La casa es grande, en efecto. Altos muros, altos techos, piezas espaciosas aunque casi vacías y mal conservadas. Paredes desnudas, alfombras infestadas de hormigas… Poco a poco la gran mansión se llena de gente. Primos, amigos… Parece que ha venido todo el barrio.
El segundo de ocho hijos, Riaz ocupa, si se le presta crédito, un lugar de honor en la familia. Ha sido desde siempre el más ambicioso de los hijos Khan. El más atrevido, aquel que ha salido de las estrechas fronteras de Peshawar para explorar el mundo. Adorado por su madre, una mujer apagada y sometida a su padre, un hombre delgado de rosto demacrado al cual tortura una úlcera de estómago, Riaz parece una especie de dios para ellos. Hasta su hermano mayor, Fiaz, le respeta, dice él. Porque ha viajado por todo mundo. Fiaz tiene una impresionante cara de halcón. Tarik, el tercer hermano, se parece a la madre. Todos son altos, uno noventa, uno ochenta… Y las estaturas van así reduciéndose, hasta el hermano más joven que apenas si le llega a los hombros a Christy. Una bonita familia.
—La casa está en plena renovación —explica Riaz—, voy a restaurar el vestíbulo. Es bueno que haya vuelto. Tengo la mentalidad moderna, y voy a ocuparme de todo eso.
La electricidad parece que funciona una vez de cada diez, el aire acondicionado también. Las moscas y los mosquitos pululan. No obstante, hay una pregunta que Christy se atreve a hacerle.
—Riaz, me has dicho que había muchos criados en tu casa, ¿verdad?
—Sí… Todos están a mi servicio.
—¿Podría alguno de ellos limpiar los servicios antes de utilizarlos nosotros?
—Ah… sí. Ya veremos. Ten, tómate este comprimido contra la malaria.
Excepto por los problemas de confort e higiene, Christy es acogida como un huésped de honor, en calidad de novia de Riaz. La tratan con consideración; tiene derecho a los mejores platos, la dejan ir adonde quiere, vestirse como desee… Pero Riaz, desde la primera mañana, desaparece, sin decir adonde va. Entonces Christy deambula por la casa, hasta que da con una de las hijas de la familia, la más abierta. Ambreen es dulce, tiene un rostro bíblico.
—Ambreen, ¿dónde está Riaz?
—¿No te ha dicho adónde iba? ¡Es espantoso! Un hombre no debe tratar así a su futura esposa; ¡es faltarle al respeto! Cuando vuelva, se lo diré.
Los días transcurren, y Riaz continúa regresando muy tarde por la noche. Llega, con flores en la mano, se excusa, la familia le sermonea, y él reconoce su culpa. Siempre tiene respuestas para todo: Ha encontrado a un viejo amigo, y no se ha dado cuenta de cómo pasaba el tiempo; no había visitado el país desde hacía tiempo… Christy ha de comprender, ¿no?
Ella comprende. Salvo que ella no puede, igual que él, pasearse por la ciudad; es demasiado peligroso para una mujer occidental sola. Es preciso que alguien la acompañe a través de estas calles donde uno no se cruza con ningún hombre que no lleve fusil. Todos van armados; es la costumbre, es necesario, ¡y el que saliera sin armas sería un loco!
Christy ha traído un libro,
Guerra y paz
. La familia se interesa por él; se apasiona también por todo lo que hable de América. Las fotos que tomó Christy de su propia familia, sus relatos, cómo se vive, se come, se duerme, allí… A cambio de estas informaciones, le ofrecen regalos, ropas paquistaníes. Y cuando quiere visitar el bazar, las hermanas de Riaz la acompañan a las tiendas de
souvenirs
.
