Mientras tanto intentaba negociar con el dragón, que tenía un rostro increíblemente simétrico para ser un dragón. El monstruo no era muy feroz, pero tenía un antojo: que la princesa se enamorara de él (lo que, EVIDENTEMENTE, era imposible del todo, ya que ella quería a sir Stanley y le querría hasta el fin de sus días. Además, el dragón era muy viejo, como mínimo tenía dos mil años, y en la parte superior de la cabeza perdía escamas. Sir Stanley, en cambio, tenía un precioso pelo moreno que llevaba siempre a su aire, la tez pálida y delicada como la porcelana y una nariz larga, aguileña, que le daba aspecto de ave rapaz de gran majestad). La princesa se aburría mortalmente entre los muros de piedra y suspiraba por su familia y por su enamorado. Suspiraba también por ver el sol, por el aire puro, el color de la hierba, la suavidad del viento, pues nunca veía el exterior, ya que el dragón temía que intentara escapar. De todas formas, el castillo estaba rodeado por un terrible foso en el que nadaban unos cocodrilos imitantes cargados de explosivos, de modo que la princesa no podía tomar las de Villadiego. Digamos que el dragón estaba un poco paranoico.
Sir Stanley remoloneaba y la princesa estaba hasta el gorro de consumirse en la humedad del torreón. Y así pasó unos meses haciéndose la santita. A fuerza de portarse bien, se ganó la confianza del carcelero y consiguió permiso para pasearse por el castillo, eso sí, siempre con las puertas cerradas y las troneras atrancadas. El día en que cumplió doce años, el dragón le regaló un libro mágico con un montón de palabras fabulosas y un cuaderno en el que la muchacha podía explayarse; pero, con esto y todo, seguía languideciendo.
Llegó la Navidad. El año anterior, el dragón había hecho como si el nacimiento de Jesús no existiera, y la princesa, aislada del mundo, apenas se enteró de la festividad. Pero en esta ocasión parecía que el dragón había decidido celebrarlo y le preguntó qué le gustaría que le regalara.
—Salir —respondió ella—. Fuera.
Era lo que contestaba cada vez.
Pero contra todo pronóstico, el dragón aceptó, tal vez porque la princesa ya tenía un tono tan grisáceo que se le podía confundir con el muro del fondo. Prometió no gritar y mantenerse tranquila, y por la noche el dragón tomó la mano de la muchacha con su pata ganchuda para sacarla del torreón. Las troneras estaban sin atrancar y la princesa vio por primera vez una parte de lo que quedaba detrás de ellas. El dragón abrió una sólida puerta, bajó el puente levadizo y la princesa, totalmente histérica (aunque sin hacer ruido), por fin pudo sacar la nariz fuera.
Era la parte trasera del castillo. Allí había un jardín, como le había contado el dragón, aunque ella no le había creído. El jardín no era ni grande ni bonito: era más bien una especie de patio con un poco de hierba y unos grandes álamos como barricadas para disimular una reja que parecía muy tupida. El monstruo le había hablado de una encina centenaria que albergaba una cabaña para hacer cosquillas al cielo, aunque evidentemente aquello era una trola descomunal. Pero el descubrimiento de otra mentira resultó tan sorprendente que a la princesa le importó un pepino lo de que el árbol no existiera: el dragón siempre le había contado que el castillo estaba situado en un terreno remoto y desértico, lejos de cualquier civilización, cualquier pueblo y cualquier ser humano que hubiera podido rescatarla.
«¡Y un jamón!», pensó la princesa.
Se veían farolas, se oían calesas que pasaban por la calle y, al levantar la vista, vio tejados. El castillo estaba en medio de una aldea y, con cocodrilos imitantes o sin ellos, tenía VECINOS. La princesa se dio cuenta de que no estaba sola y estuvo a punto de desmayarse. Se recuperó, claro, no se cayó ni dijo esta boca es mía, pues el dragón ya parecía bastante molesto. Aquella noche de Navidad la muchacha comprendió por qué había tardado tanto en dejarla salir; de todas formas, de no haberlo hecho, la princesa habría muerto de tristeza, y él la quería demasiado para permitir que ocurriera algo así.
