Notas a Apocalipsis Now (14 page)

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Authors: Eleanor Coppola

Tags: #Historia, Referencia, Otros

BOOK: Notas a Apocalipsis Now
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He estado llorando en mi habitación, intentando no hacer ruido porque todas las ventanas están abiertas por el calor. Sólo quiero estar sola y enfrentarme a mi tristeza y superarla. Me sueno la nariz y quedan manchas negras en los pañuelos de papel. El viaje a Manila ha sido muy caluroso. Teníamos todos las ventanillas bajas y pasamos por dentro de nubarrones de gases y la densa humareda de los camiones y el tráfico. Cuando llegamos todos estábamos un poco mareados. Por la tarde, cuando volvíamos, había una puesta de sol de postal enmarcada por el vidrio trasero del coche. Anocheció y se puso a llover. Sofía no paraba de hablar. De vez en cuando decía «¿Verdad, mamá?» y yo le contestaba «¿Qué dijiste?» No podía evitar que mi mente volara lejos de su parloteo. Al final, creo que ya ni le contestaba, así que me dijo: «¿Te estás quedando dormida o qué?». Le contesté que sólo estaba pensando en mis mejores amigos, que están tan lejos, y que los echo de menos, y ella repuso: «¿Sabes qué, mamá? Podrías elegir a una persona de aquí y ser simpática con ella, y compartir cosas juntas y entonces podría ser tu amiga. ¿No es una buena idea?».

8 de septiembre, Pagsanjan

Francis se levantó a las cuatro de la madrugada y bajó a su estudio a escribir. Cerca de las seis entró en el dormitorio y me despertó. Acababa de descubrir por qué no había sido capaz de resolver el final del guión. Ya hace más de un año que se pelea con él, con distintos borradores del final. intentando dar con el idóneo. Dijo que acababa de comprender que el guión no tenía una solución sencilla. Igual que no hay una respuesta simple y correcta al porqué estuvimos en Vietnam. Cada vez que intentaba llevar el guión hacia una u otra dirección, se encontraba con una contradicción fundamental. porque la guerra es una contradicción. El ser humano contiene contradicciones. Sólo si admitimos la verdad sobre nosotros mismos, totalmente, podemos encontrar el punto de equilibrio entre las contradicciones, el amor y el odio, la paz y la violencia que existen dentro de nosotros.

Hemos hablado largo rato y ha empezado a hacerse tarde, así que me vestí. Tomamos café y nos fuimos al set. Eran las ocho y media y Marlon debía haber llegado a las ocho. El asistente de dirección decía: «¿Qué hacemos ahora? No hemos trabajado nunca con Brando. ¿Debemos mandar otro coche a buscarlo, o qué?». Francis dijo que probablemente los tres primeros días Marlon llegaría tarde.

Creo que Francis pensaba que Marlon se retrasaba porque todavía no tenía el papel definido con claridad en la cabeza. Al final, Marlon llegó cerca de las diez y él y Francis se metieron en su camarín de la casa flotante para hablarlo.

A la una de la tarde, la compañía decidió parar la producción y mandaron a casa al equipo y al reparto. Francis sigue allí dentro y son más de las siete de la tarde.

9 de septiembre, Pagsanjan

Los indios ifugao han venido a vivir al set y a participar en la película. El sábado pasado celebraron una fiesta. Los sacerdotes y ancianos de la tribu se reunieron en la casa de los primeros y cantaron. Yo quería filmar la ceremonia, así que su líder les pidió permiso de mi parte. Me dijeron que la condición para entrar era que no podría salir durante la primera serie de cánticos, que duró más de una hora. Subí por las empinadas escaleras con la cámara y dos focos portátiles. Larry me seguía con el grabador. Dentro había unos veinte hombres agachados, rodeando un centro de montoncitos secos de arroz. En medio había un bol de vino de arroz, un jarrón grande de cerámica sobresalía en un extremo y, en el otro, una corona de plumas sobre una tabla negra. La ceremonia empezó con el viejo sacerdote bebiendo un poco de vino del bol, que luego pasó a los otros en un cuenco hecho de cáscara de coco. Tenía un sabor cálido y afrutado, como si fuera una especie de sangría tibia, y parecía bastante fuerte. El sacerdote empezó a cantar y los otros lo siguieron. El sonido resultante era extraño. Me recordó un documental que vi una vez sobre las tribus primitivas de Nueva Guinea.

Los hombres iban, ataviados con taparrabos, y algunos vestían una camisa de estilo occidental. Otros usaban mantas tribales encima de los hombros. El líder estaba sentado cerca de mí. Estudió en Manila y su inglés es bastante deficiente. Me explicó que las canciones narraban la historia de una pareja. La historia empieza con los bebés en el útero materno y cuenta sus experiencias de la niñez y la adolescencia, de cómo se conocen y se casan, los acontecimientos de su vida común, sus hijos, el cultivo del arroz y su evolución hasta la vejez. Recitar todos los versos lleva unas doce horas. Aproximadamente cada quince minutos acababan cuatro largas estrofas y el sacerdote tomaba unos sorbos de vino, y luego seguían. Filmé los dos rollos de película que llevaba y luego me senté en el suelo, preparada para aguantar la monotonía hasta el momento de marcharme. Mientras estaba allí sentada, los cantos me parecían cada vez más hipnóticos, como si fueran una meditación. Era un sonido totalmente balsámico, no sentía ningunas ganas de marcharme. Y no era por efecto del vino, porque me había limitado sólo a probarlo para mantener la mente clara.

En un momento dado, el cántico decía «Coppola, Coppola, Coppola», una y otra vez. El líder me explicó que la canción siempre incluye el nombre del propietario de la casa donde se está cantando. Había perdido todo el sentido del tiempo lineal y simplemente me limitaba a estar allí, sin intentar colocar aquella experiencia en ningún rincón de la lógica ni conectada con el resto de los acontecimientos de mi vida. Me han ocurrido tantas cosas irracionales desde que estoy en Filipinas, que ya no intento ubicadas todas en un contexto lineal y razonable. Veo las cosas, las noto, como ocurre en los sueños. Aquí, el mundo de los sueños y el de la realidad tienen muchas cosas en común. La línea que los separa no es abrupta y definitiva. Y tampoco parece serlo para los ifugaos: ellos parecen tener una especie de equilibrio propio.

Algunos de los hombres se pasaban nueces de betel en pequeñas bolsas. Las masticaban y escupían por entre las tablillas del suelo. Me llegaba el sonido del escupitajo contra el barro. Las casas están construidas sobre pilares, a unos tres metros del suelo, y debajo viven los cerdos y las gallinas. De vez en cuando, el viejo sacerdote se levantaba, se dirigía a la puerta y bajaba la empinada escalerilla. Esa era la señal para que todos salieran. Fuera, algunos danzaban alrededor de un palo, al ritmo de un gong de hierro fundido. Los contemplé un rato y luego me marché a casa.

A la mañana siguiente regresé con Larry, cerca de las siete. Los sacerdotes habían estado cantando toda la noche y todavía seguían. Tomé algunas imágenes, pero hasta las diez no ocurrió prácticamente nada. Entonces salieron todos y se sentaron sobre una esterilla, bajo la casa. Al sol empezaba a hacer mucho calor. Yo intentaba encontrar un buen ángulo para la cámara a la sombra. De pronto, varios ifugaos agarraron un cerdo que merodeaba cerca de la casa y le ataron las patas. Los chillidos del cerdo eran sobrecogedores. Ataron cuatro cerdos más y los llevaron hasta un claro, a unos seis metros delante de los sacerdotes. Los chillidos eran tan fuertes que casi no se podía hablar. Los cánticos continuaban, y luego el sacerdote más anciano salió y se puso a bailar alrededor de los cerdos. Se supone que tiene unos ochenta años. Bailaba con gracia y energía. Tomó una copa de vino de arroz y dio varios sorbos, y luego salpicó con él al cerdo más grande mientras seguía bailando. Varios hombres salieron de debajo de la casa y se pusieron a danzar con movimientos oscilantes, como si fueran pájaros, alrededor de los cerdos. Luego se alejaban y recitaban unos versos más. Luego sacaron más pollos en jaulas de mimbre, y el viejo sacerdote escogió uno y se puso a bailar con él. Lo colocó sobre la espalda del cerdo más grande. El pollo no intentó escapar, y el líder me dijo que eso era un buen presagio. Dijo que a primera hora de la mañana el sacerdote había matado un pollo y había examinado su bilis. Los signos eran muy positivos, y por ello los sacerdotes estaban muy satisfechos. Decían que estos indios ifugaos volverían a viajar juntos, en el futuro, y que el trabajo que estaban haciendo sería visto por mucha gente en todo el mundo y que con él ganarían mucho dinero.

Las danzas y los cantos siguieron durante una hora más. De vez en cuando los cerdos cesaban de chillar, y a veces se lograba una sensación de paz; se oía sólo el sonido regular de los cánticos procedentes de debajo de la casa, y algún bailarín ocasional llevando a cabo algún aspecto del ritual. Al final apareció un bailarín con un cuchillo muy largo. Perforó el corazón del cerdo grande y puso un clavo en la incisión, para que no saliera sangre. Fue matando a los otros por orden de tamaño, de mayor a menor. Advertí lo silencioso que estaba, y me sorprendió 10 natural y poco escabroso que parecía todo el proceso. Varios hombres jóvenes juntaron ramas para encender una fogata. Uno a uno, fueron colocando a los cerdos sobre el fuego, colgados de cañas de bambú, y los fueron rasurando con un instrumento de madera. Dennis Hopper estaba cerca de mí. Me contó cómo mata cerdos en Nuevo México con una pistola calibre 22 y luego les pone espuma de afeitar y les afeita el pelo.

El cerdo grande fue llevado hasta la casa del sacerdote jefe. El resto de los hombres se encargó de trocear a los otros cerdos sobre la estera que había debajo de la casa. A los niños más pequeños les dieron las patas para que jugaran. Los distintos trozos de carne se distribuyeron por las casas, dependiendo de su rango dentro de la comunidad. Luego pusieron un gran caldero al fuego y unos cuantos trozos de carne a hervir.

El líder me dijo que también iban a matar un carabao para la celebración, así que decidí volver a casa para ver si Francis quería venir a verlo. Cuando llegué, Francis estaba abajo en su estudio, intentando escribir. Tenía el aire acondicionado al máximo, la máquina de escribir eléctrica zumbaba, pero él estaba recostado en el sofá, con la mente en blanco y sintiéndose muy desgraciado. Me acompañó hasta el set. El carabao estaba atado a un árbol cercano. De debajo de la casa se acercaron un par de sacerdotes y se pusieron a cantar a unos seis metros del carabao. Yo merodeaba por allí con mi cámara, intentando obtener una imagen de Francis, los sacerdotes y el carabao, todos en el mismo encuadre. De pronto oí un ajetreo detrás de mí y cuatro hombres empuñando cuchillos aparecieron corriendo y empezaron a aporrear el carabao. Era un animal grande, pero todo acabó en tres o cuatro minutos. A los niños que miraban les dieron la cola para jugar, retiraron las entrañas, y quedaba la carcasa, de la que un hombre recogía la sangre restante en un balde de plástico amarillo. El animal fue troceado y transportado hasta la sombra, debajo de la casa. Los niños pequeños le metían los dedos en la tráquea y jugaban a su alrededor.

Al poco rato sacaron varias bandejas de mimbre muy grandes llenas de arroz cocido y las pusieron en el suelo. Los niños se reunieron alrededor de una de ellas y las niñas y las mujeres mayores alrededor de la otra. Se empezaron a repartir trozos de cerdo cocido. La gente se agachó junto al arroz y empezó a comer con los dedos. Miré el reloj. Eran las tres de la tarde y me di cuenta de que estaba famélica. Tomé un trozo de carne del cerdo que se había cocido al fuego, no del hervido, y varias cucharadas de arroz. A pesar de no tener sal, sabía bastante bien. Había un ambiente alegre entre la gente que comía; quizás aquello fuera equivalente a una cena de Acción de Gracias.

Cuando Francis y yo nos preparábamos para irnos, el líder nos preguntó si queríamos hacerle el honor al sacerdote de aceptar la mejor parte del carabao, que generalmente se reserva para él: el corazón. Dijimos que sí, así que pusieron el corazón y varios trozos de lomo en una cuerda que iba goteando sangre. Le dimos las gracias y, a través de un traductor, nos dijo que deseaba sacarse una foto con Francis. Saqué una foto de los dos sacerdotes con Francis de pie.

Colocamos el corazón en una caja de cartón en el baúl y nos fuimos a casa. Le di un poco de carne a nuestra mucama filipina. La probó y no le gustó, así que la guardó en el congelador del casero.

Aquella noche Marlon ofreció una fiesta en el complejo en el que se aloja. Invitó a todo el reparto, al equipo y a los ifugaos. En total, cuatrocientas personas. Yo estaba fuera, en el césped, hablando con la esposa de Albert Hall y mirando con el rabillo del ojo a la mezcla de gente que hacía cola en las mesas de la comida. Después de la cena hubo algunas actuaciones de artistas de Manila que animaron la velada. Los ifugaos parecían indiferentes a los músicos y los acróbatas, pero se concentraron muchísimo cuando salió el mago al escenario. Tras las actuaciones, los de efectos especiales montaron un espectáculo de fuegos artificiales. Los ruidosos petardos que se elevaban por encima del lago fueron los favoritos de los ifugaos.

10 de septiembre, Pagsanjan

Llegó Mary Ellen Mark, ¡Dios mío, resulta agradable hablar con otra mujer! Me dijo que había traído un montón de revistas. Ella pensó que eso me pondría muy contenta. En realidad, nuestra larga conversación de esta mañana significó mucho más para mí que mil publicaciones recién salidas de la imprenta.

11 de septiembre, Pagsanjan

Estoy sentada sobre una bolsa de herramientas, escondida tras unas cajas en el muelle del reducto de Kurtz. Es la gran toma en que la lancha de patrulla se acerca y pasa a través de las hileras de canoas llenas de nativos cubiertos de barro blanco. Está empezando a llover. Los de maquillaje están reunidos, discutiendo sobre qué harán si la lluvia comienza a lavar el barro de los cuatrocientos extras. Cerca de aquí hay una radio encendida. El parloteo no cesa: «Más humo naranja, humareda naranja. Vietnamitas muertos, a sus puestos. Humo amarillo. ¡Filmando!». Yo sólo estoy sentada un rato, mientras Larry va a la camioneta a buscar más película.

14 de septiembre, Pagsanjan

Cuando llegué al set, cerca de las nueve de la noche, el equipo entero estaba esperando. Francis, Marlon y Marty estaban abajo, en la embarcación, hablando. El equipo llevaba esperando unas cuatro horas. El encargado de utilería tomó una caja de bombones de su camioneta y la fue pasando. Procedía de Estados Unidos. Los «besos de chocolate» que me tocaron tenían ese tono marrón desteñido que adquiere el chocolate cuando tiene unos meses. Sentados allí, en el húmedo set del templo, eso no parecía importarle a nadie. Al final, hacia las once, el asistente principal decidió interrumpir la sesión y todos nos fuimos a casa.

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