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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

No abras los ojos (52 page)

BOOK: No abras los ojos
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—Bueno…—empezó. Se aclaró la garganta. Habló como si estuviera empujando las palabras colina arriba—. Según lo que he anotado antes… has estado todo el día fuera.

—Exacto. En Florida. He conseguido algo próximo a una confesión de Jordan Ballston. Y espero que estén haciendo el seguimiento mientras estamos hablando.

Hardwick dejó el bolígrafo, cerró los ojos y se los masajeó con el pulgar y el índice. Cuando los abrió otra vez, miró la libreta.

—Y tu mujer me ha dicho que ella estuvo toda la tarde fuera de la casa (desde más o menos la una hasta más o menos las cinco), yendo en bicicleta y luego de excursión por el bosque. ¿Hace mucho eso?

—Sí.

—Entonces es una suposición razonable que la muñeca fuera… instalada, digamos, durante ese periodo.

—Eso es—dijo Gurney, irritado por la reiteración de lo obvio.

—Vale, así que en cuanto llegue el turno de la mañana, enviaré a alguien a hablar con tus vecinos del camino. Que pase un coche debe de ser un acontecimiento por aquí.

—Que encuentres vecinos por aquí ya será un acontecimiento. Solo hay seis casas en el camino y cuatro de ellas son de gente de ciudad, solo vienen los fines de semana.

—Aun así, nunca se sabe. Enviaré a alguien.

—Bien.

—No pareces optimista.

—¿Por qué demonios tendría que ser optimista?

—Bien apuntado. —Cogió su boli y empezó a dar golpecitos en la libreta—. Tu mujer dice que está segura de que cerró las puertas cuando se fue. ¿Te parece correcto?

—¿Qué quieres decir con que si me parece correcto?

—Quiero decir, ¿es algo que haga normalmente, cerrar las puertas?

—Lo que hace normalmente es decir la verdad. Si dice que cerró las puertas, cerró las puertas.

Hardwick lo miró, parecía estar a punto de responder, pero luego cambió de idea. Más golpecitos.

—Así pues…, si estaban cerradas y no hay señal de entrada forzada, eso significa que alguien vino con llave. ¿Le diste una llave a alguien?

—No.

—¿Recuerdas alguna ocasión en que perdieras de vista tus llaves el tiempo suficiente para que alguien hiciera un duplicado?

—No.

—¿De verdad? Solo hacen falta veinte segundos para hacer un duplicado.

—Sé cuánto se tarda en hacer una llave.

Hardwick asintió, como si se tratara de información real.

—Bueno, es posible que alguien la cogiera de alguna forma. Es mejor que cambies la cerradura.

—Jack, ¿con quién demonios crees que estás hablando? Esto no es un programa sobre seguridad doméstica.

Hardwick sonrió, se recostó en la silla.

—Exacto. Estoy hablando con el puto Sherlock Holmes. Así que dime, detective brillante, ¿tienes alguna idea brillante sobre esto?

—¿Sobre la muñeca?

—Sí. Sobre la muñeca.

—Nada que no sea obvio.

—¿Que alguien está tratando de asustarte para que dejes el caso?

—¿Se te ocurre a ti algo mejor?

Hardwick se encogió de hombros. Dejó de dar golpecitos y empezó a estudiar su bolígrafo como si fuera una prueba decisiva para un caso.

—¿Ha pasado alguna otra cosa extraña?

—¿Como qué?

—Como… extraña. ¿Ha habido algún otro… episodio extraño en tu vida?

Gurney soltó una risita sin humor.

—Aparte de todos y cada uno de los aspectos de este caso tremendamente salvaje y toda la gente tremendamente rara implicada en él, todo es normal.

No era una respuesta, y sospechaba que Hardwick sabía que no lo era. Pese a todas las bravatas y su vulgaridad, tenía una de las mentes más perspicaces con las que Gurney se había topado en todos sus años en la Policía. Podría haber sido, sin muchos problemas, capitán a los treinta y cinco años si le hubiera importado lo más mínimo lo que les importa a los capitanes.