Con las piernas agarrotadas, se tumbó en la hierba y observó el cielo. Era un día superfrío, pero ella ardía por dentro. El cielo estaba muy claro, increíblemente majestuoso, con collares de diamantes colgados en la negrura, y el viento polar le picoteaba el rostro como una nube de erizos de mar. Se sentía tan feliz que le entraron ganas de llorar, pero no lloró: había demasiado oxígeno y las lágrimas no salían. El dragón se tumbó, torpe e inquieto, con su enorme esqueleto estremeciéndose junto a ella.
—¿Dónde está Catherine? —preguntó la princesa.
Catherine era un bebé dragón monísimo, el culpable de que hubiera subido a la calesa negra y se encontrara enclaustrada en el torreón, pero aquella era harina de otro costal. El dragón frunció las cejas con tanta vehemencia que le cayó un puñado de escamas de la frente.
—Se marchó —respondió el dragón con su potente voz—. La he buscado por todas partes pero no la he encontrado.
«¡Y un jamón bis!», pensó la princesa, pero por supuesto no lo dijo en voz alta. Supuso que había pedido prestada a Catherine a alguien tan solo para enternecerla, o bien que se trataba de un bebé dragón errante del que se había deshecho enseguida. Un bebé dragón tiene que comer, salir, uno tiene que ocuparse de él, y ya tenía suficiente trabajo con la princesa. Soltó un suspiro y de pronto sintió mucho frío. En su casa, en la época en la que jugaba a la pelota con sir Stanley junto al
mar, la
princesa también tenía un dragón pequeño. Pensó que ya sería muy mayor. Que quizá incluso sabía escupir fuego.
En fin…
Al cabo de un momento, consintió en volver al castillo porque estaba helada hasta el fondo del fondo de los huesos. Preguntó a la bestia si algún día podría ver de nuevo el sol y el color del cielo.
Una vez más, con su potente voz de dragón, él respondió:
—Tengo que pensarlo.
24 de diciembre, 18.12
Al traerme la comida al mediodía, R. precisó:
—Esta noche te recojo a las ocho.
Lo de la cita estilo galán ya me lo había hecho el día que cumplía trece años. Quería un cuaderno nuevo, ya que él había inmolado el Cuaderno Burbuja, pero se negó («Si es para seguir hablando mal de mí y contar marranadas, no vale la pena»). Resultado: le puse morros. Había comprado una comida deliciosa, paté de pato, brioches, fresas y un borracho con nata; pero, por más que me apeteciera, no toqué nada. Tampoco quise soplar las velas, y él se puso nervioso. En lugar de un cuaderno, me plantó un jersey cuello cisne deprimente, y también un sostén porque se había fijado en que desde hacía un tiempo lo necesitaba. Cuando me lo dio se puso rojo como una amapola, lo que resultaba tronchante, pero claro, me guardé la risa dentro y no solté prenda en toda la velada. (Resulta que cuando unos días después tuve la regla por primera vez, se me ocurrió que había puesto veneno en la comida para vengarse y que estaba a punto de tener una hemorragia interna catastrófica, sobre todo porque me retorcía de dolor como un gusano sanguinolento. En fin. De todas formas dos meses más tarde te tuve a ti. ¡Y hala! Otra victoria sacada del sombrero.)
De modo que es Navidad y R. vuelve con sus historias de galán. Pero resulta que estoy de buen humor.