«No podría vivir aquí fácilmente —piensa Christy—, pero esta gente es adorable.» Los observa, a las mujeres especialmente, cómo hacen la colada, amontonando a despecho del sentido común la ropa limpia encima de la sucia, cómo preparan la comida. No soporta su comida demasiado cargada de especias, pero se toman tantas molestias para ofrecerle los mejores platos…
Después de un mes, todos se cansan. Los anfitriones de hacer esfuerzos; la invitada, de platos salpimentados, de los mosquitos, de la suciedad. Está fatigada, tiene ganas de volverse a casa.
—Riaz, ¿vuelves conmigo?
—¿Cuándo te marchas?
—Mi visado caduca dentro de dos semanas… ¿Y bien?
—Sólo si te casas conmigo.
—Ya veremos. Regresemos primero a Estados Unidos.
—Yo no puedo, mi visado de estudiante ha expirado. No puedo renovarlo, he faltado a demasiadas clases; estaba harto.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—No quería que me tomaras por un gandul.
—Podías hablarme de ello. Llevo ya cinco años de estudio, y a veces yo también estoy harta…
—Si te vas, me moriré. ¡Cásate conmigo!
—Escucha, voy a volver a Estados Unidos, y voy a reflexionar. Habrá seguramente algún medio de que vengas conmigo…
—Despídete de mis amigos de allí. Si no les vuelvo a ver antes de morir, diles que les quiero…
Melodramático, deprimido, sombrío, Riaz carga las tintas. Pero está enamorado. Y, como sucede a menudo, pasa de la tristeza o el nerviosismo al entusiasmo:
—Nos casaremos algún día, de todos modos…
Al día siguiente, insiste:
—¿Por qué no ahora? ¿En qué cambia la cosa, hoy o más tarde?
—¡Pero yo soy cristiana!
—Bien, después celebraremos otra ceremonia en Estados Unidos. Al menos podríamos vivir juntos.
Christy se atormenta. ¿Qué será de los dos? Dejarle ahora, es duro, pero ella debe terminar sus estudios. ¿Casarse? En el fondo, ¿por qué no? Así él podrá reunirse con ella en Estados Unidos, y además una boda en Peshawar es algo exótico, no importa mucho…
—Bueno. Voy a reflexionar, pero es preciso que sepas una cosa: no quiero que vivamos aquí. Y nuestro hijo no crecerá aquí.
—¿Qué hijo? ¿Estás encinta?
—Creo que sí. Pero eso no debe tomarse en consideración. Ante todo, no estoy segura; he de ver a un médico en Estados Unidos. Además, no quiero casarme obligada por esto…
Christy es sincera. Niño o no, el matrimonio no es una obligación. Riaz tiene aspecto feliz. No se sirve de este argumento para influir más en ella.
—Debes elegir. ¡O te casas conmigo hoy, o te vas sin mí!
El imán ya está allí. No hay tiempo para echarse atrás, ni siquiera de cambiarse de ropa. Riaz, por su parte, está recién afeitado, con traje y corbata; lo ha previsto todo. La ceremonia tiene lugar en la casa.
Christy penetra en una habitación oscura. Rostros graves la rodean. Entre ellos, Hyatt, el tío de Riaz, que sustituye a su padre ausente. Hyatt es barbudo, inmenso, bastante amable. La madre de Riaz, envuelta en sus pantalones largos y sus chales superpuestos, tiene un aire severo. Hay también hombres desconocidos, cuya mirada no se cruza jamás con la de Christy.
Riaz le muestra una traducción del contrato de matrimonio en inglés. Nada especial. Ambreen pregunta:
—¿Vas a tomar un nombre islámico?
—No tengo intención de convertirme, ¡os lo he dicho ya!
—Pero te casas con nuestro hermano… Para nosotros, tú eres musulmana, es la costumbre.
Así pues, Christy se llamará Myriam en el certificado de matrimonio.
El imán no habla ni una palabra de inglés. Riaz se inclina y susurra a su novia:
—No tienes más que responder
Gi
.
Christy-Myriam Khan responde
Gi
a la pregunta «¿Quieres tomar a Riaz por esposo?». Y se acabó. La ceremonia ha durado tres minutos. Christy no tiene anillo.
—Ya te compraré joyas mañana…
Riaz estrecha manos, golpea la espalda de sus amigos, saluda a su tío.
—¿Adónde vas, Riaz? —le pregunta Christy.
—Voy a celebrarlo con mis amigos.
—¿Y yo?
—Ninguna mujer puede estar presente; es la tradición. ¡Ni siquiera tú! ¡Ya te traeré un pedazo de pollo!
Con su ropa de cada día, Christy ve partir a su marido y al imán. Pronto sólo quedan mujeres.
—Ambreen, dime, ¿siempre pasa así?
—No. Habitualmente se celebran grandes fiestas. Pero cuando vuelvas, lo haremos todo según la tradición. Habrá una gran ceremonia, será diferente, ya verás.
La noche de bodas tampoco transcurre como de costumbre. Christy la pasa sola. En medio del calor y la humedad, luchando contra los mosquitos, disgustada, incapaz de dormir, reflexiona en la situación. «En Estados Unidos será diferente. Ni hablar de dejarse arrastrar por los acontecimientos. Seré yo quien decidirá… pero, de momento, hay que tragar. Por otra-parte, no puedo ir a comprar mi billete de avión sin él… Entonces, me interesa hacer lo que él quiera. De lo contrario, no me llevaría.»
Al día siguiente, Riaz le tiende el trozo de pollo.
—¿Qué es eso?
—Soy tu marido, no debes rechazar lo que te ofrezco.
—Está picante… No puedo comer eso, ya lo sabes.
—Soy tu marido. Estás en nuestra casa, y entre nosotros, los platos son picantes. Come.
Las dos últimas semanas de vacaciones y aquel matrimonio poco comente se ven ensombrecidos por la nueva actitud de Riaz, que olvida ahora abrir las puertas, ofrecer flores, y envía a Christy con las mujeres cuando recibe a sus amigos. Y por algunas pequeñas insinuaciones inquietantes, también, de parte de una de las hermanas:
—¿No tienes miedo de él?
—¡Naturalmente que no! ¡Vaya idea!
—Tiene un carácter horroroso. Toda la familia le teme.
Luego, por parte de un primo:
—¿No te ha pegado nunca?
—¡No! Naturalmente. ¡Si me pegara, me marcharía en seguida!
La respuesta de Riaz parece lógica, cuando Christy le habla de ello:
—Eso no es grave; ya no me comprenden. He vivido demasiado tiempo lejos de ellos.
Llega el día de la marcha de Christy. Riaz debe ir a reunirse con ella tres meses más tarde. No se trata más que de una despedida provisional.
—¿Qué son esas ropas? Quiero que te vistas a la paquistaní.
—¿Por qué?
—Irás mejor para viajar. ¡Y no estés todo el tiempo preguntando por qué!
—Es mi carácter. No me gustan las disputas. Prefiero hacer preguntas y tratar de comprender.
Se ven interrumpidos por la llegada a Ambreen, a quien Riaz se dirige mostrándole unos zapatos:
—¿Cuáles debe llevar?
Esta vez, Christy está furiosa:
—¡Esto sólo me concierne a mí! Tomaré el avión con este vestido y me pondré los zapatos que me plazcan.
—¡No me respetas!
Ambreen interviene amablemente:
—No te enfades con ella… Anda, sal…
Y le explica a Christy lo esencial de la filosofía de las mujeres paquistaníes:
—Mira, es tu marido, aquí y ahora, en Pakistán. Nosotras las mujeres escuchamos al marido. Decimos «Sí… Sí…» y, en cuanto él ha vuelto la espalda, hacemos lo que queremos…
—Es ridículo llegar a eso…
Pero no es el momento de discutir. El taxi aguarda, el avión no aguardará. Christy se viste a la paquistaní, se pone los zapatos que le tiende Ambreen, y se marcha. En el aeropuerto, en cuanto Riaz se ha despedido de ella y le ha dado la espalda, se cambia.
Su madre la espera a la llegada:
—Tienes un aspecto extraño. ¿Te has casado con él?
—Sí.
—¿Hay algo más?
Las madres son terribles, adivinan las cosas más secretas.
—¿Estás encinta? ¿Te encuentras bien? ¿No te has fatigado con el vuelo?
No hay más preguntas. Los padres de Christy adivinan la situación, la aceptan sin expresar reproche alguno. La quieren.
Cuatro meses más tarde, el 24 de diciembre de 1986, Riaz viaja a Detroit. Es su primera Nochebuena juntos, y la primera vez que Riaz ve a su hijo Johnathan, recién nacido. El reencuentro es tierno y apasionado. Las disputas parecen olvidadas. Christy tiene la impresión de que Riaz le hace nuevamente la corte. En todo caso, la ama apasionadamente.
Alquilan una casa en Livonia, no muy lejos de la casa de los padres de Christy, y Riaz empieza a buscar un trabajo, que no encuentra en seguida.
—¡No te preocupes! La situación es sólo provisional, el tiempo de poner en marcha mi negocio de alfombras orientales.
Riaz es un padre atento y afectuoso. Los primeros meses transcurren apaciblemente, sin ningún incidente. Pero hay un detalle tonto que molesta a Christy: Riaz le dice a todo el mundo que tiene cinco años más de los que tiene realmente, y miente a su familia de Pakistán contando que es propietario de una estación de servicio, ¡cuando de hecho lo único que espera es encontrar trabajo en una de ellas por la noche!
—¿Por qué les mientes?
—Si les dijera la verdad, no volverían a respetarme.
El respeto es una cosa que le atormenta, pues le pregunta regularmente a Christy:
—¿Tú me respetas?
—Naturalmente. Si trabajas duro, lo que hagas 110 le concierne a nadie.
Pero Riaz nunca está contento. Y poco a poco, el matrimonio se va deslizando por la pendiente. A pesar de los giros que envía su padre (un cheque de diez mil dólares llega un día de Peshawar), la empresa de alfombras de Riaz no llega nunca a nacer. Nadie quiere alquilarle un local, y él se queja de los prejuicios contra los extranjeros. Falta constantemente dinero, lo cual obliga a Christy a volver a trabajar de secretaria en un bufete de abogados, cuando John apenas tiene unos meses. Y cuando Riaz se abandona.
Ahora, se desinteresa del bebé y ya no ayuda a su mujer en las tareas domésticas. Lo encuentra degradante. El ambiente se enrarece. Christy es por naturaleza más bien complaciente. «Demasiado complaciente», pensará ella más tarde, mordiéndose las uñas.
Sin embargo, se rebela ante el preocupante sesgo que toman sus relaciones. Continuamente obsesionado por la falta de dinero, Riaz no se priva, sin embargo, de comprarse ropa en las tiendas más caras, de cenar —sin Christy— en los restaurantes elegantes, y de pasearse por la ciudad en coches de alquiler de último modelo, supuestamente alquilados por «amigos». Un día regresa a casa con un nuevo anillo de oro; los lleva ya en varios dedos. Regalo de la familia, dice.
Christy ignora por completo la procedencia de este dinero. Riaz tiene una cuenta bancaria separada que le sirve para pagar los comestibles y la gasolina del coche, Christy, por su parte, carga con el alquiler y todo lo demás. Su trabajo y el bebé la agotan.
—Si tu familia te envía dinero, haz que nosotros nos beneficiemos, ¡en lugar de gastártelo en joyas! ¡El bebé y yo tenemos necesidad de comer y de vestirnos!
Christy se queja regularmente por teléfono de no recibir ayuda, y Riaz le tiene horror a eso. Le falta al respeto, la amenaza, y luego se excusa: