—Sí, mamá…
—Piensa que últimamente hay muchos casos de gastroenteritis, o sea que lávate bien las manos, porque sería una verdadera estupidez que te pusieras enfermo en vacaciones.
—Vale, te dejo, tengo otra llamada.
—Bien, de acuerdo, te quiero mucho, cariño…
—Yo también te quiero.
Colgué y fijé la vista en la Madison de la página del periódico.
Elorri
significa «espino» en vasco: el nombre perfecto para una casa de los horrores, ¡el patronímico perfecto! Aquella investigación «mediumnítica» me parecía ridícula y, con más razón, me ponía a cien. Pero hoy debo reconocer que las coincidencias son inquietantes, y me gustaría ver a la tal señora B. y hacerle algunas preguntas sobre mi futuro…
En aquellas circunstancias, me fui de la terraza bastante deprimido y avancé en un estado medio inconsciente respirando el dulce perfume de los tubos de escape. Hacía un tiempo desconcertante para estar a principios de verano, es decir, fresco y relativamente desapacible, que daba a París un aire de circo: todo el mundo se negaba a admitir la situación climática y por todas partes veías circular siluetas estrambóticas, lo que habría hecho las delicias de Madison: vestiditos estampados y plumones acolchados, shorts microscópicos y botas de agua, camisetas con tirantes, sandalias y paraguas, blusas vaporosas y parkas con cuello peludo: las combinaciones indumentarias más insólitas caracterizaban aquel desagradable mes de julio. Nada de extraordinario, era el principio de la guerra fría.
«Frío» es, en efecto, el adjetivo más adecuado: me di cuenta de que no había llorado ni una sola vez, ni durante ni después de mi relación con Louison. Mi padre me enseñó que un hombre no llora. Pero creía sobre todo que había pasado aquellos meses en un estado de tensión tal que fui incapaz de producir lo que fuera, no me salieron ni palabras, ni lágrimas. Y aquella mañana, abriéndome paso entre el gentío en la place de l'Odéon, no era más que un espectro entre otros espectros: con los ojos secos y el corazón muerto.
17 de julio, 14.38
Después de mi ataque de nervios la noche en que salí por primera vez, R. decretó de golpe y porrazo que era hora de dormir. Como no tenía ni pizca de sueño porque los acontecimientos me habían trastornado, dije:
—No tengo el pijama, no tengo el cepillo de dientes, no sé dormirme sin el iPod, ¡y además no me he lavado!
—Por una noche dormirás sucia, princesita. Lo superarás.
Le miré estilo «Si mis ojos fueran ametralladoras, estarías muerto», pero se percató de que buscaba camorra y no mordió el anzuelo. Buscó un fusil en el ropero y luego colocó de nuevo el armario frente a la puerta que lleva a mi cuarto. Tiró de mi mano y me encerró con él en su habitación, dándole dos vueltas a la llave. Cuando sacó el fusil, tuve un miedo terrible, porque nunca había visto un arma, excepto en las imágenes de guerra de la tele, e hice un movimiento de retroceso. Pareció molesto.
—Es solo por precaución. Por si te da por inventarte algo o tienes intención de ponerte a gritar otra vez. Pero no pienso utilizarlo… es decir, si te portas bien.
Entonces me anduve con cuidado. R. encendió una de las lámparas de la mesilla: sacó de la cómoda una camiseta grande que podía servir como camisón y se dio la vuelta. Me la puse para quitarrne los vaqueros estampados con flores y el horripilante jersey verde pistacho que llevaba aquel día. Luego me dijo que me metiera en la cama, precisando que había cambiado las sábanas por mí. Él permaneció vestido y se instaló en la butaca de tapicería hortera. Seguía apuntándome con el fusil, tipo sheriff en las películas del Oeste, y aquello me daba canguelo.
—Ese cacharro me da canguelo. ¿No puede dejarlo? No voy a escaparme, ¿adonde quiere que vaya…?
Reflexionó un segundo, bajó el fusil. Luego, lo mantuvo como un bastón, pero no lo soltó en ningún momento. Por primera vez, me dije que no solo tenía miedo de que me fugara: tenía miedo de MÍ. Por eso, los platos y las tazas de plástico, los cubiertos con las puntas romas y todo lo demás. Siempre había creído que se comía el coco pensando que al estar tanto tiempo encerrada podía hacerme daño a mí misma, pero al verlo tan tenso con su fusil me dije que creía que YO era PELIGROSA. No soy una ardilla domesticada, porque una ardilla no puede hacer daño a nadie, y aquel fue un pensamiento tan chulo que me envalentonó.
—Se ha tirado el rollo con lo del rescate, ¿no?
Se puso rojo amapola. Esperó un momento y luego dijo:
—Solo quería estar contigo.
—¡Si ya estaba con usted! ¿Por qué tenía que contarme esa bola? ¡Es una chorrada, ya me había hecho prisionera!
—No digas «prisionera». No es una palabra agradable.
—Puede, pero es la mejor que se me ha ocurrido, para que se entere. Si le gusta más, tengo «rehén».
—Prefiero «visita». O «amiga»… «Inquilina», en última instancia.
—Sí, pero esas palabras designan a gente que puede ir y venir como le da la gana, así que es una tontería.
—¿Lo ves, Madison? Por eso no te quiero comprar el diccionario.
Lo dijo con amabilidad, más bien en broma, y aun sin ganas, sonreí. Resultaba realmente cómico estar en aquella cama tan limpia, con almohadas bajo la cabeza, tic palique con R., sentado en su butaca como una abuela junto a la cama de un nieto enfermo, aunque en realidad el niño enfermo era él.
—Bueno, ¿qué? —pregunté, porque no pensaba quedarme a dos velas con la pregunta—. ¿Para qué la historia del rescate?
—Hacías demasiadas preguntas —dijo levantando los hombros—. No me gusta que me pillen desprevenido. Querías una explicación y te di una.
—¡No lo pensó mucho!
—Cada uno hace lo que puede. No todo el mundo es tan listo como tú.
—Ah, ah —respondí—, usted es un graciosillo.
Luego se hizo el silencio. Sabía que tenía que aprovechar aquel momento especial para sacar en claro los máximos detalles, pues a pesar de mi ataque, R. parecía estar de buen humor, como si le gustara verme allí, en su cama, en su casa. Ya cuando veíamos
E. T.
comiendo palomitas, me había fijado en que sonreía, y tú sabes que eso es algo rarísimo. Me refiero a que era una sonrisa de verdad, no aquello forzado y cínico que me dirige cuando me pongo coñazo. Aquella era la sonrisa de una persona realmente feliz. Pero claro, todo lo que yo quería saber tenía que molestarle…
—¿Y cuánto tiempo me tendrá aquí? ¿Un año? ¿Mil años?
—El tiempo que haga falta —respondió, y aquello me puso terriblemente de los nervios.
—Pero ¿el tiempo que haga falta para qué?
Bajó la cabeza y empezó a juguetear con el anillo con la M que lleva en el dedo meñique. Me crucé de brazos y adopté la técnica del enfurruñamiento. Como nada cambiaba, al cabo de unos cuantos segundos volví a preguntar, más imperativa:
—¿Tiempo para qué?
—Para que me quieras.
—Pues entonces, la palmaré aquí.
Me volví y me puse las dos almohadas sobre la cabeza. ¡Que le quisiera! ¡Aquello sí era fuerte! ¡Imagínate! ¡Que le quisiera!
Me había dejado pasmada. No nos dijimos nada más, y al cabo de un momento oí que se levantaba, por los crujidos de la butaca tapizada; apagó la lámpara de la mesilla de noche.
—¡Encienda la luz! —ordené.
Lo hizo. Me incorporé y le miré otra vez.