De entrada, ayer, después de haberte dejado, me permitió salir al jardín. Hacía un día espléndido: el cielo estaba perfectamente azul de punta a punta, el sol era redondo y rojo… un espléndido día de esquí. el sol en una hamaca, con los ojos cerrados, imaginando ante mí las pistas de Peyregudes, la estación de los Pirineos donde papá me enseñó a practicar snow-board. Visualizaba la nieve, la cresta de las montañas, la gente con sus atavíos hidrófugos, los pequeños chalés de madera como miniaturas y los puestos de crepés. Con un pelín de esfuerzo, con solo la fuerza de la imaginación, ¡incluso olí la Nutella! Evidentemente sabía que R. estaba detrás de mí, como siempre dispuesto a saltar al menor movimiento, pero con todo fue una auténtica pasada. El trasteaba por allí con un rastrillo, ni siquiera le pregunté qué hacía, me importaba un bledo. Hacía siglos que no había tomado el aire en un día tan precioso y quería aprovecharlo al máximo. A eso se le llama: zanganear. Alguna vez, R. y yo arreglamos el jardín juntos o limpiamos el Volvo negro con la manguera, cosas de este tipo. Este verano me ha dejado salir un poco más de lo habitual, probablemente para que recupere fuerzas. Al principio le pregunté por qué no saltábamos sobre sus minas antipersonal y brincábamos tranquilos como un par de ardillas; me explicó que la reja de alrededor del jardín estaba electrificada, pero que las trampas mortales se encontraban junto a la casa, es decir, en la calle. Sin embargo, yo nunca he podido ir hasta allí. Ahora que sé que alguien puede oírme, a veces pienso en pedir socorro, o incluso en arriesgarme a atravesar la reja, porque me pregunto si no me está vendiendo la moto con su supuesta parafernalia militar. Pero siempre tiene el fusil en la mano: dice que si no me alcanza con las balas, irá a matar a mis padres, a Amélie, a Stanis las y a toda la gente a la que quiero en el mundo. Sé que a mí no me hará nada. Pero a los demás… Cuando le imagino a punto de disparar contra el cuerpo de mamá o la cara de Stanislas, me dan ganas de potar. Me recuerda las noticias que veíamos por cable cuando Papy estaba en algún país en guerra, como Chechenia o Costa de Marfil. Normalmente, no me dejaban verlas, pero cuando viajaba a algún lugar especialmente peligroso, en casa veías continuamente las emisiones de la LCI, y entonces no era tan fácil vivir con los ojos cerrados.
En fin.
De modo que he recuperado el color, tengo buen aspecto y esta mañana en el espejo me he visto guapa, lo que no suele pasar, aunque R. no pare de dirigirme cumplidos. Y a la hora del desayuno me ha dicho que el cartero acababa de traer mi paquete de Navidad. ¡Qué contenta estoy! ¡Imagínate! Espero no haberme equivocado de talla, porque no confío mucho en R. en lo de tomar medidas… tenías que haberle visto con la cinta métrica de modista: como gallina en corral ajeno. En fin, todo un detalle por su parte lo del pedido en la Redoute, pues soy consciente de que a pesar de las precauciones corría un riesgo. Ya sé que el mundo no se pasa el día buscándome, pero con su paranoia también podía haber dicho
NIET.
De modo que decidí ser complaciente y que estuviera contento. Me puse el vestido que le gusta, el de las floréenlas negras y los botones nacarados. Vamos a ver, no es que sea el peor: con las botas de india con flecos habría quedado súper (lástima que las botas de india con flecos son del 35). En cambio con los mocasines es un espanto, pero QUÉ IMPORTA: ¡dentro de dos horas me pondré las Converse!
¡ME LLAMO MADISON ETCHART Y VOY A RECUPERAR LA FORMA DE MADISON ETCHART!
