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Authors: Guillermo del Toro y Chuck Hogan

Tags: #Ciencia Ficción, Terror

Nocturna (29 page)

BOOK: Nocturna
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Si sólo pudiera ver a su esposo y su rostro amable.

Ann-Marie se metió la mano en la blusa y sacó la llave que colgaba de un cordón. La introdujo en el candado y le dio vuelta hasta abrirlo, la armella separándose de la base gruesa de metal. Desanudó la cadena y la haló, dejándola caer sobre la hierba.

Las puertas se abrieron unos centímetros. El sol estaba en el cénit, y el cobertizo oscuro, salvo por la escasa luz que entraba por la pequeña ventana. Ella permaneció allí, intentando observar el interior.

—¿Ansel?

Vio una sombra moviéndose.

—Ansel… no puedes hacer tanto ruido de noche… El señor Otish, el vecino de enfrente, llamó a la policía, creyendo que eran los perros…

Estalló en llanto y pareció a un paso de derrumbarse.

—Yo… por poco le cuento lo tuyo. No sé qué hacer, Ansel. ¿Qué sería lo más apropiado? Me siento muy perdida. Por favor… te necesito…

Iba a entrar cuando un llanto semejante a un quejido la impactó. Ansel empujó las puertas y se abalanzó sobre ella. Sin embargo, la cadena amarrada a la estaca lo detuvo, sofocando un rugido animal en su garganta. Pero cuando las puertas se abrieron, ella vio —antes de gritar y de cerrar las puertas como dos persianas ante un huracán— a Ansel acurrucado en el suelo, desnudo y con el collar en el cuello, su boca ennegrecida y abierta. Se había arrancado casi todo el pelo, así como sus ropas, y su cuerpo pálido y estriado de venas azules estaba sucio a fuerza de dormir —y de esconderse— bajo la tierra, como una criatura muerta que hubiera cavado su propia tumba. Le enseñó los dientes manchados de sangre y desvió la mirada, molesto por el sol. Era un demonio. Ann-Marie pasó de nuevo la cadena por las manijas con las manos completamente temblorosas y cerró el candado. Luego se dio vuelta y corrió hacia su casa.

Calle Vestry, Tribeca

G
ABRIEL
B
OLÍVAR
se dirigió en su limusina al consultorio de su médico personal, situado en un edificio con garajes subterráneos. El doctor Ronald Box era el médico de cabecera de muchas celebridades del cine, la televisión y la música que vivían en Nueva York. No era un médico que se limitara a escribir recetas a diestro y siniestro, aunque era pródigo con su bolígrafo electrónico. Era un internista curtido, con una gran experiencia en centros de rehabilitación para drogadictos, tratamiento de enfermedades por transmisión sexual, hepatitis C y otras dolencias que aquejaban a los famosos.

Bolívar subió el ascensor en una silla de ruedas, cubierto apenas por una túnica negra, y encorvado como un anciano. Su cabello —antiguamente negro, largo y sedoso— estaba completamente reseco y despoblado. Se cubrió el rostro con las manos delgadas y casi artríticas para que no lo reconocieran. Tenía la garganta tan inflamada y áspera que casi no podía hablar.

El doctor Box le hizo pasar de inmediato y observó las imágenes que le habían enviado de la clínica por vía electrónica. Estaban acompañadas de las excusas del jefe clínico, quien sólo evaluó los resultados sin ver al paciente, prometiendo reparar las máquinas y realizar otra ronda de exámenes en uno o dos días. Pero después de mirar a Bolívar, el doctor Box concluyó que los equipos no estaban estropeados. Examinó a su paciente con el estetoscopio, lo auscultó y le pidió que respirara. Dejó el estetoscopio a un lado para mirarle la garganta, pero Bolívar se negó sin decir palabra, sus ojos negros y rojos denotando un fuerte dolor.