—¿De quién es esta casa? ¿Usted es rico?
—No. Es de mi madre. La heredó de una tía lejana.
—¿Y por qué no vive aquí su madre si la casa es suya?
—Ha vivido aquí mucho tiempo, pero ahora le da miedo el aislamiento —explicó, recalcando la palabra «aislamiento»—. Prefiere la ciudad. Aquí es muy complicado para ella. Es vieja.
—¡Y lo bien que eso le va a usted! ¿O no? —exclamé, irónica—. Lo habría tenido mal para mantenerme encerrada de haber tenido siempre a la abuelita encima.
Vi que la mano de R. apretaba fuerte la culata del fusil, pero me importaba un pito porque el poder lo tenía yo.
—Yo me casaré con un hombre muy rico —dije para hacerle rabiar aunque no fuera verdad—.Tendrá un descapotable azul eléctrico y me llevará de vacaciones a unas islas increíbles donde tendremos un yate enorme como los de los famosos que salen en las revistas de su madre. ¡Comeremos montañas de caviar, me comprará vestidos muy caros y nos ducharemos con champán!
—¡Pues menudo tufo!
—Y a mí qué. Lo que quiero decir es que a usted no lo querré nunca.
—Lo sé. Estás enamorada de Stanislas.
—Exactamente. Estoy enamorada de Stanislas, y es para toda la vida.
—¡Anda que…! —saltó, satisfecho consigo mismo—. ¡Resulta que te gustan los viejos!
—Stanislas no es viejo: es un hombre maduro. Usted sí que es viejo.
Y me coloqué de nuevo las almohadas por encima de la cabeza. A mi espalda, suspiró, y ya no nos dijimos nada más. Hice como que dormía, pero claro, no pegué ojo en toda la noche, y él tampoco: de vez en cuando me daba la vuelta estilo «Me estiro mientras duermo» y entreabría un párpado para ver qué hacía R.: seguía allí, en su butaca, mirándome sin hacer nada más que mirarme. Mi cabeza iba a la velocidad de la luz, pues en realidad era algo increíble lo de saber OFICIALMENTE que no había rescate. Es cierto que me lo había imaginado, pero prefería seguir creyendo que era verdad, porque las otras razones que habrían podido empujar a R. a mantenerme encerrada en su sótano me daban canguis. Aquella noche pues no sabía qué pensar. «Mis intenciones son puras», me había dicho un día. ¡Y un huevo! Pero por otra parte es verdad: nunca tuvo malos gestos, ni siquiera ahora que casi parezco una mujer de verdad (además me suelta todos esos sermones como si fuera a meterme a monja). Nunca he entendido por qué lo hizo, me refiero a lo de secuestrarme. Creo que está tan solo en el mundo que lo que quería era una amiga y tenerla allí para cuando la necesitara y, mala suerte, le gusté yo… ¡Ya sabía yo que me quedaba chachi el impermeable rojo! Mierda, a veces me arrepiento de tener tanto estilo.
(Llaman. Vuelvo.)
16.13
R. tiene ciática: apuesto a que esperaba que le compadecería. Nos hemos peleado otra vez por las mismas cosas y, ya ves, acaba de irse dando un portazo, o sea que mi salida ha quedado anulada. Dice que no soy amable y que le culpabilizo todo el tiempo, cuando hace lo posible para que yo sea feliz. A lo que yo he respondido que nadie puede ser feliz doblado en una caja y que a veces preferiría estar muerta (lo que no es verdad, pero no soporta que se lo diga) antes que ver sujeta todos los días.
Eso es a lo que se le llama: nada nuevo bajo el sol (aunque aquí la expresión tenga un sentido especialmente relativo).
Bueno.
Al día siguiente de aquella noche, los dos teníamos unas ojeras increíbles, como si nos las hubieran pintado con tinta china. Cuando oí crujir la butaca hice como que aún dormía. R. salió de la habitación después de haber pasado la llave, luego volvió con una bandeja en la que traía mi desayuno. Como siempre, chocolate en un bol de plástico, dos rebanadas de pan con mantequilla y mermelada de arándanos (antes me la traía de albaricoque, hasta el día en que le dije que la prefería de arándanos) .
—¿Has dormido bien?
—¡Increíblemente bien! —dije para tirarme el rollo—. ¿Y usted?
Pero no se enfadó, acercó su mano a mi pelo. Lo acarició, como para peinarme. Sé que le gusta mucho mi pelo y veo cómo lo mira: según él, mis cabellos parecen «plumas de pájaro exótico». Nunca los había acariciado así; pero curiosamente no me molestó mucho.
—Es la primera vez que te veo al despertar…
—Sí, ¡y espero que sea la última! —respondí echándome hacia atrás para que apartara la mano—. Porque no tiene ninguna gracia que te apunten en la cabeza con un fusil mientras duermes, no sé si me explico.
Me pasó la bandeja y empecé a comer con ganas. Pareció que le gustaba: desde mi huelga de hambre, creo que siempre tiene miedo de que vuelva a las andadas. Pero incluso cuando estoy deprimida hago un esfuerzo, porque no quiero ponerme enferma. Para él sería un riesgo demasiado grande que me viera un médico, por ello sé que tengo que ir con mucho cuidado y no pillar algo grave. Cuando acabé la primera rebanada dije:
—¿No cree que podría usar una vajilla normal, ahora? No voy a decapitarlo con un trozo de plato.
—Esta vajilla está muy bien. El plástico es higiénico.
—Me da la impresión de ser un bebé.
—¡Eres un bebé! Mira cómo te comportas, todo el tiempo con caprichitos con esto caprichitos con lo otro.
Reflexioné un momento y después pregunté:
—Si usted tuviera elección…, si pudiera volver atrás…, ¿me volvería a escoger, o elegiría a una niña menos peñazo?
—Me gusta que seas peñazo —dijo con una sonrisa amable—. Demuestra que tienes carácter.
—¿No me cambiaría por otra?
—¡En la vida!
—Mierda —respondí—. ¡Me ha tocado!
Se puso a reír y luego dijo que en cuanto acabara el desayuno se ocuparía de las hormigas. Mojé el pan en el chocolate.
—Empiece, no hace falta que me espere. Por la mañana suelo comer despacio, si no mi barriga hace unos estragos catastróficos.
De repente cambió la mirada y su expresión me metió el miedo en el cuerpo. Comprendí que por su cabeza pasaba algo oscuro y dejé el pan en la bandeja.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—Con la que montaste ayer, no te puedo dejar aquí sin vigilancia. Podría ausentarme un par de horas.
—¿Y qué? De todas formas me encerrará. Me encantaría tener un libro. He visto algunos en el salón.
—Cómete el pan.
—Ya no tengo hambre.
Nos dirigimos una mala mirada, como en un duelo de cowboys. R. suspiró y sacó de la cómoda un fular y un rollo de cinta adhesiva.
—¿Cómo? ¡Supongo que no me atará!
—Me veo obligado a hacerlo, no es porque sí.
—¡No! ¡No puede hacerlo! ¡Eso es una guarrada! ¡No me puede atar!
Me levanté de la cama, volqué la bandeja y el chocolate salpicó la alfombra de piel de cordero. Eso le enojó: me cogió por detrás y en un santiamén me tapó la boca con la cinta adhesiva. Me debatí, pero R. es mucho más fuerte que yo y en unos segundos ya no pude decir nada. Gruñía con todas mis fuerzas a través de la mordaza.
—No quiero hacerte daño, Madison… Por favor, cálmate. Voy a atarte las manos, ¿vale? No me queda más remedio, porque te quitarías la cinta adhesiva. Si te pones nerviosa, puedo lastimarte, mientras que si estás tranquila todo irá como la seda, ¿entiendes?