Hardwick alzó la mirada al techo, siguiendo con los ojos la moldura en forma de corona como si fuera el objeto de lo que Gurney estaba hablando.

—¿Recuerdas al tipo cuyas huellas dactilares estaban en esa copita de licor?

Gurney notó una mala sensación en la boca del estómago.

—¿Saul Steck, alias Paul Starbuck?

—Exacto. ¿Recuerdas lo que te dije?

—Me dijiste que fue un actor de éxito con un interés asqueroso en las chicas jovencitas. Lo condenaron a un psiquiátrico, del que finalmente salió. ¿Qué pasa con él?

—El tipo que me ayudó a sacar las huellas y pasarlas por el sistema me llamó anoche con una información extra bastante interesante.

—¿Sí?

Hardwick estaba mirando con los ojos entrecerrados al rincón de la sala donde estaba la moldura.

—Parece que antes de que lo detuvieran, Steck tenía una página web porno, y Starbuck no era su único alias. Su página web, que presentaba chicas menores de edad, se llamaba Sandy’s Den.

Gurney esperó a que Hardwick volviera a mirarle antes de contestar.

—¿Te sorprende encontrarte con un nombre que podría ser un diminutivo de Allessandro?

Hardwick sonrió.

—Algo así.

—El mundo está lleno de coincidencias sin sentido, Jack.

Hardwick asintió. Se levantó de la mesa y miró por la ventana.

—La patrulla está aquí. Como he dicho, plena cobertura durante dos días como mínimo. Después de eso ya veremos. ¿Te parece bien?

—Sí.

—¿Ella estará bien?

—Sí.

—Voy a dormir un poco. Llamaré después.

—Vale. Gracias, Jack.

Hardwick vaciló.

—¿Aún tienes el arma reglamentaria?

—No. Nunca me gustó llevarla. Ni siquiera me gusta tenerla cerca.

—Bueno…, considerando la situación…, tal vez deberías tener una escopeta a mano.

Durante un buen rato, después de que las luces traseras del coche de Hardwick se perdieran en el camino del prado, Gurney se quedó sentado solo a la mesa, dándole vueltas a todo lo que había pasado, al asunto de la muñeca, contemplando el nuevo rumbo que había tomado el caso.

Era posible, por supuesto, que los nombres de Sandy y Allessandro hubieran surgido ambos de una insignificante coincidencia, pero eso era hacerse ilusiones. Siendo realistas, había que aceptar que Sandy, el antiguo fotógrafo de la web casi pornográfica, bien podría ser Allessandro, el actual fotógrafo de los anuncios de Karmala, y que ambos nombres fueran el alias de Saul Steck.

Pero ¿quién era Héctor Flores?

¿Y por qué habían decapitado a Jillian Perry?

¿Y a Kiki Muller?

¿Habían descubierto algo sobre Karmala? ¿Sobre Steck? ¿Sobre el propio Flores?

¿Y por qué lo había drogado Steck? ¿Para fotografiarlo con sus «hijas»? ¿Para amenazarlo con el bochorno público o algo peor? ¿Para tener influencia sobre él y controlar su participación en la investigación? ¿Para chantajearlo a fin de que le proporcionara alguna información sobre el progreso de sus pesquisas?

¿O lo había drogado, al igual que había dejado la muñeca decapitada, para, simplemente, demostrarle su poder? ¿Algo que hizo para probar que podía hacerlo? ¿Para excitarse?

Gurney tenía las manos frías. Se las frotó con fuerza contra los muslos en un intento de calentárselas. No parecía que estuviera funcionando muy bien. Empezó a temblar. Se levantó, trató de frotarse las manos en el pecho y las partes superiores de los brazos; intentó caminar de un lado a otro. Anduvo hasta el otro extremo de la sala, donde en ocasiones la estufa de hierro conservaba cierto calor residual de un fuego anterior. Pero el metal negro polvoriento estaba más frío que su mano, y tocarlo le provocó otro escalofrío.

