No sin mi hija 2 (23 page)

Read No sin mi hija 2 Online

Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

BOOK: No sin mi hija 2
6.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Cómo me las voy a arreglar sola, con otro bebé, para cuidar de los otros dos al mismo tiempo?

Para calmarla, su madre le respondía:

—Si necesitas un lugar para descansar, ven a casa; ya sabes que eres bienvenida. Tienes siempre la puerta abierta.

La palabra «divorcio» no fue pronunciada en esa conversación, pero Riaz pone el acento en el hecho de que la madre de Christy le aconsejaba abandonarlo. Como es la única persona de la familia que comprende bien el inglés, podía fácilmente interpretar la grabación a su gusto.

La esperanza de regresar a Estados Unidos con los niños se ha desvanecido, pues Riaz tiene en su poder los visados de salida, y no pueden abandonar Pakistán sin una autorización escrita por su parte, y autentificada. Él reivindica este poder en nombre de su propia versión de la ley islámica.

Al enterarse un poco más de la estructura social paquistaní, Christy comprende por qué Riaz secuestró a los niños, a los que, por lo demás, tan poco caso les hacía. Si hubiera vuelto a su casa sin ellos, habría perdido todo crédito. Frente a su familia, e incluso a sus socios, habría pasado por un inútil, un ser penoso.

A pesar de las costumbres tan diferentes de esta sociedad, una parte de la familia simpatiza abiertamente con Christy, más particularmente las mujeres. Y sobre todo Ambreen, que tiene veintitrés años y conoce bien el carácter de Riaz.

Nadie se atreve a enfrentarse con él directamente, pero los hermanos están cada vez más descontentos de sus maneras arrogantes y autoritarias en la dirección de los asuntos familiares, cuando, de hecho, son ellos los que se han ocupado de la casa desde hace años.

Ha sido para preservar la paz en la familia por lo que prácticamente se ha desterrado a Riaz al pueblo con Christy y los niños. Pero incluso así, se pelea continuamente con sus hermanos. Tarik y Fiaz reclaman las dos mejores parcelas, que se extienden a lo largo de la carretera principal. Para Riaz, esto es un imperdonable atentado a las tradiciones. En su calidad de hijo segundo, se considera con derecho a elegir uno de los lotes principales. La discusión se envenena, hasta el día en que Riaz coge un fusil y echa a su hermano Fiaz de la casa, persiguiéndole como un energúmeno. Christy trata de calmarle.

—¡Es tu hermano!

—¡Me importa poco! ¡Es una cuestión de dinero! ¡Se puede matar por dinero!

Riaz no es un tirano selectivo. En varias ocasiones Christy le ve atacar físicamente a diversos miembros de la familia. Un día, llega incluso a pegarle a su abuela, ¡de ochenta años de edad! Y mientras ocurre esta espantosa escena, el padre, víctima también de su hijo, gimotea:

—Más vale que no intervenga, podría irritarle.

Y Christy, incrédula, grita:

—¿Qué dice usted? ¿Irritarle? ¡Pero qué importa que eso le irrite!

Entre las tormentas conyugales, Christy debe adaptarse a las pequeñas costumbres de la vida cotidiana en Pakistán. Como ya no se la considera una turista, tiene que obedecer las reglas que siguen todas las mujeres. Un
chador
ha de cubrir su rostro durante las cinco plegarías cotidianas en familia, y también cada vez que sale de casa o que se presenta un visitante.

A veces el abuelo trae zanahorias o melones, con los que disfruta el pequeño John. Pero, excepto por algunos botes de comida para bebés que compra en el mercado negro y que la mayor parte de las veces están caducados, Riaz no va mucho de compras, y como Christy no tiene derecho a salir sola, debe contentarse, al igual que los niños, con pan y huevos. Y algunos días ni siquiera hay otra cosa que pan.

Aparecen llagas en la boca de los niños, y la suegra le reprocha a Christy que les cepilla demasiado los dientes: «¡Los cepillos de dientes son cosas sucias!»

