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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

No abras los ojos (23 page)

BOOK: No abras los ojos
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Hardwick respondió al quinto tono, justo cuando la llamada iba a ser desviada al buzón de voz.

—Davey, Davey, ¿qué pasa?

Gurney hizo una mueca: su reacción habitual al tono de voz sarcástico de Hardwick. Aquello le recordaba a su padre. No el sonido de lija en sí, sino el agudo cinismo que le daba forma.

—Tengo una pregunta para ti, Jack. Cuando me metiste en este asunto de Perry, ¿de qué creías que iba?

—Yo no te metí en esto, solo te ofrecí una oportunidad.

—Muy bien, como quieras. Así pues, ¿de qué creías que iba esta oportunidad?

—Nunca llegué lo bastante lejos para formarme una opinión.

—Ja.

—Cualquier cosa que dijera sería pura especulación, así que no voy a decirla.

—No me gustan los juegos, Jack. ¿Por qué quieres que me involucre? Mientras estás pensando en cómo no responder a esta pregunta, te haré otra: ¿por qué está cabreado Blatt? Me topé con él ayer y fue más que desagradable.

—No es relevante.

—¿Qué?

—No es relevante. Mira, hemos sufrido una pequeña reorganización aquí. Como te he dicho, hubo tensión entre Rodriguez y yo en relación con el derrotero que estaba tomando la investigación. Así que yo estoy fuera y Blatt dentro. Es un capullo ambicioso, inepto, igual que el capitán Rod. Lo llamo Capullo Júnior. Esta es su oportunidad de reivindicarse, de mostrar que puede controlar un caso grande. Pero en lo más profundo sabe que es un zurullo inútil. Ahora entras tú, la gran estrella de la gran ciudad, el genio que resolvió el caso de asesinato de Mellery, etcétera. Por supuesto que te odia. ¿Qué coño esperabas? Pero eso no tiene relevancia. ¿Qué coño va a hacer? Sigue con lo que estás haciendo, Sherlock, y no pierdas el sueño por Blatt.

—¿Para eso me llamaste? ¿Para hacer quedar mal a Capullo Júnior?

—Para ver que se hace justicia. Para que peles las capas de esta cebolla tan interesante.

—¿Eso es lo que crees que es?

—¿Tú no?

—Podría ser. Te sorprendería si descubriéramos que Flores fue a Tambury con un plan para matar a alguien.

—Me sorprendería que no fuera así.

—Vuélveme a contar por qué te echaron del caso.

—Te lo he dicho…—empezó Hardwick con exagerada impaciencia, pero Gurney lo cortó.

—Sí, sí, fuiste grosero con el capitán Rod. ¿Por qué me da la sensación de que hubo algo más que eso?

—Porque es lo que piensas de todo. No confías en nadie. No eres una persona confiada, Davey. Mira, he de echar un meo. Hablamos después.

Gurney pensó que a Hardwick nada le gustaba más que una salida de listillo. Colgó el teléfono y volvió a arrancar el coche. Todavía flotaban nubes finas sobre el valle, pero detrás brillaba el disco blanco del sol y los postes de teléfono estaban empezando a proyectar tenues sombras en la carretera desierta. La fila de tractores azules en venta, todavía húmedos a causa de la lluvia matinal, empezó a brillar en la verde colina.

Durante la segunda mitad del viaje a casa, su mente se ocupó de elementos y fragmentos extraños del caso: el comentario de Madeleine sobre que el lugar en el que había aparecido el machete no tenía sentido, la decisión por parte de un hombre sumamente racional de casarse con una mujer más que trastornada, el tren de Carl dando vueltas en torno al árbol, la interpretación de la
La lista de Schindler
de la bala que atravesó la taza de té, la ciénaga de desorden sexual en la cual todo parecía enfangado.

A la hora en que salió de la autopista del condado y estaba siguiendo el camino de tierra que zigzagueaba desde el valle del río hacia las colinas, sus pensamientos lo habían dejado exhausto. Había un CD que sobresalía del reproductor del salpicadero. Lo metió, buscando distracción. La voz que emergió de los altavoces, acompañada por unos acordes lúgubres en una guitarra acústica, tenía el ritmo del sonsonete lastimero de Leonard Cohen en su estado más lúgubre. El intérprete era un
folkie
de mediana edad con el improbable nombre de Leighton Lake, a quien él y Madeleine habían ido a ver a una sala de conciertos local para la cual ella había comprado una suscripción anual. Durante el descanso, ella había adquirido uno de los CD de Lake. De todas las canciones que contenía, Gurney descubrió que la que estaba escuchando en ese momento,
Al final de mi tiempo
, era, de lejos, la más deprimente.

Hubo una vez

que tenía todo el tiempo

del mundo. Qué tiempo

pasé entonces, cuando tenía

todo el tiempo del mundo.

Mentía a mis amantes,

perseguía a todas las demás.

Dejé atrás a todas mis amantes,

cuando tenía

todo el tiempo del mundo.

Cogía lo que quería.

Nunca lo pensaba dos veces.

Tenía una vida de tiempo

cuando tenía

todo el tiempo del mundo.

Mentía a mis amantes,

perseguía a todas las demás.

Dejé atrás a todas mis amantes,

cuando tenía

todo el tiempo del mundo.

No queda nadie a quien mentir,

nadie a quien dejar,

en este momento de mi vida,

al final de mi tiempo

en este mundo.

Mentía a mis amantes,

perseguía a todas las demás.

Dejé atrás a todas mis amantes,

cuando tenía

todo el tiempo del mundo.

Cuando tenía

todo el tiempo del mundo.

Todo el tiempo del mundo.

Mientras Lake canturreaba el estribillo sensiblero, Gurney estaba pasando entre su granero y el estanque, con la vieja casa ya visible detrás de las plantas de solidago, en lo alto del prado. Al pulsar el botón para apagar el reproductor, lamentando no haberlo hecho antes, sonó su teléfono móvil.

El identificador de llamada decía «Galería Reynolds».

«Dios mío. ¿Qué demonios querrá?»

—Gurney. —Su voz era profesional, con un ápice de sospecha.

—¡Dave! Soy Sonya Reynolds. —Su voz, como de costumbre, irradiaba un nivel de magnetismo animal que podría haberle costado la lapidación en algunos países—. Tengo fabulosas noticias para ti—susurró—. Y no me refiero a nada un poco fabuloso. ¡Me refiero a fabuloso para cambiar tu vida para siempre! Hemos de vernos lo antes posible.

—Hola, Sonya.

—¿Hola? Te llamo para darte el mayor regalo que te van a dar nunca y es lo único que sabes decir.

—Me alegro de oírte. ¿De qué estamos hablando?

Su respuesta fue una sonora risa musical, un sonido tan inquietantemente sensual como todo lo demás en ella.

—Oh, ¡ese es mi Dave! El detective Dave con penetrantes ojos azules. Dudando de todo. Como si yo fuera…, ¿cómo lo llamáis?, ¿un sospechoso, como en la tele? Como si yo fuera un sospechoso, así llamáis al malo, ¿eh? Como si yo fuera un sospechoso que te vende la moto. —Tenía un ligero acento que le recordaba el universo alternativo que había descubierto en películas francesas e italianas en sus años de estudiante.

—¿Qué moto? De momento no me has vendido nada.

Otra vez la risa, que le recordó sus luminosos ojos verdes.

—Y no voy a hacerlo a menos que te vea. Mañana. Tendrá que ser mañana. Pero no has de venir a Ithaca. Puedo ir yo. A desayunar, a comer, a cenar, mañana, cuando quieras. Tú dime la hora y elegiremos el sitio. Te garantizo que no lo lamentarás.

25
Entra Salomé, bailando

T
odavía no tenía un nombre definitivo para la experiencia. «Sueño» no reflejaba su poder. Es cierto que la primera vez que ocurrió estaba a punto de quedarse dormido, con los sentidos desconectados de todas las feas realidades de un mundo desagradable, con el ojo de su mente libre para ver lo que fuera, pero ahí terminaba el parecido con un sueño común
.

«Visión» era una palabra más grande, mejor, pero tampoco lograba transmitir ni una fracción del impacto
.

«Guiding Light»
*
capturaba cierta faceta de ello, un aspecto importante, pero la asociación con una serie de televisión contaminaba irremisiblemente el significado
.

