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Authors: Guillermo del Toro y Chuck Hogan

Tags: #Ciencia Ficción, Terror

Nocturna (25 page)

BOOK: Nocturna
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Esperó a que los niños se alejaran un poco antes de salir y coger la cadena metálica.

E
l capitán Redfern llevaba puesto un camisón. Estaba acostado en la cama rodeada de cortinas de plástico; tenía los labios abiertos en una especie de mueca y respiraba con dificultad. Sintió una molestia creciente cuando comenzó a oscurecer y le administraron un potente sedante para mantenerlo dormido durante varias horas, pues necesitaban que permaneciera inmóvil para hacerle varias resonancias magnéticas. Eph redujo la intensidad de la luz, y encendió su lámpara Luma para iluminar el cuello de Redfern, pues quería examinarle otra vez la cicatriz. Y ahora que el resto de las luces estaban difuminadas, observó algo nuevo. Un extraño movimiento en la piel de Redfern, o, más bien,
debajo
de la piel. Era como una soriasis subcutánea y jaspeada, una mancha justo debajo de la epidermis, de tonalidades negras y grises.

Acercó la lámpara para ver mejor y la parte sombreada reaccionó, moviéndose como si intentara evitar la luz.

Eph retrocedió y retiró la linterna. El capitán Redfern tenía una apariencia normal mientras no estuviera iluminado por la lámpara.

Eph se acercó de nuevo y le alumbró la cara. La carne jaspeada debajo de la piel formaba una especie de máscara. Era como un segundo ser envejecido y deforme asomando detrás del rostro del piloto. Una figura lúgubre, un demonio despierto en su interior mientras Redfern dormía. Eph acercó más la lámpara… y, de nuevo, la sombra interior se onduló, esbozando una especie de mueca y tratando de ocultarse.

Redfern abrió los ojos, como si la luz lo hubiera despertado. Eph dio un salto, impactado por lo que había visto. Al piloto le habían suministrado una dosis tan alta de secobarbital como para dormir a dos hombres. Redfern estaba demasiado sedado para recobrar la consciencia.

Tenía los ojos completamente abiertos y miró hacia el techo; parecía muy asustado. Eph retiró la linterna y se acercó a él.

—¿Capitán Redfern?

El piloto estaba moviendo los labios y Eph se acercó para escuchar lo que intentaba decir.

Sus labios resecos se movieron y dijo:

—Él está aquí.

—¿Quién está aquí, capitán?

Redfern daba la impresión de estar presenciando una escena horrible.

—El señor Sanguijuela —respondió.

V
arias horas después, Nora regresó y se encontró con Eph en la sala de espera del Departamento de Radiología. En las paredes del corredor había varios cuadros pintados por pacientes infantiles en señal de agradecimiento. Eph le contó lo que había visto debajo de la piel de Redfern.

—¿La luz negra de nuestras lámparas Luma no es una luz ultravioleta de bajo espectro? —preguntó Nora.

Eph asintió. Él también había estado pensando en el comentario del anciano que los abordó fuera de la morgue.

—Quiero verlo —dijo Nora.

—Redfern está en radiología —le informó Eph—. Tuvimos que suministrarle más sedantes para hacerle las resonancias magnéticas.

—Ya recibí las pruebas del avión. Del líquido que encontramos allí. Tenías razón. Hay rastros de amoniaco y fósforo… —dijo Nora.

—Lo sabía.

—Pero también encontraron residuos de ácido oxálico, úrico y de hierro. Y plasma.

—¿Qué?

—Plasma crudo. Y una gran cantidad de enzimas.

Eph se llevó la mano a la frente como si se estuviera tomando la temperatura.

—¿Cómo? ¿Enzimas digestivas?

—Sí. ¿En qué te hace pensar esto?

—En excrementos de aves o murciélagos. En guano. Pero ¿cómo…?

Nora negó con la cabeza, sintiéndose excitada e intrigada al mismo tiempo.

—Quienquiera, o lo que sea, que estuviera en ese avión… se pegó una cagada descomunal en la cabina.

Eph estaba pensando en eso cuando vio a un hombre vestido con bata que se apresuraba por el corredor y lo llamaba por su nombre. Era el técnico de las resonancias magnéticas.

—Doctor Goodweather, no sé lo que sucedió. Salí un momento a tomarme un café. Estuve menos de cinco minutos fuera.

—¿A qué se refiere? ¿Pasó algo?

—Su paciente… ya no está en el escáner.

J
im Kent estaba hablando por su teléfono móvil fuera de la tienda de regalos del primer piso.

—En estos momentos le están haciendo unos exámenes —le dijo a su interlocutor—. Su condición parece empeorar con rapidez, señor. Sí, deben entregar los resultados de los escáneres dentro de un par de horas. No, no sabemos nada de los demás sobrevivientes. Creí que usted quería recibir esta información. Sí, señor, estoy solo…

Se distrajo al ver a un hombre alto y pelirrojo, vestido con un camisón, que avanzaba con pasos inseguros por el corredor, y arrastraba la sonda que tenía conectada a su brazo. A menos que Jim estuviera equivocado, se trataba del capitán Redfern.