—¿Hace cuánto tienes esas lentes de contacto? —le preguntó el doctor Box. Bolívar apretó los labios emitiendo un gruñido y negó con la cabeza.

El doctor Box miró a un hombre que estaba en la puerta con uniforme de conductor. Elijah, el escolta de Bolívar —de un metro noventa y siete centímetros de estatura, y ciento dieciocho kilos de peso— parecía muy nervioso, y el doctor Box comenzó a asustarse. Le examinó las manos al ídolo del rock, que se veían envejecidas e irritadas, aunque no frágiles. Intentó mirarle los nódulos linfáticos debajo de la mandíbula, pero el dolor de Bolívar se lo impidió. La temperatura que le habían tomado en la clínica marcó ciento veintitrés grados centígrados, algo imposible para un ser humano, pero después de estar al lado de Bolívar y de sentir el calor que emanaba de él, el doctor Box supo que la lectura era correcta.

Retrocedió y le dijo:

—Gabriel, realmente no sé cómo decirte esto. Parece que tu cuerpo está invadido por neoplasmas malignos. Esto es cáncer. Veo carcinomas, sarcomas y linfomas, y han hecho una metástasis profunda. Hasta donde yo sé, no hay un antecedente médico para una condición tan extraña como ésta, pero voy a consultar con varios especialistas y patólogos.

Bolívar permaneció escuchando, la mirada ceñuda en sus ojos descoloridos.

—No sé qué puede ser, pero algo se ha apoderado de ti, y lo digo literalmente. Hasta donde puedo ver, tu corazón ha dejado de latir por sus propios medios, y parece que el cáncer ha tomado el control de este órgano. El cáncer está latiendo de forma autónoma, y lo mismo ocurre con tus pulmones, los cuales están siendo invadidos y… casi absorbidos, transformados, como si… —el doctor Box apenas se estaba percatando de aquello en ese instante—… como si estuvieras sufriendo una metamorfosis. En términos clínicos, se podría decir que estás muerto, y parece que el cáncer es lo que te mantiene con vida. No sé qué otra cosa decirte. Todos tus órganos están fallando, pero tu cáncer… bueno, tu cáncer va viento en popa.

Bolívar quedó atónito, con la mirada extraviada. El cuello le palpitaba ligeramente, como si intentara hablar, pero una obstrucción en su garganta se lo impedía.

—Debo internarte de inmediato en la clínica Sloan-Kettering —continuó el doctor Box—. Podemos hacerlo con un seudónimo o con un número falso de Seguridad Social. Es el mejor hospital para el cáncer en todo el país. Quiero que tu chófer te lleve allá ahora mismo…

Bolívar emitió un gruñido sordo que equivalía a un
no
rotundo. Puso las manos en los brazos de la silla y Elijah se acercó para sujetar las manijas mientras Bolívar se ponía de pie. Tardó un momento en equilibrarse y se desamarró la correa de la bata con sus manos llagadas.

Su pene flácido, ennegrecido y marchito, estaba a punto de desprenderse de su entrepierna como un higo enfermo de un árbol moribundo.

Bronxville

N
EEVA, LA NANA DE LOS
L
USS
, quien aún estaba muy nerviosa por los hechos ocurridos en las últimas veinticuatro horas, dejó a los niños al cuidado de su sobrina Emile mientras su hija Sebastiane la llevaba de regreso a Bronxville.

Había alimentado a Keene y a Audrey —su hermana de ocho años— con cereal en hojuelas y frutas que había sacado de la casa de los Luss antes de escapar.

Regresaba en busca de alimentos, pues a los niños no les gustaba la comida haitiana. Más importante aún, Neeva había olvidado sacar el Pulmicort de Keene, su medicamento para el asma. El niño estaba resollando y muy pálido.

El coche verde de la señora Guild estaba estacionado a la entrada, y Neeva sintió cierto alivio. Le dijo a su hija que la esperara en el auto, bajó, se estiró las enaguas y se dirigió a la puerta lateral con la llave en la mano. La alarma no estaba activada y la puerta se abrió sin producir sonido alguno. Neeva cruzó el cuarto de la ropa sucia perfectamente organizado con armarios empotrados, ganchos para los abrigos y piso con calefacción radiante —un cuarto que no conocía suciedad alguna—, y abrió las puertas de estilo francés para entrar en la cocina.

Parecía que nadie hubiera estado allí desde que ella se había marchado con los niños. Permaneció inmóvil y escuchó con suma atención, conteniendo el aliento durante tanto tiempo como pudo, antes de exhalar. Sin embargo, no escuchó nada.

—¿Hola? —dijo varias veces, preguntándose si la señora Guild, con quien tenía una relación especialmente silenciosa, pues sospechaba que la empleada doméstica era una racista disimulada, le respondería. Se preguntó si Joan, una abogada exitosa, aunque sin el menor instinto maternal, le contestaría, pero supo que ninguna de las dos lo haría.

Atravesó la isla central y dejó su bolso entre el fregadero y la encimera. Abrió la despensa y llenó furtivamente una bolsa de supermercado con galletas, jugos y palomitas de maíz, como si estuviera robando, atenta a cualquier sonido sospechoso.

Después de sacar el queso y una botella de yogur del refrigerador, vio el número del móvil del señor Luss, y la orden de llamarlo en una hoja al lado del teléfono de la cocina. Neeva sintió una gran incertidumbre. ¿Qué podría decirle?
Su esposa está enferma. No está bien. Me llevé a los niños
. No; en realidad, ella prácticamente no cruzaba palabra con el señor Luss. Había algo maligno en esa casa ostentosa, y su principal y único deber, como empleada y madre, era la seguridad de los niños.

Inspeccionó el armario que había encima del enfriador de vinos, pero la caja de Pulmicort estaba vacía, tal y como ella había temido. Tendría que bajar a la despensa del sótano. Se detuvo frente a las escaleras de caracol alfombradas y sacó un crucifijo negro de su bolso; bajó las escaleras con él. Llegó al sótano y notó que estaba muy oscuro para esa hora del día. Movió todos los interruptores del panel y permaneció atenta después de encender las luces.

Lo llamaban sótano, pero realmente era un piso adicional de la casa. Habían instalado un teatro en casa con sillas de cine y un carrito para las palomitas de maíz. También había un anaquel lleno de juguetes y juegos de mesa, así como un cuarto donde la señora Guild lavaba y planchaba la ropa. Había otro cuarto para la despensa, y una cava de vinos recientemente instalada con control de temperatura incorporado. Era de estilo europeo y de piso de tierra.

Las tuberías de la calefacción trepidaron como si alguien estuviera pateando la caldera —el sistema de la calefacción estaba oculto detrás de una puerta que ella no conocía— y Neeva se asustó tanto que por poco se golpea contra el techo. Regresó a las escaleras, pero recordó que Keene necesitaba el nebulizador.

Cruzó el sótano con determinación, y estaba entre dos de las sillas de cine forradas en cuero, a medio camino de la puerta plegable de la despensa, cuando notó algo amontonado contra las ventanas. Era por eso por lo que el sótano estaba tan oscuro: varios juguetes y cajas de cartón estaban apiladas contra la pared, tapando la pequeña ventana con ropa vieja y periódicos que obstruían el paso de la luz.

Neeva se preguntó quién habría hecho eso. Fue a la despensa y encontró el medicamento de Keene en el estante de mallas metálicas donde Joan guardaba sus vitaminas y tubos de Tums. Sacó dos bolsas largas que contenían las ampollas de plástico, y su prisa le impidió acordarse de los víveres. Salió apresurada sin cerrar la puerta.

Mientras recorría el sótano, observó que la puerta del cuarto de la lavandería estaba abierta. Nunca permanecía así, y era una prueba innegable del trastorno del orden habitual que Neeva había sentido de manera tan palpable en esa casa.

También notó manchas oscuras y grandes en la alfombra, tan espaciadas como huellas de pies, y observó que llegaban hasta la puerta de la cava de vinos que debía cruzar para subir las escaleras. Vio que la manija de la puerta estaba untada de tierra.

Neeva sintió un estremecimiento cuando se acercó a la puerta de la cava. Era una negrura sepulcral la que provenía de aquel cuarto con piso de tierra, una frialdad impersonal. Y sin embargo, en lugar de frialdad había una calidez contradictoria. Un calor que acechaba y hervía.

La manija de la puerta comenzó a moverse y ella corrió hacia las escaleras. Neeva, una mujer de cincuenta y tres años con problemas en las rodillas, pisoteó fuertemente los peldaños a medida que subía. Tropezó y se apoyó contra la pared, arrancando un poco de yeso al enterrar accidentalmente el crucifijo. Una sombra la seguía por las escaleras. Neeva gritó algo en criollo cuando llegó al primer piso iluminado por el sol, atravesó la cocina y cogió su bolso, tumbando la bolsa de plástico con los refrigerios y bebidas que rodaron por el suelo, pero estaba demasiado asustada para recogerlos.

Sebastiane salió del auto al ver que su madre salía corriendo y gritando de la casa.

—¡No! —gritó Neeva, haciéndole señas para que subiera de nuevo al coche. Corrió como si la estuvieran persiguiendo, pero realmente no había nadie detrás de ella. Sebastiane se tumbó alarmada en su asiento.

—¿Qué pasó, mamá?

—¡Arranca! —gritó Neeva, respirando agitadamente mientras miraba la puerta lateral con los ojos desorbitados.

—Mamá —le dijo Sebastiane al encender el coche—. Esto es un secuestro. Ella es abogada. ¿Llamaste a su esposo? Dijiste que lo harías.

Neeva abrió la palma de la mano; tenía sangre. Había apretado tanto el crucifijo que se había cortado; lo dejó caer al piso del auto.

Comisaría de policía 17,
Calle 51 Este, Manhattan

E
L VIEJO PROFESOR
se sentó en un extremo del banco, tan lejos como pudo del hombre que roncaba sin camisa y que acababa de hacer sus necesidades sin molestarse en preguntar por el sanitario de la celda, y mucho menos en bajarse los pantalones a la vista de todo el mundo.

—Setraykin… Setarkian… Setrainiak…

—Aquí —respondió él, levantándose y caminando hacia el policía que estaba a un lado de la puerta abierta. El oficial la cerró después de dejarlo salir.

—¿Me están dejando en libertad? —preguntó Setrakian.

—Eso creo. Tu hijo vino a recogerte.

—¿Mi hijo…?

S
etrakian guardó silencio y siguió al oficial hacia una sala de interrogatorios. El policía abrió la puerta y le hizo señas para que entrara.

Tardó un momento, justo lo que tardó la puerta en cerrarse, para reconocer que la persona que estaba al otro lado de la mesa era el doctor Ephraim Goodweather, del Centro para el Control y Prevención de Enfermedades. A su lado estaba la médica que lo había acompañado anteriormente. Setrakian sonrió agradecido por la artimaña, aunque no se sorprendió por su presencia.

—Así que ya se ha desatado —dijo Setrakian.

El doctor Goodweather tenía círculos oscuros debajo de los ojos, señales de fatiga y falta de sueño, y miraba al anciano de arriba abajo.

—Podemos sacarle de aquí si quiere. Pero primero necesito una explicación. Necesito información.

—Puedo responder a muchas de sus preguntas. Pero ya hemos perdido mucho tiempo. Debemos empezar ahora, en este instante, si queremos tener alguna posibilidad de contener esta cosa insidiosa.

BOOK: Nocturna
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