Oyó el clic del interruptor de la lámpara en el dormitorio, seguido por el chirrido de la puerta del cuarto de baño. Hablaría con Madeleine para calmar sus nervios, después de que lograra relajarse él mismo. Miró por la ventana: ver el coche patrulla allá fuera, junto a la puerta lateral, le tranquilizó.

Respiró lo más profundamente que pudo, soltó el aire poco a poco. Una respiración lenta y controlada. Pausa, determinación. Pensamientos positivos.

Se recordó a sí mismo que la pista de las huellas que había llevado a Steck existía gracias a su iniciativa personal de recuperar la copita en circunstancias bastante complicadas.

Ese descubrimiento también había conectado el misterio de la droga de «Jykynstyl» con los misterios de asesinatos y desapariciones en Mapleshade. Y como tenía un pie apoyado en cada zona, estaba en una posición única para poder gozar de una visión de conjunto.

Su perspicacia había sacado la investigación de la zanja en la que estaba empantanada—la búsqueda de un trabajador mexicano loco—y la había puesto en un nuevo camino.

Su insistencia en que se contactara con las exalumnas de Mapleshade no solo llevó a descubrir que un número extraordinario de ellas se hallaban ilocalizables, sino también a descubrir cuál había sido el destino de Melanie Strum.

Había intuido la importancia de Karmala, lo que le había llevado hasta la delirante revelación de Jordan Ballston, que bien podría conducir a una solución definitiva.

Incluso el hecho de que el asesino consagrara tiempo, energía y recursos, al parecer, a detener sus esfuerzos probaba que estaba tras la pista correcta.

Oyó el chirrido de la puerta del cuarto de baño otra vez y veinte segundos después el clic de la lámpara al apagarse. Quizás ahora que había puesto los pies en el suelo, ahora que ya no sentía tanto frío en los dedos, podría hablar con Madeleine. Pero primero tuvo la precaución de cerrar la puerta lateral no solo con llave, sino también con el cerrojo que nunca usaba. Luego echó el pestillo en todas las ventanas de la planta baja. Al entrar en el dormitorio se sintió bien de ánimo. Se acercó a la cama en la oscuridad.

—¿Maddie?

—¡Cabrón!

Esperaba que su mujer estuviera en la cama, delante de él, pero su voz, espantosa por su rabia, llegó del rincón del cuarto.

—¿Qué?

—¿Qué has hecho?—La voz de Madeleine era apenas un susurro, pero estaba cargada de furia.

—¿Qué he hecho? ¿Qué…?

—Esta es mi casa. Este es mi santuario.

—¿Sí?

—¿Sí? ¿Sí? ¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido traer este horror a mi casa?

Gurney se quedó sin habla por la pregunta y por su intensidad. Avanzó a tientas por el borde de la cama y encendió la lámpara.

La antigua mecedora, que solía ocupar un lugar junto a la pata de la cama, estaba en el esquina más alejada de la ventana. Madeleine, sentada en ella, seguía completamente vestida, con las rodillas levantadas delante del cuerpo. A Gurney le asombró en primer lugar la pura emoción en sus ojos, luego ver sendas tijeras afiladas en sus puños apretados.

Gurney poseía mucha formación y práctica en la técnica de hablar con una persona alterada para lograr que se calmara, pero nada parecía apropiado en ese momento. Se sentó en el rincón de la cama que estaba más cerca de su mujer.

—Alguien ha invadido mi casa. ¿Por qué, David? ¿Por qué lo han hecho?

—No lo sé.

—¡Por supuesto que sí! Sabes exactamente lo que ha ocurrido. —Dave la observó, observó las tijeras. Madeleine tenía los nudillos blancos.