Christy teme una carencia de vitamina C, pero Riaz guarda en un cajón las vitaminas masticables, afirmando que si los niños comen demasiadas de ellas, ¡van a perder el apetito!

En medio de todas estas privaciones, lo más difícil, para Christy, es la sensación de estar en prisión. La casa está cerrada por un pórtico metálico, y éste también tiene echado el cerrojo permanentemente. Ella no tiene derecho a pasearse por el sector, y menos aún de acercarse al pórtico. Cuando Riaz emprende uno de sus viajes tan frecuentes como inexplicables, deja las consignas más estrictas a los criados, que deben vigilar las llamadas telefónicas de su mujer y limitar sus desplazamientos. Y la obediencia de aquéllos es también absoluta. La tía aplica las mismas consignas; sin embargo, es una mujer cariñosa que le presta a Christy todo el apoyo moral de que es capaz. Cada vez que Christy tiene aspecto triste, le dice: «Mujer, regresa a América.»

Las raras salidas familiares les llevan al bazar de la ciudad de Fishur, para comprar helados. Riaz obliga a Christy a esperar en el coche. Ninguna posibilidad de escapar. Ella adora los helados, pero pronto llega a temer estas breves excursiones, pues le recuerdan demasiado hasta qué punto se encuentra lejos de su país, y de los helados de su país…

Las semanas pasan, Riaz permanece inflexible, y Christy se resigna a traer al mundo a su tercer hijo en Peshawar. Tiene miedo, teme un parto difícil y complicado. La embarga un presentimiento, la idea de que este niño fue concebido demasiado pronto después del nacimiento del último, la impresión de que no se mueve del mismo modo en su vientre: más suavemente, más difícilmente…

La tensión prenatal se agrava por las penosas tareas cotidianas, particularmente la colada. Cada cubo que hay que llevar provoca un dolor. Y también la comida salpimentada, que le va royendo el estómago, mientras Riaz no deja de repetir: «¡Estás en Pakistán! ¡Debes comer así!»

Queda muy lejos el tiempo del noviazgo alegre, donde posaban los dos vestidos de blanco en un parque florido de Peshawar. Como turistas.

El 15 de marzo, después de que Christy ha transportado ya ese día cinco cubos de agua, las contracciones comienzan brutalmente, tres semanas antes de lo previsto. El hospital nada tiene que ver con los que ella conoció en Estados Unidos. Higiene elemental, a veces inexistente. La sala de partos se compone de una mesa de madera desnuda y una decoración salida directamente de una ilustración de la Edad Media; se limitan a secarla simplemente después de cada paciente.

El médico que dirige el hospital deja a Christy en manos de dos comadronas jóvenes e inexpertas. Éstas comienzan por darle calmantes para atenuar los dolores de las contracciones y retrasar un parto prematuro. Luego, comprendiendo que eso es inútil, le administran medicamentos para acelerar las contracciones. Christy tiene la impresión de que su cuerpo es despedazado. Se siente en el infierno.

Cuando la cabeza del bebé no ha entrado aún en el cuello del útero, las comadronas proceden a una episiotomía. Cada vez que Christy grita de dolor, la riñen sin miramientos: «¡Vamos! ¡Todas las mujeres del mundo sufren!»

Riaz está en «viaje de negocios», pero su hermano mayor, Fiaz, pasa por el hospital. No entra en la sala de partos, pero Ambreen le dice: «He oído gritar a Christy varias veces; el médico la ha dejado sola con dos enfermeras…»

Fiaz, de rostro de ave rapaz y nariz aguileña, se lanza a la búsqueda del médico y le empuja casi a la sala de partos: «¡Ocúpese de ella!»

Christy no está muy segura de que esto sea buena cosa. No sabe si sentirse aliviada o preocupada cuando oye al médico reprender tan llanamente a sus ayudantes: «¡Estoy muy descontento de vuestro trabajo! ¡Este niño tiene necesidad de ayuda! ¡Estoy muy descontento!»