—Señor, yo… acaba de suceder algo… lo llamaré más tarde.

Colgó y se quitó el cable del oído, guardándolo en el bolsillo de su chaqueta y siguiendo al paciente, quien estaba a unos cuantos metros de distancia. El hombre se detuvo brevemente y giró la cabeza, como si hubiera visto que alguien lo seguía.

—¿Capitán Redfern? —le dijo Jim.

El paciente dobló por el pasillo y Jim lo siguió, pero al dar la vuelta descubrió que estaba vacío.

Jim miró los carteles de las puertas. Abrió una que decía
ESCALERAS
y vio los descansos angostos de cada piso, así como un tubo plástico de suero que descendía por las escaleras.

—¿Capitán Redfern? —lo llamó de nuevo, y el eco de su voz retumbó en las escaleras. Sacó su teléfono para llamar a Eph, pero la pantalla decía
SIN SERVICIO
. Abrió la puerta que daba a un corredor, y no vio que Redfern corría hacia él desde un costado, pues estaba distraído con el teléfono.

D
urante su búsqueda, Nora abrió la puerta de las escaleras y se encontró en un pasillo del sótano del hospital. Allí vio a Jim, sentado en el piso y apoyado contra la pared con las piernas estiradas. Tenía una expresión somnolienta.

El capitán Redfern estaba descalzo junto a él, de espaldas a Nora. Algo colgaba de su boca y derramaba sangre en el piso.

—¡Jim! —gritó ella, pero él no mostró ninguna reacción. Sin embargo, el capitán Redfern se puso rígido. Se giró hacia Nora, pero ella no alcanzó a ver lo que tenía en la boca. Quedó asombrada con el color de su piel, anteriormente pálida, y que ahora se veía vigorosa y sanguínea. La parte delantera de su camisón tenía manchas de sangre, al igual que sus labios. Lo primero que pensó es que estaba sufriendo algún tipo de ataque. Temió que se hubiera arrancado un pedazo de su propia lengua y estuviera tragando sangre.

Lo miró más de cerca y su diagnóstico se hizo más incierto. Las pupilas de Redfern estaban completamente negras, y la esclerótica roja, cuando debería estar blanca. Tenía la boca abierta en una mueca extraña, como si tuviera la mandíbula desencajada. Su cuerpo despedía un calor extremado, diferente a cualquier tipo de fiebre.

—Capitán Redfern —dijo ella, llamándolo una y otra vez, procurando sacarlo de su trance. Él avanzó hacia ella con una expresión de hambre rapaz en sus ojos vaporosos. Jim seguía inmóvil. Era obvio que Redfern se había vuelto violento, y Nora quiso tener un arma en la mano. Miró alrededor y sólo vio un teléfono de la red interna del hospital con el código de alerta 555.

Tomó el auricular de la pared, pero no había alcanzado a levantarlo cuando Redfern la lanzó al suelo. Nora se aferró al auricular, y el cable se desprendió de la pared. Redfern tenía la fuerza de un maniático. Se acercó a ella y le sostuvo fuertemente los brazos contra el piso brillante. El rostro de Redfern se contrajo y su garganta se estremeció; ella pensó que le iba a vomitar encima.

Nora estaba gritando cuando Eph cruzó la puerta como un rayo, golpeó a Redfern con todas sus fuerzas en el torso y lo derribó. Eph se enderezó y extendió una mano cautelosa para apaciguar a su paciente.

—Espere…

Redfern emitió un sonido sibilante. No como el de una serpiente, sino casi como si le saliera de la garganta. Comenzó a reírse con sus ojos negros, inexpresivos y vacíos. Utilizaba los mismos músculos faciales de la sonrisa, sólo que al abrir la boca parecía no querer volver a cerrarla.

Su mandíbula inferior se relajó, y algo carnoso y rosado que no era su lengua se asomó detrás de los labios. Era algo más largo, muscular y elástico, y se movía. Era como si se hubiera tragado un calamar vivo, y uno de sus tentáculos se agitara frenéticamente dentro de su boca.

Eph retrocedió. Agarró el soporte del suero para evitar que cayera y lo esgrimió en posición horizontal, a manera de arma, para mantener alejado a Redfern y a la cosa que tenía en la boca. Redfern le arrebató el estante de acero y sacó la cosa de su boca, que se extendía a dos metros de distancia, el mismo largo del soporte del suero. Eph la esquivó justo a tiempo. Escuchó el sonido producido por la punta del apéndice —tan angosto como un aguijón carnoso— al golpear la pared. Redfern lanzó el soporte al piso, partiéndolo en dos, y Eph cayó de espaldas dentro de uno de los cuartos que bordeaban el pasillo.

Redfern entró tras él, con una expresión hambrienta en sus ojos negros y rojos. Eph buscó desesperadamente algo con qué defenderse, pero sólo encontró un trépano sobre un estante. El instrumento quirúrgico tenía una cuchilla cilíndrica y giratoria, utilizada para abrir el cráneo durante las autopsias. Eph lo encendió, la cuchilla comenzó a girar y Redfern avanzó con su aguijón ligeramente retraído, aunque todavía afuera, con sus bolsas de carne palpitantes a los lados. Eph intentó cortárselo.

Falló, pero le arrancó un tajo del cuello. Comenzó a brotarle sangre blanca, igual a la que había visto en la morgue, aunque no manaba en la misma dirección de las arterias sino hacia delante. Eph soltó el trépano para impedir que las cuchillas lo salpicaran con el líquido. Redfern se llevó las manos al cuello, y Eph agarró un extintor de fuego, el objeto más pesado que pudo encontrar. Le dio tres golpes a Redfern, la cabeza de éste traqueó, y de su columna salió un crujido desarticulado y completamente horrible.

Redfern colapsó y su cuerpo se desplomó contra el piso. Eph soltó el tanque y retrocedió, horrorizado por lo que acababa de hacer.

Nora entró en el cuarto sosteniendo un pedazo del soporte, y vio a Redfern completamente desplomado. Soltó el arma y se abalanzó sobre Eph, quien la rodeó con sus brazos.

—¿Estás bien? —le preguntó él.

Ella asintió, y se tapó la boca con la mano. Señaló a Redfern, y Eph vio los gusanos saliendo de su cuello. Eran rojizos, como si estuvieran llenos de sangre, brotando como cucarachas que escapan de un cuarto cuando alguien enciende la luz. Eph y Nora se dirigieron hacia la puerta.

—¿Qué diablos acaba de suceder? —preguntó Eph.

Nora retiró la mano de la boca.

—El señor Sanguijuela… —dijo ella.

Escucharon un quejido en el corredor. Era Jim, y corrieron a ayudarle.

I
NTERLUDIO
III

Revuelta, 1943

E
l mes de agosto estaba terminando, y Abraham Setrakian, que estaba en un andamio reparando las vigas del techo, sintió el peso de la canícula con más fuerza que nunca. El sol lo estaba achicharrando, y todos los días eran iguales a ése. Y, por si fuera poco, había desarrollado una aversión por la noche —por su litera y los sueños de su hogar, que anteriormente habían sido su único respiro en medio de los horrores del campo de concentración—, y ahora era rehén de dos amos igualmente despiadados.

Sardu, la Cosa Oscura, realizaba sus incursiones a las barracas de Setrakian —y seguramente a las otras también—, dos veces por semana con el fin de alimentarse. Las muertes pasaban completamente desapercibidas a los ojos de los guardias y prisioneros por igual. Los guardias ucranianos declaraban las muertes como suicidios, lo que para las SS significaba tan sólo un cambio en los libros de registros.

En los meses posteriores a la primera visita de Sardu, Setrakian —obsesionado con la idea de derrotar a semejante demonio— reunió la mayor información posible sobre una antigua cripta romana, localizada en algún lugar del bosque cercano.

Tenía la certeza de que la Cosa se resguardaba allí, y que era desde donde salía cada noche para saciar su sed infame.

Si Setrakian llegó a entender esa sed, fue aquel día. Las cantimploras circulaban constantemente entre los prisioneros, aunque muchos de ellos fueron víctimas de la insolación. El foso ardiente estuvo bien alimentado ese día. Setrakian había logrado reunir lo que necesitaba: una vara de roble blanco y un pedazo de plata. Ese era el antiguo método para liquidar al
strigoi
, al vampiro. Durante varios días afiló el cabo para insertarle la punta de plata. El solo hecho de introducir esto subrepticiamente le tomó dos semanas, el plazo que se había fijado para ejecutar su plan. Si los guardias ucranianos llegaban a encontrar aquello, no cabía la menor duda de que lo tomarían por un arma.

La noche anterior, Sardu había entrado en el campo a una hora avanzada, más tarde de lo acostumbrado. Setrakian estaba acostado e inmóvil, esperando con paciencia a que la Cosa empezara a alimentarse de un rumano enfermo. Sintió asco y remordimiento, y pidió perdón, pero era una parte esencial de su plan, pues la criatura se había saciado a medias, y por lo tanto, estaba menos alerta.

La luz azul del amanecer se filtró por las ventanas pequeñas e irregulares del extremo oriental de la barraca. Era justo lo que Setrakian había estado esperando. Se pinchó el dedo índice, extrayendo una perla perfectamente roja de su carne enjuta. Sin embargo, no estaba preparado en absoluto para lo que sucedió a continuación.

Nunca había oído a la Cosa emitir sonido alguno, pues se alimentaba en completo silencio. Sin embargo, gruñó al sentir el olor de la sangre tierna de Setrakian, a quien el sonido le pareció semejante al de la madera seca cuando se resquebraja, o al del chisporroteo del agua en un desagüe obstruido.

La Cosa estuvo al lado de Setrakian en cuestión de segundos.

El joven movió cuidadosamente el brazo para coger la estaca, y sus miradas se cruzaron. Setrakian no pudo hacer otra cosa que permanecer inmóvil cuando se acercó a su cama.

La Cosa le sonrió.

—Hace mucho tiempo que no nos alimentábamos mirando el brillo de unos ojos vivos —dijo la Cosa—. Mucho tiempo…

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