—Se supone que tienes que protegernos—continuó ella en un susurro tembloroso—. Proteger nuestra casa, hacerla más segura. Pero has hecho lo contrario. Lo contrario. Has dejado que gente horrible entre en nuestras vidas, que entre en nuestra casa. ¡Mi casa!—le gritó, con la voz quebrándose—. ¡Has dejado que entren monstruos en mi casa!

Nunca había visto esa clase de rabia en su esposa. No dijo nada. No tenía palabras en la cabeza, ni siquiera ideas. Apenas se movió, apenas respiró. Aquello pareció despejar la habitación, el mundo, de todo lo demás. Dave esperó. No se le ocurrió ninguna otra opción.

Al cabo de un rato, no estaba seguro de cuánto tiempo, ella dijo:

—No puedo creer lo que has hecho.

—No era mi intención. —Su voz le sonó extraña, débil.

Madeleine hizo un ruido que podría haber sido tomado erróneamente por una risa, pero a Dave le pareció más como una breve convulsión en los pulmones.

—Ese horrible arte de ficha policial, eso fue el principio. Fotos de los monstruos más repugnantes de la Tierra. Pero no fue suficiente. No fue suficiente tenerlos en nuestro ordenador, tenerlos mirándonos desde la pantalla.

—Maddie, te prometo que encontraré al que haya entrado en nuestra casa. Terminaré con ellos. No volverá a ocurrir.

Ella negó con la cabeza.

—Es demasiado tarde. ¿No ves lo que has hecho?

—Veo que se ha declarado la guerra. Nos han atacado.

—No. Tú, ¿no ves lo que has hecho tú?

—Lo que he hecho es sacar una serpiente de debajo de una roca.

—Tú has traído esto a nuestras vidas. —Él no dijo nada, solo asintió con la cabeza. —Nos mudamos al campo. A un lugar hermoso. Lilas y flores de manzano. Un estanque.

—Maddie. Te prometo que mataré a la serpiente.

Ella no parecía estar escuchando.

—¿No ves lo que has hecho?—Hizo un gesto lento con una de sus tijeras hacia la ventana oscura que estaba al lado de Dave—. Esos bosques, esos bosques por donde yo caminaba… Se estaba escondiendo en esos bosques, vigilándome.

—¿Qué te hace pensar que te han estado observando?

—¡Dios, es evidente! Puso esa cosa horrible en la sala en la que trabajaba, la sala en la que leía, la sala con mi ventana favorita, en la que me sentaba a hacer punto. La sala que daba al bosque. Sabía que era la que yo usaba. Si hubiera puesto eso en el cuarto vacío del otro lado del pasillo, podría no haberlo encontrado hasta dentro de un mes. Así que lo sabía. Me vio junto a la ventana. Y la única forma en que podía verme allí era desde el bosque. —Hizo una pausa, lo miró acusadoramente—. ¿Ves a qué me refiero, David? Has destruido mi bosque. ¿Cómo voy a poder volver a caminar por allí?

—Mataré a la serpiente. Todo se arreglará.

—Hasta que saques a la siguiente de debajo de su roca. —Madeleine negó con la cabeza y suspiró—. No puedo creer lo que le has hecho al lugar más hermoso del mundo.

A Gurney le parecía que, de vez en cuando, de manera impredecible, los elementos de un universo que, por lo demás le resultaba indiferente, conspiraban para producirle un escalofrío espeluznante; y así fue como, en ese mismo momento, detrás de la casa de campo, detrás del prado alto, en la cumbre norte, los coyotes empezaron a aullar.

Madeleine cerró los ojos y bajó las rodillas. Apoyó los puños en su regazo y aflojó la sujeción de las dos tijeras lo suficiente para que la sangre fluyera otra vez a sus nudillos. Apoyó la cabeza contra el cabezal de la mecedora. Su boca se relajó. Fue como si los aullidos de los coyotes, extraños e inquietantes para ella en otras ocasiones, esa noche la emocionaran de una manera completamente diferente.

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