Durante aquella primavera, Christy menciona ante sus compañeros del bufete la posibilidad de un viaje a Pakistán, y varias mujeres se muestran inquietas. Han leído recientemente
No sin mi hija
y la historia les ha turbado. Una de ellas le pregunta a Christy:
—¿Jamás se ha llevado a los hijos sin ti, espero?
Entonces ella esboza un retrato de Riaz, y habla de su indiferencia para con los hijos, sobre todo en los últimos tiempos. Imaginarle como secuestrador es imposible. ¿Cómo podría él raptar a un niño cuando es incapaz de cambiar un pañal?
—No… Tranquilizaos. Jamás se ha llevado a los niños sin mí.
Riaz no abandona su propósito de partir el marzo siguiente, pero durante una temporada se instala una paz relativa. En septiembre vence el contrato de alquiler, y el propietario del apartamento llama a Christy a su despacho y le pide que vaya a firmar el nuevo contrato. Christy se entera entonces de que Riaz ha pedido un nuevo sistema de pago mensual, ¡afirmando que su familia ha de mudarse en diciembre!
Desconcertada, Christy telefonea a su marido:
—¿Tú has dicho que nos íbamos en diciembre? ¿Adónde?
—¡No lo ha entendido! No he pedido más que una modificación a partir de diciembre… para pagar cada mes, ¡eso es todo! ¡Es para administrar mejor el presupuesto!
El miércoles 28 de diciembre de 1988, en un día glacial como los que abundan en Michigan, Riaz llama a Christy a su oficina, al mediodía. Ella no se siente muy bien aquel día; se ha resfriado y tiene intención de volver temprano a casa. Riaz, con un tono completamente inusual en él, le aconseja que no haga nada:
—Tómate un día de reposo mañana; todo irá mejor cuando estés en casa. No tendrás nada más que hacer que descansar.
Hacia las seis de la tarde, ella llega finalmente a su casa, tosiendo y agotada, y encuentra el apartamento desierto. Y un mensaje en la puerta de entrada: «Querida, nos vamos a Holly. Son las tres de la tarde. Estaremos de regreso antes de las seis y media. Vamos a ver a un amigo, el doctor S. No te preocupes, estaremos de vuelta a esa hora. Te quiero.»
Holly es una ciudad que dista unos ochenta kilómetros. Christy está contrariada, descontenta de esta ruptura en el hábito de los niños. Últimamente Riaz se muestra otra vez perturbado, es muy capaz de llevarse a uno de los niños y olvidarlo en alguna parte. Llama a la guardería infantil, donde le confirman que Riaz ha ido a recoger a John y Adam. Christy se echa en el diván y aguarda. Está agotada. Este tercer embarazo no se parece a los otros; a veces cree que el bebé está tan cansado como ella, y que, entre los dos, apenas tienen fuerza. Tres niños tan seguidos, el trabajo, las preocupaciones con Riaz… Duerme poco. Volverá, nunca llega a la hora, pero volverá…
A las nueve de la noche está hecha un manojo de nervios. ¿Y si Riaz dejó a sus hijos con desconocidos para irse a beber tranquilamente? ¿Y si alguien se había apoderado de los niños mientras él no los vigilaba? John tiene apenas dos años. Adam, ocho meses. Son tan vulnerables y tan pequeños… Los secuestros de bebés son tan frecuentes…
A medianoche está presa del pánico, fuera de sí, y sus pensamientos giran enloquecidamente en torno de dos posibilidades: o Riaz ha tenido un accidente de automóvil, o se ha emborrachado estúpidamente y pasa la noche en Holly, en casa de su amigo.
Finalmente, Christy corre a casa de sus padres. Su madre está convencida de que Riaz está borracho y no puede telefonear.
Christy llama a la policía:
—Hay que esperar veinticuatro horas, señora. Es el plazo legal. Venga usted mañana por la mañana.
Muy temprano, al día siguiente, Christy y su padre se dirigen a la comisaría de policía. Allí les recibe un sargento huraño, fornido, de unos cincuenta años:
—¿Nombre?
—Christy Khan.
—¿Su marido es extranjero?
—Paquistaní.
—¿Quizá se ha llevado a sus hijos a Pakistán?
—¡Oh, no! Sería incapaz de ocuparse de ellos. No se ha llevado nada. Los niños son demasiado pequeños… ¡Es imposible!
—¿No ha pensado usted en ello?
—No. Sinceramente no… Le conozco…
—Ya he visto a otras como usted, que creían conocer a su marido…
De todas las hipótesis, ésta es la más horrorosa. Pero un viaje así, con un bebé de ocho meses, sería el peor de los infiernos para un hombre como Riaz… Además, esta hipótesis no es lógica. No solamente no falta nada en el apartamento, ni juguetes ni mudas, sino que últimamente Riaz hacía esfuerzos por comportarse debidamente… La llevaba todos los días en coche al bufete, intentaba respetar una especie de rutina en las relaciones familiares…
Presas del pánico, Christy y su padre recorren cada carretera que conduce del apartamento de Christy a Holly, en busca de un vehículo accidentado o abandonado. Christy siente que se vuelve loca, y teme encontrar lo que busca, así como lo contrario.
