual un tumor maligno agazapado en el fondo de los huesos, Louison me mataba a fuego lento; pero por un sórdido milagro surgía la remisión en cuanto la penetraba.

Estábamos aún húmedos cuando le regalé el libro. En la guarda había escrito: «Yo espero de tus ojos persistencia retiniana, cuanto más tiempo mejor. Con todo mi amor, feliz aniversario. Stanislas». Exaltado por nuestro encuentro, no había seguido el último consejo de Antoine: «Sobre todo, chaval, no le digas que la quieres, de lo contrario vas a convertirte en su último felpudo». Ahí estábamos: se secó sobre mi cuerpo con una sonrisa molesta, y luego volvió la vista para rebuscar en su bolso.

—Ya que A. D. murió… —dijo mientras me pasaba un pequeño estuche de terciopelo negro—. Lo encontré en San Petersburgo, en un anticuario. Me extrañaría que correspondiera a la época, pero bueno, es bonito.

Era un mechero, un gran mechero dorado con la estrella roja del ejército soviético. Encendí un cigarrillo a guisa de bautismo con la idea de violarla de nuevo, pero Louison empezaba ya a vestirse.

—¿Qué haces?

—¿No te lo he dicho? Inauguran una exposición… No puedo fallar, soy yo quien ha posado. ¿Te molesta?

La pregunta explotó en mis oídos como el estrépito de un edificio que se desploma.

—¡Si acabamos de encontrarnos! Quiero estar contigo, solo contigo… No tengo ganas de ver a toda esa gente, de pasar por convencionalismos, francamente.

—Nadie te obliga a ir si no te interesa.

La agarré por el brazo, tiré de ella hacia la cama y empecé a quitarle el vestidito negro que intentaba ponerse otra vez.

—Ya iremos otro día, Louison, solo quiero hacer el amor contigo una vez y otra…

—¡Stan! Hoy es la inauguración, ¡ya te lo he dicho! Tengo que ir. Es importante, ¡además hace tanto tiempo que no veo a mis amigos…! Estarán Pim's, François…

—Genial —dije, incorporándome para echar la ceniza en un vaso—, ¡lo que faltaba!

Se deshizo de mí, se abrochó el vestido, se puso los zapatos y luego me miró; yo seguía en la cama, claramente afligido.
«But not for me»,
soltó el aparato de música y noté cómo crecían dentro de mi cabeza unas fibras de coco.

—¿Qué? ¿Te vienes?

Ella se fue en bici, yo cogí el metro, donde seguía reinando la misma letargia repugnante. Al llegar a la rué de Seine, descubrí
En cueros y en mi catre,
Louison a pelo en las paredes y su versión 3D danzando alrededor de su club de fans con una copita en la mano. Cuando me vio, me sonrió, pero hizo su aparición Pierre Marchal-Smetz y yo dejé de existir en el acto, engullido por el hormigón y las rampas con neón. Al no estar Tracy en el programa, Louison sacaba gran provecho de todo aquello y esparcía cantidad de afecto hacia el Supermacho. Salí a la acera, donde unos grupitos
arty
fumaban con el crepúsculo al fondo mientras discutían sobre la exposición y los senos de mi novia. Encendí un pitillo con el mechero ruso, no sin ciertas ganas de patalear de rabia: ¿por qué, Señor, no conseguía odiarla como una persona normal y corriente? Yo que había sido un cabrón de marca mayor, había destrozado a Alice, a Mathilde y a unas cuantas más, me había cepillado a muchas y si te he visto no me acuerdo y, de haber creído en Dios, habría visto en esta adicción estúpida el segundo círculo del infierno que reunía, según Dante, a quienes habían pecado por lujuria y a los que habían muerto por amor. Por encima de mi cabeza, el cielo estaba saturado de azul marino y tallaba en forma de lápidas las copas de los árboles. Eché una ojeada al interior de la galería: Louison hablaba con el fotógrafo italiano responsable de aquel calvario, un hombrecillo barbudo con cuerpo de pisapapeles que gesticulaba como un pelele montado sobre un resorte. No creo que ella se diera cuenta de mi ausencia, de la misma forma que apenas se había percatado de mi llegada, de modo que me marché; por primera vez en siete meses tuve la impresión de demostrar valentía. En Odéon, entré en un bar, pedí una cerveza, dos cervezas, tres cervezas. No tenía intención de esperarla, pero tampoco fuerzas para volver a casa, ver la cama deshecha, el condón anudado, el
Noir Tokyo
que, como pesaba demasiado, ni siquiera se había llevado. ¡Tantas historias que me había contado a mí mismo sobre el reencuentro! ¡Deslumbrante y victorioso! ¡Menuda gilipollez! Antoine tenía razón: estaba hecho un puñetero felpudo.

Al cabo de una hora, me llamó, pero no respondí. Dejó un mensaje irritado en el contestador preguntándome adonde me había ido, luego añadió en un arrebato de altruismo que si me apetecía apuntarme, se iba a cenar con Pim's y otros buenos amigos a un restaurante de aquel barrio. Terminé la cerveza y volví a casa.

25 de diciembre, 10.43

R. se ha ido «a la ciudad» a comer a casa de su madre.

Ayer por la noche le pregunté qué pensaría la mujer si supiera que su niño, tan mayor y tan amable, tenía prisionera en el sótano a una cría. La pregunta no pareció gustarle. De todas formas, nunca quiere hablar de Mona. Al ser hijo único, intenté encauzar la conversación sobre el tema jugando a «Le comprendo, estamos cortados por el mismo patrón». Pero R. se limitó a decir que ya era vieja cuando nació él y que mejor así, ya que es un solitario.

Yo siempre pedí un hermano o una hermana pero, no sé bien por qué, mamá nunca quiso. La verdad es que no decía «nunca» sino «más tarde». A eso se le llama PROCRASTINACIÓN: lo he leído hace poco en el diccionario, entre «procordado» (un género de gusanos marinos) y «procreador», que significa «genitor», algo mucho más interesante en relación con lo que estoy contando. Mi procreadora, pues, hace procrastinación. Nathan Jaso tiene un hermanito pelirrojo fluorescente; Sabrina, un hermano mayor que se ha ido de casa; Stanislas, una hermana pequeña que en realidad es muy grande (como mínimo 1,75 m) y que se parece a Esmeralda tal como yo la imagino cuando leo
Nuestra Señora de París,
sin la cabra y las monedas de oro. Pero yo no tengo a nadie y estoy algo celosa. Ni siquiera tengo primos, ya que Amélie tiene el corazón hecho añicos y Samuel prefiere a los chicos. Ahora pienso que mis padres no se sentirían tan desgraciados si hubieran tenido otro hijo. Deben de preguntarse dónde estoy, y seguro que imaginan que en el cielo, aunque en realidad sé que no creen en el cielo. Mamá siempre tenía miedo de que me pasara algo, y una vez oí que papá le decía que no podía protegerme eternamente de todo porque al final acabaría por dejar de existir.

No pudo protegerme: pero aun así ya no existo. Me refiero a que yo sé que existo, que R. también lo sabe, pero ¿y ellos…? ¿Cómo pueden imaginar todos los demás que sigo existiendo?

Desaparecer.V.tr.

1. Dejar de ser visible o perceptible.

2. Dejar de existir.

Debe de ser la Navidad que me deprime.

Ayer por la noche, a las ocho en punto, R. vino a buscarme. Es un tipo terriblemente puntual. Se había puesto guapo: llevaba un pantalón con unos pliegues simétricos como su cara y una camisa blanca muy bien planchada. Me tomó de la mano como si fuera su novia en una película cursi y, a oscuras, subimos la escalera. Ya te lo dije: yo estaba de buen humor y le seguí el juego exactamente igual que Stanislas cuando ponía cara de que le había ganado en el tenis.

R. me dijo algún cumplido sobre mi ropa; yo respondí «Te diêws», y luego añadí: «La suya también está bien».

Abrió la puerta de arriba: en el salón había música clásica de fondo, estilo ambiente. Le pregunté de qué se trataba y respondió «Scarlatti». Me pareció más una enfermedad infantil que un músico, pero como siempre cuando hago alguna reflexión de este tipo, la guardé para mí. Luego explicó que hay dos Scarlatti, Alessandro y Domenico, que aquel era Domenico, la sonata para piano K141.

—Compuso más de ciento cincuenta —precisó, satisfecho.

Yo no entiendo nada de lo clásico, pero me gusta ver que tiene otras ocupaciones aparte de su coche. No era la primera vez que me ponía música, pero aquel día tuve la sensación de que la había escogido especialmente para mí. Es verdad, era bonita, así que le dije:

—Parece un gnomo que corre sobre un piano.

—¡Y que tiene mucha prisa! —añadió él, y aquello me hizo reír.

Nos sentamos a la mesa. Había puesto un mantel rojo y dorado, unas copas con pies muy esbeltos, como bailarinas, y platos AUTÉNTICOS. Eso aún no lo había hecho nunca, ni el día que cumplí trece años. En mi plato auténtico encontré un paquete envuelto en un papel azul: me pareció algo pequeño, pero estaba increíblemente impaciente por abrirlo; si no hubiera sido una niña tan bien educada, ¡me habría lanzado encima! R. me propuso un sorbo de champán: nunca lo había probado, y ya que aquí lo de tener experiencias nuevas no es algo que ocurra todos los días, dije que sí. Empezó a abrir la botella y yo crucé los brazos frente a mi cara, como siempre, pues mamá dice que si te alcanza un tapón de champán te puede reventar un ojo. Hizo «Fung» y R. me sirvió un dedo, con mucha espuma. Para él puso un poco más que para mí. Brindamos, «Chin, chin». Observé cómo las burbujas doradas daban vueltas en espiral hasta que llegaban arriba de la copa y noté un picor en la lengua. Es una chorrada, pero de pronto me sentí mucho más adulta.

Ya que no dejaba de mirar con ojos de pescadilla frita el regalo que tenía en el plato, R. acabó por decir:

—¡Vamos, ábrelo!

Evidentemente, no tuvo que decírmelo dos veces. Mientras arrancaba el papel, las manos me temblaban de emoción y el ruido al estrujarlo alteraba la sonata; entonces se fue a bajar el sonido. Yo desenvolví la camiseta, que me pareció chulísima aunque el amarillo de la guitarra no fuera suficientemente fosforito para mi gusto. Luego los vaqueros, exactamente como en la foto. Lo único que faltaba eran las Converse.

—Se les han terminado las existencias —me explicó R. al ver la cara que ponía—.Adjuntaron una carta en la que decían que entre dos y cuatro semanas repondrían el género. Lo siento mucho, Madison. Qué le vamos a hacer, es Navidad.

Los mocasines empezaron a picarme como si tuviera bichos dentro y me los quité.

—De todos modos, ¿puedo probarme los vaqueros y la camiseta?

—A mí me parece que estás más guapa con el vestido que llevas pero…

—¡Es Navidad! —repetí, imitándole.

—Sí, es verdad. Es Navidad. Voy a buscar los entrantes mientras tú haces tus cosas de chica.

Se fue a la cocina. Me quité el maldito vestido, me puse la camiseta, que se me ajustaba a la perfección, y luego los vaqueros. Como no hay espejo en el salón, no pude ver el efecto, pero me parecieron un poco grandes (lo son, pero pienso que eso me motivará a engordar, ya que me he quedado bastante esquelética después de dar el estirón). R. volvió con unas gambas en un plato con flores pintadas y entonces me deshice en lágrimas.

—¿No te gustan las gambas…? —preguntó, un poco alarmado.

Fui a enterrar la cabeza en aquel sofá con tanto adorno, no respondí y lloré, lloré, lloré, como una fuente con dos millones de náyades simulando derramar el agua. R. dejó el plato en la mesa, vino a sentarse a mi lado, aunque un poco lejos, en el otro extremo, y esperó. Creo que no entendía nada de lo que pasaba, de modo que no sabía qué hacer. Supongo que tú tampoco lo entiendes y tendré que explicártelo, porque el día que Stanislas lea estos cuadernos podría creer que soy una niñata consentida, una espantosa princesita que lloriquea porque Papá Noel ha olvidado su juguete preferido cuando los adultos se han roto el coxis trabajando todo el año para poder hacerle regalos. Y yo no soy así NI MUCHO MENOS. Soy un poco coñazo, pero caprichosa no. Lo que pasa es que aquí todo toma unas proporciones delirantes. Pasan tan pocas cosas, que, cuando pasa algo, de golpe me parece que es increíblemente SÚPER o, por el contrario, especialmente CATASTRÓFICO (salvo alguna ocasión en que es lo uno y lo otro, como el día de las hormigas rojas). Esta mañana, ya calmada, me doy cuenta de que llorar de esa forma por unas Converse que además llegarán dentro de unas semanas (lo que en realidad es positivo, según el principio de Voltaire, porque conseguiré un placer diferido y un nuevo acontecimiento en el gran laberinto de goma rosa que me hace las veces de existencia) es una reacción exageradamente exagerada. Pero en aquellos momentos me destrozó, como si todas las esperanzas que había puesto en aquella velada se hubieran reducido a pan rallado, y mi moralse hundió hasta el fondo del fondo… de nada.

Al cabo de un rato, viendo que lloraba sin parar, R. preguntó con un hilillo de voz si habría preferido ostras. Entre lágrimas, me partí el pecho, pues en realidad me encantan las gambas y no soporto las ostras. Se lo dije y luego le pedí perdón.

—Estoy decepcionada por las Converse —le expliqué sorbiéndome los mocos—.Y los téjanos son demasiado grandes…

—Sí, pero la camiseta te va que ni pintada. Y si te comes las gambas y todo lo que tengo en la cocina, los téjanos te quedarán pequeños.

Me dio una servilleta de papel dorado, me soné y fui a comer gambas. Hace un tiempo que R. es realmente simpático, y me arrepentí de haberle echado a perder la fiesta. Entonces intenté ser amable durante el resto de la cena. Me sirvió otro dedo de champán, comimos pollo con puré de castañas y de postre el típico tronco de Navidad pero helado, con figuritas de plástico que pude quedarme: un abeto, dos duendes que comparten una sierra y una seta del tipo amanita faloides muy simpática. Mientras comíamos le hablé del día en que Nathan me dijo que Papá Noel era una trola solemne y él me contó que nunca había creído en esto porque su madre estaba en contra. Me pregunto cómo se puede estar «contra» Papá Noel, y lo lamenté, ya que cuantas más cosas sé de Mona Lunel más pienso que tiene que ser una vieja ratonil, como decía papá en secreto hablando de la señora Jaso. Lo que no excusa que R. me haya encerrado en el sótano, pero digamos que no debió de pasarlo muy bien en aquella época en que llevaba esos jerséis amarillo mostaza. En fin. Todo eso para explicar que le pregunté qué pensaría su madre de esta historia de un cuarto con una chica escondida y se enfadó como nunca.

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