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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

No abras los ojos (49 page)

BOOK: No abras los ojos
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Durante el trayecto de cien kilómetros hacia el este por la I-88, hizo cuatro llamadas. La primera fue a un servicio de limusinas de lujo, abierto las veinticuatro horas del día, para encargar la clase de vehículo adecuado para que lo fueran a recoger a Palm Beach. La siguiente fue a Val Perry, porque iba a gastar su dinero en algunas compras caras pero necesarias, y quería que constara, aunque fuera en el buzón de voz en las primeras horas de la mañana.

Su tercera llamada, a las 4.20 de la mañana, fue a Darryl Becker. Para su sorpresa, Becker no solo lo cogió, sino que sonó suficientemente despierto, o tan despierto como puede parecer un hombre con acento sureño a oídos de un hombre del norte.

—Me iba al gimnasio—dijo Becker—. ¿Qué pasa?

—Tengo algunas buenas noticias y necesito un gran favor.

—¿Cómo de buenas y cómo de grande?

—He probado suerte con Ballston por teléfono y he pinchado en hueso. Voy a verlo, a ver qué ocurre si sigo pinchando.

—No habla con policías. ¿Qué demonios le ha dicho para que hable con usted?

—Es una larga historia, pero el hijo de perra se derrumba. —Gurney aparentaba más confianza de la que en realidad tenía.

—Estoy impresionado. ¿Cuál es el favor?

—Necesito un par de tipos grandes, con mala pinta, para que estén junto a mi coche mientras estoy en la casa de Ballston.

Becker sonó incrédulo.

—¿Tiene miedo de que se lo roben?

—Necesito crear cierta impresión.

—¿Cuándo hay que crear esa impresión?

—Alrededor del mediodía de hoy. Por cierto, pagaré bien. Quinientos dólares a cada uno por una hora de trabajo.

—¿Por quedarse junto a su coche?

—Por quedarse junto a mi coche y simular ser matones de la Mafia.

—Por quinientos la hora se puede arreglar. Puede recogerlos en mi gimnasio de West Palm. Le daré la dirección.

59
Infiltrado

E
l avión de Gurney despegó de Albany a la hora prevista, las 5.05. Hizo escala en Washington D.C. —llegando por los pelos a una conexión muy ajustada—y aterrizó en el aeropuerto internacional de Palm Beach a las 9.55.

En la zona de recepción para limusinas, entre la docena de conductores uniformados que esperaban a los viajeros que llegaban había uno con un cartel con el nombre de Gurney.

Era un joven latino de pómulos prominentes, pelo tan negro como tinta de calamar y un pendiente de diamante en una oreja. Al principio pareció un poco confundido, incluso enfadado, por la ausencia de equipaje, hasta que Gurney le dio la dirección de la primera parada: el Giacomo Emporium en Worth Avenue. Entonces se animó, quizá razonando que un hombre que viajaba ligero por conveniencia y después compraba lo que necesitaba en Giacomo tenía que dar buenas propinas.

—El coche está fuera, señor—dijo con un acento que a Gurney le pareció centroamericano—. Es muy bonito.

Una puerta giratoria los condujo del clima atemporal común en el interior de todos los aeropuertos a un baño de vapor tropical, que le recordó a Gurney que no había nada otoñal en el sur de Florida en septiembre.

—Allí, señor—dijo el conductor, cuya sonrisa reveló una pésima dentadura para tratarse de un hombre joven—. El primero.

El coche, como Gurney había especificado en su llamada de antes del amanecer, era un Mercedes S600 sedán, la clase de vehículo de seis cifras que podía verse una vez al año en Walnut Crossing. En Palm Beach era tan común como las gafas de sol de quinientos dólares. Gurney se metió en el asiento de atrás: una cápsula silenciosa y sin humedad, de piel suave, moqueta suave y ventanas suavemente tintadas.

El chófer le cerró la puerta, se metió en el asiento delantero y deslizó con cuidado el Mercedes en el flujo de taxis y autobuses lanzadera.

—¿La temperatura está bien?

—Sí.

—¿Quiere música?

—No, gracias.

El chófer sorbió, tosió, redujo mucho la velocidad cuando el coche pasó por un charco del tamaño de un estanque.

—Ha estado lloviendo de mala manera.

Gurney no respondió. Nunca le había gustado hablar por hablar y en compañía de desconocidos se sentía más cómodo en silencio. No se pronunció ni una sola palabra más hasta que el coche se detuvo a la entrada del muy elegante centro comercial donde se encontraba el Giacomo Emporium.

El chófer lo miró por el retrovisor.

—¿Sabe cuánto tiempo va a estar?

—No mucho—dijo Gurney—. Cinco minutos máximo.

—Entonces me quedo aquí. Si la policía me dice algo, doy una vuelta. —Hizo un gesto orbital con el dedo índice para ilustrar el proceso que pretendía llevar a cabo—. Doy una vuelta y sigo pasando por delante, hasta que esté aquí, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

El impacto de salir otra vez a la atmósfera caliente y húmeda se intensificó por el golpe visual de pasar de los vidrios tintados del coche a la luz deslumbrante del sol de Florida a media mañana. El centro comercial estaba decorado con semilleros de palmeras y helechos, y lirios asiáticos en macetas. El aire olía a flores hervidas.

Gurney se apresuró a entrar en la tienda, donde el aire olía más a dinero que a flores. La clientela, mujeres rubias de entre treinta y sesenta años, se movía a través de los meticulosamente dispuestos mostradores de ropa y complementos. El personal de ventas, chicos y chicas anoréxicos de veintitantos años, tenía aspecto de tratar de parecerse a los chicos y chicas anoréxicos de los anuncios de Giacomo.

La ansiedad de Gurney por salir corriendo de ese ambiente chic lo hizo volver a la calle al cabo de diez minutos. Nunca se había gastado tanto en tan poco: unos sorprendentes 1.879,42 dólares por unos pantalones, un par de mocasines, un polo y unas gafas de sol, seleccionadas con la ayuda de un esbelto joven que exhibía el moderno hastío de una víctima reciente de la mordedura de un vampiro.

En un probador, Gurney se había quitado sus tejanos gastados, camiseta, zapatillas deportivas y calcetines y se había puesto su nueva y cara indumentaria. Quitó las etiquetas y se las entregó al vendedor junto con su ropa vieja, que le pidió que envolviera en una caja de Giacomo.

Fue entonces cuando el vendedor le ofreció la primera sonrisa desde que había entrado en la tienda.

—Es como un Transformer—dijo, presumiblemente refiriéndose a un juguete que se convertía al instante de una cosa en otra.

El Mercedes estaba esperando. Gurney entró, miró en la guía turística que había impreso y le dio al chófer la siguiente dirección, a poco más de un kilómetro.

Nails Delicato era un pequeño negocio regentado por cuatro manicuras de peinados extravagantes que parecían tambalearse en la endeble frontera que separaba las
top models
de ropa cara de las putas de tarifa cara. Nadie pareció reparar en el hecho de que Gurney fuera el único cliente varón, o a nadie pareció importarle. La manicura a la que le asignaron tenía sueño. Aparte de disculparse varias veces por bostezar mientras se ocupaba de sus uñas, no dijo nada hasta que estuvo casi al final del proceso, aplicando un esmalte transparente.

—Tiene manos bonitas—observó—. Debería cuidarlas mejor. —Su voz era al mismo tiempo joven y cansada, y parecía resonar con la tristeza prosaica de sus ojos.

Cuando estaba pagando a la salida, Gurney compró un tubito de gel para el cabello en el exhibidor de cremas y cosméticos del aparador. Abrió el tubo, se echó una pequeña cantidad de gel en las manos y se frotó el pelo, buscando el aspecto despeinado tan popular en el momento.

—¿Qué opina?—le preguntó a la anodinamente hermosa joven que se ocupaba de cobrar.

La pregunta implicó a la mujer hasta un grado que sorprendió a Gurney. Pestañeó varias veces como si quisiera despertar de un sueño, salió a la parte delantera del mostrador y estudió la cabeza de Gurney desde varios ángulos.

—¿Puedo…?—preguntó.

—Por supuesto.

La joven pasó los dedos en zigzags por el cabello de Gurney, moviéndolo a un lado y a otro y tirando de algunos mechoncitos para ponerlos de punta. Al cabo de unos segundos, la joven retrocedió, con un destello de satisfacción en la mirada.

—¡Ya está!—declaró—. Este es su verdadero yo.

Gurney se echó a reír, lo cual pareció confundirla. Todavía riendo, le cogió la mano y, en un impulso, se la besó sin que se le ocurriera ninguna razón sensata para hacerlo, lo cual también pareció confundirla a ella, aunque de un modo más agradable. Luego salió al baño de vapor de Florida, volvió al Mercedes y le dio al chófer la dirección del gimnasio de Darryl Becker.

—Hemos de recoger a un par de tipos en West Palm—explicó—. Luego iremos a visitar a un hombre en South Ocean Boulevard.

60
Bailar con el diablo

C
omo cualquiera de los que habían asistido a sus clases en la academia ya habría comprendido, el enfoque de Gurney del trabajo infiltrado era más complejo que el del detective medio. No era solo cuestión de envolverse en modales, actitudes e historia de la identidad que se adoptaba. Se trataba de algo más retorcido que eso, y exponencialmente más difícil de manejar. Su enfoque por capas implicaba crear un personaje complejo para que el objetivo lo penetrara, un código para que lo descifrara, un sendero que pudiera seguir para llegar a las convicciones que Gurney quería que abrazara.

En aquel caso, no obstante, se añadía otra dimensión de dificultad. En anteriores ocasiones siempre había sabido con exactitud a qué punto final de su identidad quería que llegara su objetivo. En esta ocasión no era así, porque la identidad apropiada dependería de la naturaleza exacta de la operación que realizaba Karmala y de la relación de Ballston con ella, y ambas cosas seguían siendo incógnitas de la ecuación. Eso dejaba a Gurney en la posición de tener que avanzar a tientas, sabiendo que un paso en falso podría resultar fatal.

Cuando el coche dobló por South Ocean Boulevard, a tres kilómetros de la dirección de Ballston, la absurda dificultad de lo que pretendía empezó a calar en Gurney. Iba a entrar desarmado en la casa de un asesino sexual psicópata. Su única defensa y su oportunidad para tener éxito residían en la creación de un personaje que tendría que inventar sobre la marcha, siguiendo las reacciones de Ballston lo mejor que pudiera, paso a paso. Era un reto como los de
Alicia en el País de las Maravillas
. Un hombre cuerdo probablemente retrocedería. Un hombre cuerdo con una mujer y un hijo se echaría atrás sin ninguna duda.

Se dio cuenta de que estaba corriendo demasiado: la adrenalina estaba guiando sus decisiones. Era un error que podría conducir a más errores. Peor aún, le privaba de su principal fortaleza. Era en su capacidad analítica en lo que sobresalía, no en la calidad de su adrenalina. Necesitaba pensar. Se preguntó qué sabía a ciencia cierta, si tenía algo que se pareciera a un punto de partida firme para encauzar su conversación con Ballston.

Sabía que el hombre estaba asustado y que su temor estaba relacionado con Karmala Fashion. Se creía que Karmala estaba controlada por la familia Skard, que estos eran, entre otras cosas gente desagradable, proxenetas de prostitutas de lujo. También parecía que habían enviado a Melanie Strum a Ballston para satisfacer sus necesidades sexuales. No era un gran salto imaginar que Karmala estaba implicada en el proceso. Si podían descubrirse indicios que relacionaran Karmala con Ballston y Strum, la condena de Ballston estaría asegurada. Eso podría ser una explicación de su temor. Salvo que Gurney tenía la impresión de que el hombre no solo estaba atemorizado por su mención de Karmala, y por consiguiente por el conocimiento de algún vínculo por parte de Gurney, sino por la propia Karmala.

¿Y cuál era el significado de la extraña insistencia de Ballston al teléfono en que todo estaba «bajo control»? Eso no tendría sentido si creía que Gurney era alguna clase de detective legítimo. Pero podría tenerlo si pensaba que Gurney era un representante de Karmala o de alguna otra clase de organización peligrosa con la que tuviera relaciones comerciales.

Esa era la razón de la presencia en el coche de dos hombres enormes de rostro pétreo que acababa de recoger en el gimnasio de Darryl Becker. Aparte de identificarse mínimamente como Dan y Frank y de confirmarle a Gurney que Becker los había informado y sabían lo que tenían que hacer, no habían dicho ni una palabra más. Parecían defensas del equipo de fútbol norteamericano de la cárcel, cuya idea de la comunicación era impactar a plena velocidad con algo, a ser posible contra otra persona.

Cuando el coche se detuvo con suavidad ante la casa de Ballston, Gurney se dio cuenta con cierto abatimiento de que sus suposiciones eran, en realidad, demasiado inciertas como para justificar lo que estaba haciendo. Sin embargo, no contaba con nada más. Y tenía que hacer algo.

A instancias de Gurney, los dos hombretones salieron, y uno de ellos le abrió la puerta. Gurney miró su reloj. Eran las once cuarenta y cinco. Se puso sus gafas de sol de quinientos dólares y bajó del coche frente a una verja de hierro forjado situada al final del sendero de adoquines amarillos. La verja constituía la única interrupción en la alta pared que encerraba la propiedad con vistas al océano. Como en el caso de sus vecinos en ese lujoso tramo costero, la finca había pasado de ser una barra de bahía cubierta de maleza, avena de mar y palmitos a convertirse en un opulento jardín botánico con suelo acolchado de marga en el que florecían plumerias, hibiscos, adelfas, magnolias y gardenias.

A Gurney le olía a gánster.

Sus dos acompañantes de alquiler permanecieron de pie junto al coche, irradiando una violencia apenas reprimida, y él se acercó al intercomunicador instalado en una columna de piedra, junto a la verja. Además de la cámara incorporada en el intercomunicador, había otras dos de seguridad montadas en postes a ambos lados del sendero, en ángulos de intersección que cubrían la aproximación a la verja así como un amplio segmento del bulevar adyacente. La verja también era directamente observable desde al menos una ventana del primer piso de la mansión de estilo colonial que se alzaba al final del sendero amarillo. En un entorno tan frondoso y florido el hecho de que no hubiera en el suelo ni un solo pétalo ni una sola hoja caída desvelaba algo sobre las obsesiones del propietario.

Cuando Gurney pulsó el botón del intercomunicador, la respuesta fue inmediata; el tono, mecánicamente educado.

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