Aquella misma noche, tras haber agotado todas las posibilidades, llama al FBI. Le responden que Riaz tiene absoluta libertad de movimientos.
—Mientras estén ustedes casados, él tiene los mismos derechos que usted sobre los niños: no se le puede impedir que se los lleve. Si le interceptamos en el aeropuerto, todo lo que podemos hacer es pedirle que telefonee a su casa. No podemos retenerlo.
El agente del FBI remite a Christy a una línea directa con la Oficina Federal de Chicago. Allí le informan de que efectivamente unos pasaportes americanos fueron expedidos a nombre de los dos niños a Riaz por intermedio de un apartado de correos. El pasaporte de Adam fue enviado el mes anterior. Pero Riaz mandó hacer el de John en julio de 1987, el mes en que su relación matrimonial estaba en el punto más bajo, es decir, cuando la golpeó por primera vez.
El secuestro no es más que hipotético; por ello, los empleados del aeropuerto de Detroit se niegan a entregar la lista de pasajeros para Pakistán. Esta espera temible dura hasta las nueve de la noche, hora en que Riaz llama desde Karachi, la mayor ciudad de Pakistán:
—Ya he llegado, ¡voy a tomar el tren a Peshawar con los niños!
—Pero… ¡Estás loco! ¡Me has mentido! ¡Los has secuestrado!
Él farfulla, se excusa lamentablemente, como siempre, ignorando los llantos de Christy:
—Estoy desolado, lo siento, espera, espera, no… No te he quitado los niños. He reservado un billete para ti también, querida. Está en el cofre de cedro del comedor… Ven… Confía en mí, todo irá mejor aquí.
—¿Qué quiere decir que «todo irá mejor»?
—Aquí tengo dinero, no tendrás necesidad de trabajar.
Luego Riaz le pasa el teléfono a John. El pequeño está completamente desorientado; no tiene costumbre de pasar tanto tiempo con su padre. La vocecita suplica:
—Quiero que estés conmigo, mamá. ¿Cuándo vienes?
Christy hace un esfuerzo terrible para que el pánico no se refleje en su voz:
—Muy pronto, cariño mío; cuida de tu hermanito hasta que yo llegue. ¿Has comprendido? Manía irá, no tengas miedo.
Ahora que conoce la verdad, Christy está abrumada. Riaz ha confundido endemoniadamente las pistas. Ni siquiera durante sus crisis de rabia la había amenazado con quitarle los niños, una amenaza que, él lo sabía, hubiera afectado a Christy en lo más profundo. Y la habría llevado al divorcio. Su comportamiento calculador y frío, todas aquellas mentiras, todas aquellas mezquindades, hacen el episodio más desagradable todavía.
Christy telefonea a la familia de Peshawar, y encuentra a Tarik, el hermano mayor.
—Me ha pedido que vaya a buscarle a la estación, pero no dijo que traía a los niños. ¿Dónde estás? ¿Por qué no has venido con él?
—Estoy enferma y embarazada, y tengo miedo de que el embarazo vaya mal. Él se los ha llevado sin decírmelo, Tarik, ¡los ha secuestrado!
—¡Riaz está completamente loco! ¡Qué idiota! No te preocupes, Christy, no te preocupes. ¡Te devolveremos los niños!
¿«No te preocupes»? ¡No podrá hacer otra cosa que preocuparse hasta que no tenga a sus dos bebés en los brazos!
Christy pide vacaciones sin sueldo, hace una reserva en el próximo vuelo para Karachi y toma la precaución de hacerse un chequeo en el hospital, todo ello en veinticuatro horas. Fatigada, debilitada, tiene una molesta bronquitis y una neumonía en perspectiva…
El vuelo es suspendido a causa del mal tiempo, y Christy tiene que esperar varios días antes de conseguir otra plaza de avión. Mientras, se entera de que Riaz se ha apoderado de los dos mil dólares que ella había ahorrado, y también de que ha gastado de su cuenta conjunta diez mil dólares. Y, algo que sólo sabrá más tarde, ha utilizado además una docena de tarjetas de crédito que estaban a nombre de ella, dejando en cada cuenta una deuda importante.
Finalmente, el 6 de enero de 1989, Christy despega. El vuelo dura veintiséis horas, con escalas en Fráncfort y Estambul. Ella no deja de toser durante todo el viaje. Al llegar, a la una de la madrugada, en medio del fresco y la humedad de Islamabad, la capital paquistaní, está completamente agotada y exhausta. Pero, una vez pasada la aduana, se olvida de su cansancio, pues Riaz está ante ella, a la defensiva y ya encolerizado. ¡Pero sin los niños!
—¿Dónde están? ¿Qué has hecho con John y Adam?
—Están en el hotel; he tomado una habitación. ¡No te exaltes!
¿No exaltarse? Christy siente ganas de darle una bofetada. ¡Algo que debió haber recibido abundantemente en su infancia, en vez de ser mimado por su familia!