Después de ocho horas de trabajo, Eric nace con el fórceps. El médico declara que está bien de salud, pero Christy puede ver que es mucho más débil que sus hermanos. Sus movimientos son más fláccidos, y no llora.

Han pasado tres semanas, y al pequeño Eric le cuesta recuperar su peso de nacimiento. Christy lo lleva a casa de una prima de Riaz, Shabina, interna de medicina en Peshawar. La joven adivina un problema grave, y a su vez envía a Christy a su profesor de medicina.

El diagnóstico tarda cinco minutos: el niño tiene una delicada malformación cardíaca. En lugar de tener, como las personas normales, dos válvulas separadas, Eric sólo tiene una.

—Lo sospechaba, tenía la sensación de respirar por dos, él se ahogaba, y yo también… Sin embargo, en Estados Unidos, cuando me marché me dijeron que no había ningún problema…

—Era demasiado pronto, ¡hubiera sido necesaria una ecografía! Hay que operarle urgentemente, y el único lugar donde eso puede hacerse es en Estados Unidos. Allí la técnica es más avanzada; aquí no tenemos lo que hace falta. Y hay otra cosa…

—¿Qué? Por favor, ¿de qué se trata?

—En mi opinión, su hijo padece una forma benigna del síndrome de Down…

—¿Y qué es eso?

—Un retraso mental similar al mongolismo. Habrá de tener mucha paciencia… Pero —continúa—, por favor, no hable de ello a su familia; se negarían a mantenerlo con ellos. Si se enteran de que es retrasado, le dirán que es voluntad de Dios y que debe morir.

Christy guarda silencio, pues, sobre este nuevo tema de angustia, y no habla con Riaz más que del problema cardíaco del bebé. Pero, desconfiando, él mismo se dirige a casa del profesor a hacerse confirmar la noticia. Y, tal como Christy temía, declara fríamente:

—¡Me niego a ir a Michigan para la operación! ¡No puedo creer que no exista otro lugar del mundo donde la practiquen!

Convenientemente avisado de su carácter, el profesor habla severamente a Riaz:

—¿Qué clase de padre es usted? ¿Qué clase de hombre? Se preocupa por su hijo, ¿sí o no?

Frente a un hombre de estatus social tan elevado, Riaz se bate en retirada a regañadientes. ¡Y acepta volver a Estados Unidos con su mujer y sus hijos!

Inmediatamente, los padres de Christy envían billetes de avión para toda la familia. Excepto por su angustia ante el estado de Eric, Christy recobra el valor. Finalmente Riaz entra en razón. Se da cuenta de que los niños, al igual que ella, no tienen más que un deseo: volver. Una vez allí, el poder que ejerce sobre ellos caerá por sí mismo.

La víspera de la partida, cuando Christy prepara ya el equipaje, Riaz entra en la habitación:

—¿Qué vas a hacerme?

—¿Qué quieres decir?

—¡Dios está de tu lado! ¿Qué estás maquinando?

—¡Nada en absoluto! ¡No seas ridículo! Sabes que el bebé necesita cuidados, vamos a volver juntos. Eres su padre. ¿Cuál es el problema?

—No puedo marcharme ahora, tengo demasiadas cosas que hacer.

—¡Pero qué dices! ¡Si no trabajas!

—¡Hay cosas que no puedo dejar así como así!

—¿A qué te refieres? ¿Tienes miedo de volver a Detroit?

—¡No tengo miedo en absoluto, pero tengo cosas por terminar! ¿Sabes lo que me estás haciendo? ¡Estás arruinando mi vida!

—¡No es culpa mía si el pequeño está enfermo!

—¡Oh, no, es que Dios lo ha querido! ¡Es Dios quien te ayuda a irte de aquí!

Christy no responde y continúa arreglando las cosas de John y de Adam en una maleta. Riaz se acerca y comienza a retirar, vestido por vestido, todo lo que ella ha metido dentro.

—¿Pero qué te pasa?

—¡No te los llevarás contigo! ¡No te llevarás a mis hijos lejos de mí! ¡Me has amargado, has arruinado mi vida!

Se dirige hacia el pequeño John y lo coge brutalmente en sus brazos:

—¡Escúchame, tú! ¡No te irás con mamá!

John le mira con tal espanto que Christy le arranca al niño de los brazos y corre hacia el salón, donde aparentemente se celebra una reunión familiar. Todos bajan la cabeza y eluden su mirada. Ella se dice a sí misma: «Ya veo, se han sometido a él.» Finalmente el padre de Riaz levanta los ojos y habla:

—No debemos intervenir en los asuntos entre marido y mujer.

Christy se echa a llorar histéricamente, hasta quedar sofocada, y se desvanece. Cuando vuelve en sí, Mahreen, su cuñada más joven, está inclinada sobre ella:

—Christy, debes comprender. No podemos hacer nada. Nuestro corazón está contigo y con los niños. ¡Pero en cuanto nos ponemos a hablar con Riaz, se pone frenético!

Entonces, por primera vez, Christy estalla de rabia ante toda la familia:

—¡Ah! ¿Tenéis miedo de que él se encolerice?

Y empieza a lanzar violentamente las manzanas de un cesto en dirección a Riaz, aunque no intenta acertarle, pues ella también tiene miedo. Pero Riaz se ríe sentado en el suelo y, burlándose de ella, se dirige a la familia:

—¿Y vosotros tenéis miedo de
mi
carácter? ¡Mirad lo que
yo
tengo que soportar!

No hay manera de razonar con ese hombre, y Christy sabe que debe marcharse. Eric está tan débil que hay que alimentarle con el gota a gota. Pero esta necesidad imperiosa no consigue hacer más fácil el anuncio de la partida a los niños. John sólo tiene dos años, y llorará durante horas, en tanto que Adam ha cumplido un año hace sólo cuatro días…

En el momento en que Christy sube al coche que debe llevarla al aeropuerto de Karachi, Adam escapa de los brazos de su tía para lanzarse hacia su madre y agarrarse a ella, completamente atemorizado.

Riaz, siempre tan extraño, se interesa sólo por una cosa: los billetes de primera clase que los padres de Christy han tenido que reservar, pues todas las plazas económicas están ya tomadas. Y murmura: «Hubiera debido viajar yo también… ¡Me hubiese gustado viajar en primera!»

Un par de días más tarde, la idea le persigue todavía, ya que cuando Christy telefonea para anunciar la confirmación del diagnóstico de la enfermedad de Eric, Riaz ni siquiera escucha el informe médico, sino que se apresura a preguntar: «¿Cómo fue el viaje en primera clase?»

Por infantil que sea, esta pregunta es reveladora para Christy. Riaz echa de menos las comodidades de la vida americana. Este hombre es un verdadero enigma. Es demasiado egoísta para soportar el austero estilo de vida de Pakistán teniendo como única motivación el aferrarse a sus hijos o salvar su matrimonio.

Hay otra razón que le retiene allí. Algo de lo que siente miedo, que le impide venir a América. Eso es seguro, pero ¿de qué se trata?

Cuatro meses más tarde, en agosto de 1989, el pequeño Eric se recupera de la intervención cardíaca en el hospital infantil de la Universidad de Michigan. Ha sido un éxito, pero las intervenciones sucesivas le han debilitado. Como igualmente tiene necesidad de cuidados especiales, a causa del síndrome de Down, está fuera de cuestión regresar a Pakistán con él.

Other books

Long Sonata of the Dead by Andrew Taylor
Flying Horse by Bonnie Bryant
La Mano Del Caos by Margaret Weis, Tracy Hickman
Talk Sexy to the One You Love by Barbara Keesling
A Lover's Call by Claire Thompson
A dram of poison by Charlotte aut Armstrong, Internet Archive
The Golem of Hollywood by Jonathan Kellerman
Her Twisted Pleasures by Amelia James
Love and Language by Cheryl Dragon