Son las 19.42 en el bloque de goma rosa y los minutos van goteando, ¡goteando! Estoy harta de verlos gotear así, es como si cada uno durara horas y horas. Pero la espera es buena. Impaciencia, nada de miedo o aburrimiento como antes, al principio. Desde lo de las hormigas rojas, me aburro mucho menos. Después de mi etapa de santita, R. empezó a dejarme subir a la casa. Puedo ver la tele (nunca en directo, claro: graba cosas o me pone un DVD), he cogido libros de la biblioteca, y desde la noche que inspiró la «Historia de la chica que sentía las estrellas», saco la nariz fuera, aunque siempre bajo una fuerte vigilancia y no tan a menudo como quisiera, dos o tres veces al mes cuando me porto bien (es decir, cuando no le digo que preferiría palmarla antes que ver su jeta todos los días, por ejemplo). Pero cuento con la hora, el día, libros, bolis, un cuaderno y, dejando aparte las pesadillas que tengo a veces imaginando que R. mata con su gran fusil a toda la gente a quien yo quiero, casi podría decirse que llevo una vida normal.
«Casi.»
Es importante el significado de las palabras.
En el Bayonne-Montparnasse, estaba tan emocionado como deprimido me había sentido el año anterior en el Marseille-Lyon a la vuelta de Bandol. Había pasado unas vacaciones excelentes, pero al cabo de unas horas iba a ver a Louison y estrictamente nada en el mundo podía ser mejor que aquello. Aunque me hubieran prometido el gordo, los laureles o la vida eterna, no los habría cambiado por aquel reencuentro: amar a Yo misma era peor que hacer un pacto con el diablo.
A lo largo de las semanas, sus mensajes fueron cada vez más tórridos y se habría dicho que deseaba verme. En mi caso, su ausencia se había asemejado a un largo suplicio de paja ininterrumpida, cuyo primer síntoma había sido la angina con flemón.
Estábamos a 2 de septiembre y no era yo el primero que había tenido la buena idea de volver a París: ante la fila de viajeros, con la barriga oprimida entre maletas y prole, abandoné toda esperanza de encontrar un taxi y me metí en el metro. La atmósfera era irrespirable. Aquello olía a sobaco, y la bolsa que llevaba encima, que pesaba como un muerto, me rompía los hombros. El 18 de agosto, Louison había cumplido veintitrés años: le llevaba
Noir Tokyo,
el antepenúltimo libro de Capdevielle y el más interesante aparte de
Twist.
Dejando a un lado las imágenes en sí,
Noir Tokyo
era un objeto precioso de trescientas páginas, con una cubierta como de lámina de roca: en cierto modo le había conseguido la luna, pues el ejemplar estaba firmado y, si bien Capdevielle no era célebre, esperaba que apreciara el detalle. Si hubiera tenido el mundo, le habría regalado el mundo, hecho realidad sus sueños dorados, alcanzado para ella las estrellas polares y las Américas, ¡pero no era más que un libro! Llegué por fin, en un estado lamentable y sudando, y me desplomé.
Eran las seis, Louison pasaría a las siete.
Bajo la ducha admiré mi bronceado, los prominentes pectorales, los radiantes abdominales, desbordante de confianza en aquel soberbio efebo al que el agua caliente había despertado. Pasé un tiempo indeterminado frente al armario escogiendo una camisa, como si rayas o cuadros fueran sinónimos de vida o muerte. A las siete en punto estaba listo, reluciente como una patena y, sin conciencia alguna de lo grotesco que resultaba lo que iba a hacer, encendí el incienso, manipulé la luz y puse en la pletina un
best
de Harry Connick Jr.; luego la esperé, más nervioso que un crío en Nochebuena, alternando pitillos con caramelos mentolados. He aquí en lo que ella me había convertido: una nenaza. Pero los minutos pasaban como gasterópodos por la esfera de mi reloj, 19.10, 19.20, «Yo misma se retrasa porque ha resbalado con la bici». Bueno, me dije, algo hemos avanzado, por lo menos avisa, pero aquel puto armatoste… ¿nadie se lo podía haber robado? De la misma forma que maldije mis huesos por no haberla esposado al radiador la noche en que se iba, me habría pegado yo mismo hasta hartarme por no haber aprovechado una noche oscura para desguazar para siempre la puñetera bici.