Son las dos de la madrugada. El hotel es lastimoso; probablemente data de principios de siglo. Un viejo diván, un servicio sin puerta, un agujero en el suelo, y un lavabo sin fondo. Y al otro lado de un medio tabique, dos camas gemelas y una lámpara.
Ambreen está allí. John está adormilado en una de las camas, y el pequeño Adam en la otra, donde duerme con Ambreen. Christy se inclina sobre John; el pequeño abre los ojos, sus inmensos ojos pardos; nunca le han parecido tan grandes a Christy, y tampoco tan apagados, tan vacíos y de mirada muerta.
—John, cariño, soy mamá…
En cuanto reconoce a su madre, la mira como si fuera una aparición, un sueño, y dice dulcemente:
—Mamá, te dije que vinieras, y no has venido.
Luego vuelve a cerrar los ojos, para despertarse unos minutos más tarde, saltar de la cama y posar su cabecita sobre las rodillas de su madre. Es entonces cuando Christy observa las finas grietas en las manos y los pies de John, minúsculas magulladuras, primeros síntomas de deshidratación. Adam, dormido todavía, tiene un aspecto enfermo, enflaquecido. Después de menos de dos semanas, los dos pequeños presentan signos de negligencia evidentes. El pañal de Adam está empapado, y cuando le echa sobre la cama para cambiarle, Christy pega un respingo; ¡la criatura tiene las nalgas cubiertas de enormes ampollas! Las fricciona con una pomada, y el niño se pone a gritar de dolor. Debió de rehusar la leche de búfala, demasiado fuerte y espesa para él y a nadie se le ocurrió darle zumo de frutas, por lo que se ha deshidratado completamente.
—¡Es una vergüenza, Riaz! ¿Y tú no has hecho nada?
—Lo he llevado al hospital, le han puesto un gota a gota, en las manos y en los pies. ¿Qué más querías que hiciera?
Christy ha traído los dos juguetes favoritos de John, un cocodrilo de goma y un oso de felpa. El pequeño no tiene nada con qué jugar desde que Riaz lo trajo. Acurrucado contra sus pequeños tesoros, cae nuevamente en el sueño.
La falta de interés de Riaz por sus hijos no tiene nada de asombroso para Christy, ni el hecho —como se entera más tarde— de que la familia haya jugado a pasarse su responsabilidad. Pero está consternada ante la indiferencia de su marido por el sufrimiento de sus hijos. Eso la encoleriza más que nada, una cólera negra que no se toma el trabajo de disimular.
—¡No olvides que estamos en Pakistán! —exclama él—. ¡No puedes desobedecerme! ¡No debes hablarme así!
Después de un día en la capital, Riaz lleva a su familia a un pueblo cercano a la ciudad de Fishur.
—Tengo una casa nueva allí; cada vez que un hijo se casa, le regalan una.
—Quieres encerrarme, ¿verdad? ¿Que todo el mundo pueda vigilarme?
—¡Estás en Pakistán! ¡Tienes que vivir como yo disponga!
El pueblo es grande, los colonos viven en él en casas de cemento rodeadas de marismas. Algunas cabañas para los obreros pobres, los refugiados, que trabajan en los campos. Nada de muros que rodeen el recinto, no es necesario; los campos de los alrededores están guardados por hombres armados, y por las marismas infranqueables.
El nuevo hogar conyugal de Christy sólo está protegido de los transeúntes por una pared baja, más simbólica que útil. El interior nada tiene de atractivo. Se entra por una puerta de madera a una pieza que sirve de salón, sin muebles, excepto un sofá, con unas tristes cortinas en la ventana. Una especie de gran veranda da a las habitaciones, de paredes de cemento cubiertas con una indefinida pintura desconchada. El lecho es como un camastro hecho de cuerda trenzada sobre un montante de madera. Por todo confort, una silla y un lavabo.
Para la cocina, Riaz ha seguido los consejos de su padre y ha intentado agradar a su mujer, instalando electrodomésticos occidentales. Pero el horno microondas no funciona y la cocina eléctrica se ha fundido, pues la corriente no corresponde a sus circuitos, y, en cuanto a la cocina de gas, simplemente ha estallado. Christy se ve, por tanto, agachada frente a un hornillo de gas colocado sobre el suelo mismo de la cocina. Y la mayor parte del tiempo apenas tiene con qué hacerlo funcionar. La colada se hace en el patio, el baño de los niños también, en grandes tinas de cinc que hay que llenar transportando cubos desde la cisterna de agua potable. En un rincón del patio, una máquina de lavar que no funcionará jamás, depositada allí como un elemento decorativo.
Tras la llegada de Christy, Riaz se dedica a reforzar su posición en el seno de la familia. Ella se da cuenta por sus reacciones. Les ha contado mentiras sobre su vida en América, y les ha convencido de que los niños no estaban bien cuidados, que su familia política le odiaba, que Christy es una miserable que pidió el divorcio y tenía la intención de robarle los niños. Como prueba, les hacer oír a los miembros de su familia la grabación de una de aquellas conversaciones telefónicas en el curso de la cual Christy, sollozando y lamentando que su marido la dejara sola una vez más, le decía a su madre: