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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

No abras los ojos (50 page)

BOOK: No abras los ojos
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—Buenos días. Por favor, identifíquese y exponga el motivo de su visita.

—Dígale a Jordan que estoy aquí.

Hubo una breve pausa.

—Por favor, identifíquese y exponga el motivo de su visita. Gurney sonrió, luego dejó que la sonrisa se desdibujara.

—Solo dígaselo.

Otra pausa.

—Debo comunicarle un nombre al señor Ballston.

—Por supuesto—dijo Gurney, sonriendo otra vez.

Reconoció que estaba en una encrucijada. Barajó las distintas opciones y eligió la que ofrecía la mejor recompensa al mayor riesgo.

De nuevo dejó que la sonrisa se desdibujara.

—Mi nombre es Quetejodan.

No ocurrió nada durante varios segundos. Luego hubo un clic metálico apagado y la verja se abrió poco a poco sin otro sonido.

Una cosa que Gurney había olvidado hacer con las prisas de todo lo demás era buscar fotos de Ballston en Internet. No obstante, cuando se abrió la puerta de la mansión al acercarse a ella, no le cupo duda de la identidad del hombre que se presentó ante él.

Su apariencia cumplía con lo que uno podría esperar de un multimillonario criminalmente decadente. Había algo de consentimiento en su cabello, su piel y su ropa; una expresión de desdén en su boca, como si el mundo en general quedara muy por debajo de sus estándares; una crueldad autoindulgente en sus pupilas. Gurney también reparó en un tic en la nariz, que sugería una fuerte adicción a la cocaína. Era más que evidente que para Jordan Ballston no había nada en la Tierra tan importante, ni remotamente, como conseguir lo que quería, y lograrlo rápido, fuera cual fuese el coste que pudiera causarle a otros.

Ballston contempló a Gurney con ansiedad mal disimulada y contrayendo la nariz de manera involuntaria.

—No entiendo de qué va esto. —Miró más allá de Gurney por el sendero, al Mercedes bien custodiado, con las pupilas ensanchándose solo un instante.

Gurney se encogió de hombros, sonrió como si estuviera desenfundando un cuchillo.

—¿Quiere que hablemos fuera?

Ballston aparentemente se lo tomó como una amenaza. Parpadeó, negó con la cabeza con nerviosismo.

—Pase.

—Bonitos adoquines—dijo Gurney, adentrándose más allá de Ballston en la casa.

—¿Qué?

—Los adoquines amarillos del sendero. Son bonitos.

—Oh. —Ballston asintió, pareció confundido.

Gurney estaba de pie en medio del gran vestíbulo, adoptando la mirada fulminante de un asesor en la ejecución de una hipoteca. En la pared de enfrente, entre las barandillas curvadas de una doble escalinata, había una enorme pintura de una piscina. La reconoció del curso de introducción al arte al que había asistido con Madeleine un año y medio antes, el curso que impartía Sonya Reynolds, el que lo había lanzado a su desventurada afición a retocar fotos de ficha policial. La pintura era una de las obras más famosas de un artista contemporáneo.

—Me gusta—anunció Gurney, señalándola como si su beneplácito fuera un método de selección que lo salvara del cubo de la basura.

Ballston parecía vagamente aliviado por la aprobación, pero no menos desconcertado.

—Ese tipo es un mariconazo—explicó Gurney—, pero lo que hace vale un pastón.

Ballston hizo un intento espantoso de sonreír. Se aclaró la garganta, pero al parecer no se le ocurrió nada que decir.

Gurney se volvió hacia él, ajustándose las gafas de sol.

—Bueno, Jordan, ¿colecciona mucho arte de maricones?

Ballston tragó saliva, sorbió, se retorció.

—Tengo algunos warhol.

—¿Sí? ¿Dónde podemos sentarnos y charlar?

De su experiencia en innumerables interrogatorios, Gurney había aprendido a apreciar el efecto desconcertante de los cambios de tema repentinos.

—Uh…—Ballston miró a su alrededor como si estuviera en una casa ajena—. ¿Allí?—Extendió un brazo con cautela hacia el amplio arco que conducía a una sala de estar elegante y amueblada con muebles antiguos—. Podemos sentarnos allí.

—Donde esté cómodo, Jordan. Nos sentaremos. Nos relajaremos. Conversaremos.

Ballston lo guio con torpeza hasta un par de sillones con bordados en blanco, situados junto a una mesa de naipes barroca.

—¿Aquí?

—Claro—dijo Gurney—. Una mesa muy bonita. —Su expresión contradecía el cumplido. Se sentó y vio que Ballston hacía lo mismo.

El hombre cruzó las piernas con torpeza, vaciló, las descruzó, sorbió.

Gurney sonrió.

—La coca le tiene por las pelotas, ¿eh?

—¿Perdón?

—No es asunto mío.

Se produjo un largo silencio entre ellos.

Ballston se aclaró la garganta. Su tono fue seco.

—Entonces, ¿dijo al teléfono que era policía?

—Sí. Eso dije. Tiene buena memoria. La buena memoria es muy importante.

—Eso de ahí fuera no parece un coche de la Policía.

—Por supuesto que no. Es una misión encubierta. En realidad, estoy retirado.

—¿Siempre va con guardaespaldas?

—¿Guardaespaldas? ¿Qué guardaespaldas? Unos amigos me han traído en coche, nada más.

—¿Amigos?

—Sí, amigos. —Gurney se apoyó en el respaldo, estirando el cuello a un lado y a otro, dejando que su mirada vagara por la sala. Era una estancia que podía estar en la portada de
Architectural Digest
. Esperó a que Ballston hablara.

Finalmente el hombre preguntó en voz baja.

—¿Hay algún problema en particular?

—Usted me contará.

—Algo le ha traído hasta aquí…, una preocupación concreta.

—Está bajo mucha presión. Estrés.

El rostro de Ballston se tensó.

—No es nada. Puedo manejarlo.

Gurney se encogió de hombros.

—El estrés es algo terrible. Hace a la gente… impredecible.

La tensión en la cara de Ballston se extendió a su cuerpo.

—Le aseguro que la situación de aquí se resolverá.

—Hay muchas maneras distintas de resolver las cosas.

—Le aseguro que la situación se resolverá de un modo favorable.

—¿Favorable para quién?

—Para… todos los implicados.

—Supongamos que los intereses de todos no coinciden.

—Le aseguro que no habrá ningún problema.

—Me alegro de oírle decir eso. —Gurney miró con cansancio al gran cerdo que era el hombre que tenía delante, dejando traslucir solo una parte del asco que le daba—. Verá, Jordan, me dedico a solucionar problemas. Pero ya tengo suficientes sobre la mesa. No quiero distraerme con uno nuevo. Estoy seguro de que lo comprenderá.

La voz de Ballston se estaba quebrando.

—No… habrá… ningún problema más.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—El problema de esta vez fue una casualidad entre un millón.

«¿Esta vez? Madre de Dios, eso es. Tengo a este cabrón. Pero, por el amor de Dios, Gurney, que no se te note. Tranquilo. Calma. Tranquilo.»

Gurney se encogió de hombros.

—¿Así es como lo ve?

—Un ladrón de mierda, ¡por el amor de Dios! Un ladrón de mierda que entró justo donde no debía en el momento que no debía, ¡la única puta noche que esa zorra estuvo en el puto congelador!

—¿Así que fue una especie de coincidencia?

—¡Por supuesto que fue una coincidencia! ¿Qué más podría ser?

—No lo sé, Jordan. La única vez que algo ha ido mal, ¿eh? ¿La única vez? ¿Está seguro?

—¡Completamente!

Gurney volvió a estirar el cuello poco a poco de un lado a otro.

—Demasiada tensión en esta profesión. ¿Alguna vez ha probado ese rollo del yoga?

—¿Qué?

—¿Recuerda a ese Maharishi? Menuda paja.

—¿Quién?

—Fue en otra época. Olvido lo joven que es usted. Así que dígame, Jordan: ¿cómo sabe que no va a salir nada a flote y sorprendernos?

Ballston pestañeó, sorbió, empezó a sonreír con movimientos espásticos de los labios.

—¿He hecho una pregunta graciosa?

La respiración de Ballston era tan nerviosa como sus tics faciales. De repente todo su torso se empezó a agitar y prorrumpió en una serie de sonidos agudos de
staccato
.

Estaba riendo. De una manera espantosa.

Gurney esperó a que ese extraño ataque remitiera.

—¿Va a contarme el chiste?

—A flote—dijo Ballston, y la frase desencadenó una renovada exhibición de enloquecida risa de ametralladora.

Gurney esperó, no sabía qué más decir o hacer. Recordó el consejo que le había dado un compañero. En caso de duda, calla.

—Lo siento—dijo Ballston—. Sin ánimo de ofender. Pero es una imagen divertida. A flote. Dos cuerpos sin cabeza apareciendo del puto océano en medio de las putas Bahamas. ¡Joder, menuda imagen!

«Misión cumplida. Es probable. Quizá. Mantén la credibilidad. Quédate con el personaje. Paciencia. A ver adónde lleva.»

Gurney estudió las uñas de su mano derecha, luego frotó su superficie brillante en los pantalones.

La euforia de Ballston remitió.

—Entonces, ¿me está diciendo que está todo bajo control?—preguntó Gurney, todavía frotándose las uñas.

—Absolutamente.

Gurney asintió con la cabeza en un gesto muy lento.

—Entonces, ¿por qué sigo preocupado?

Cuando Ballston se limitó a mirarlo, continuó:

—Un par de cosas. Pequeños detalles. Estoy seguro de que tendrá buenas respuestas. Primero, supongamos que fuera un policía de verdad, o que trabajara para la Policía. ¿Cómo coño sabe que no llevo micrófonos?

Ballston sonrió, pareció aliviado.

—¿Ve esa cosa en el aparador que parece un reproductor de DVD? ¿Ve la lucecita verde? Sería una lucecita roja si hubiera algún dispositivo de grabación o transmisión en esta sala. Es muy fiable.

—Bien. Me gustan las cosas fiables. La gente fiable.

—¿Está insinuando que no soy fiable?

—¿Cómo coño sabe que no soy policía? ¿Cómo coño sabe que no soy un poli que ha venido aquí para averiguar exactamente lo que acaba de contarme con esa risita, capullo estúpido?

Ballston parecía un niño malcriado al que acababan de darle un bofetón en la cara. La impresión desagradable fue sustituida por una sonrisa aún peor.

—A pesar de la opinión que tiene de mí, soy muy bueno juzgando a las personas. Uno no se hace tan rico como yo interpretando mal a la gente. Así que deje que le diga algo: las posibilidades de que sea un poli son más o menos las mismas de que los polis encuentren alguna vez a esas zorras sin cabeza. No voy a perder el sueño por ninguna de esas posibilidades.

Gurney percibió la sonrisa de Ballston.

—Confianza. Bien. Muy bien. Me gusta mucho la confianza. —Gurney se levantó de repente. Ballston se estremeció—. Buena suerte, señor Ballston. Estaremos en contacto si ocurre algo imprevisto.

Cuando Gurney estaba saliendo por la puerta de la calle, Ballston añadió un comentario que dio un pequeño giro a la situación.

—¿Sabe?, si hubiera pensado que era poli, todo lo que le he contado sería mentira.

61
A casa


Q
uizás es exactamente lo que era—dijo Becker arrastrando las palabras.

Cuando Gurney bajó del benevolente frescor del Mercedes con chófer al asfalto achicharrante, delante de la terminal del aeropuerto, estaba al teléfono con Darryl Becker, dándole un informe lo más detallado y literal posible de su reunión con Jordan Ballston.

—No creo que fuera mentira—contestó Gurney—. He tenido alguna experiencia con psicóticos que se descompensan. Apostaría a que había energía real liberándose en esa risa de loco y en la imagen de mujeres decapitadas que la acompañaba. Pero lo fundamental es que no tenemos tiempo para discutirlo. Le recomiendo encarecidamente que se tome en serio las palabras de Ballston y que adopte de inmediato las medidas pertinentes.

—Supongo que no está sugiriendo que drenemos el océano Atlántico; así pues, ¿en qué está pensando?

—El hijo de perra tiene un barco, ¿verdad? Seguro que lo tiene. Encuentre el maldito barco, ponga en él a todos los técnicos de que disponga. Dé por hecho que transportó al menos dos cadáveres en él. Dé por hecho que todavía hay algún indicio en alguna parte de ese barco (en una grieta, en una rendija, en un rincón) y no deje de mirar hasta que lo encuentre.

—Ya, ya. Sin embargo, solo para introducir un punto de racionalidad en todo esto, deje que señale que ni siquiera sabemos a ciencia cierta si Ballston tiene un barco. No…

Gurney lo interrumpió:—Le estoy diciendo que lo tiene. Si alguien tiene un barco en todo este maldito estado, es él.

—Como estaba explicando—dijo Becker—, no tenemos datos de que sea propietario de un barco, y mucho menos sabemos qué clase de embarcación podría ser, o dónde podría estar, o cuándo se produjeron esos supuestos transportes de cadáveres, o de quién eran esos cuerpos, o si para empezar había algún cadáver. ¿Entiende?

—Darryl, he de hacer otras llamadas. Se lo diré una última vez: tiene un barco. Llevó los cadáveres de al menos dos víctimas en él. Encuéntrelo. Halle las pruebas. Hágalo ahora. Hemos de conseguir que este cerdo hable. Hemos de descubrir qué demonios está pasando. Esto va a ir mucho más allá de Ballston, y tengo un mal presagio. Un muy mal presagio y muy urgente. —Hubo un silencio demasiado largo para que Gurney se sintiera cómodo—. ¿Sigue ahí, Darryl?

—No le prometo nada. Haremos lo que podamos.

Mientras recorría el interminable vestíbulo hasta la puerta de su vuelo, llamó a Sheridan Kline. Se puso Ellen Rackoff.

—Estará en el tribunal toda la tarde—dijo—. Imposible interrumpirlo.

—¿Y Stimmel?

—Creo que está en su oficina. ¿Prefiere hablar con él que conmigo?

—Es una necesidad, no una preferencia personal. —A Gurney la idea de querer hablar con aquel ayudante implacablemente adusto de Kline no le entraba en la cabeza—. Hay un asunto de suma urgencia del que va a tener que ocuparse, si Sheridan está ocupado.

—Muy bien, vuelva a llamar otra vez a este número. Si no lo cojo yo, le saltará a él.

Gurney siguió las instrucciones de Ellen Rackoff y, al cabo de treinta segundos, Stimmel cogió el teléfono con una voz que irradiaba todo el encanto de una ciénaga.

Gurney le contó lo suficiente de la historia para explicar su visión del caso en ese momento: que era presumiblemente enorme, que combinaba elementos de eficiencia despiadada con enajenación sexual, que Héctor Flores, Jordan Ballston y las muertes conocidas hasta el momento eran solo las piezas visibles de un monstruo subterráneo, y que si quince o veinte exalumnas de Mapleshade habían desaparecido, había posibilidades de que todas ellas aparecieran violadas, torturadas y decapitadas.

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