¿Una meditación guiada, pues? No. Eso sonaba trillado y poco excitante: todo lo contrario de la experiencia real
.

¿Una fábula vital
?

Ah, sí. Eso se acercaba. Era, al fin y al cabo, la historia de su salvación, el nuevo patrón del propósito de su vida. La alegoría fundamental de su cruzada
.

Su inspiración
.

Lo único que tenía que hacer era apagar las luces, cerrar los ojos, dejarse llevar por el potencial infinito de la oscuridad
.

Y convocar a la bailarina
.

En el abrazo de la experiencia, la fábula vital, él sabía quién era, mucho más claramente que cuando sus ojos y su corazón se distraían por la basura brillante y las zorras viscosas del mundo, por el ruido, por la seducción y la inmundicia
.

En el abrazo de la experiencia, en su absoluta claridad y pureza, sabía con exactitud quién era. Aunque ahora fuera técnicamente
un fugitivo, ese hecho—como su nombre en el mundo, el nombre por el cual la gente común lo conocía—era secundario respecto a su verdadera identidad
.

Su verdadera identidad era Juan el Bautista
.

Solo de pensarlo se le ponía carne de gallina
.

Él era Juan el Bautista
.

Y la bailarina era Salomé
.

Desde la primera vez que la había experimentado, la historia había sido toda suya, suya para vivirla y cambiarla. No tenía que terminar de la manera estúpida en la que concluía en la Biblia. Ni hablar. En eso radicaba la belleza. Y la emoción
.

SEGUNDA PARTE

EL VERDUGO DE SALOMÉ

26
La verosimilitud de la incongruencia

—Después de cargarme al estúpido hijo de puta, veo que solo lleva un zapato. Pienso, ¿qué coño? Me fijo y resulta que no lleva calcetín en el pie que tiene calzado. En la suela del zapato, veo esa M pequeña inclinada, el logo de Marconi, así que es un zapato de dos mil dólares. En el otro pie, el que no tiene zapato, sí que lleva calcetín. De cachemira. Pienso, ¿quién coño hace eso? ¿Quién coño se pone un calcetín de cachemira y un zapato de dos mil dólares, en pies diferentes? Os diré quién lo hace: un cabrón colgado con mucha pasta, un borracho forrado.

De esta manera abrió Gurney su presentación de esa mañana. La idea de ir al grano llevada al extremo. Y funcionó. Había captado la atención de todos los presentes en la gris sala de conferencias con paredes de hormigón de la Academia de Policía.

—El otro día hablamos de la falacia del eureka, la tendencia de la gente a confiar más en cosas que han descubierto que en cosas que le cuenta otra persona. Tendemos a creer que la verdad oculta es la verdad real. Cuando trabajamos infiltrados, podemos aprovecharnos de esa tendencia al dejar que el objetivo descubra las cosas que más queremos que crea. No es una técnica fácil, pero es muy poderosa. Hoy veremos otro factor que genera credibilidad, otra forma de hacer que nuestra mentira suene sincera: capas de detalles inusuales, asombrosos e incongruentes.

Todos los asistentes parecían estar en los mismos asientos que habían ocupado dos días antes, con la excepción de la atractiva policía hispana de labios gruesos, que se había trasladado a la primera fila, desplazando al dispéptico detective Falcone, que ahora estaba en la segunda fila; un cambio agradable desde el punto de vista de Gurney.

—La historia que acabo de contarles sobre cómo maté al tipo con el logo de Marconi en la suela del zapato es una historia que conté realmente en una investigación encubierta. Todos los extraños detalles están ahí por razones específicas. ¿Alguien puede contarme cuáles podrían ser?

Se alzó una mano en medio de la sala.

—Le hace parecer frío y duro.

Se ofrecieron otras opiniones sin manos alzadas:

—Le hace parecer como si tuviera un problema con los borrachos.

—Como si estuviera un poco loco.

—Como Joe Pesci en
Uno de los nuestros
.

—Distracción—dijo una voz femenina débil y anodina desde la fila del fondo.

—Hábleme de eso—dijo Gurney.

—Tiene a alguien concentrado en un montón de detalles raros, tratando de adivinar por qué el tipo al que le disparó solo llevaba un zapato, no se concentran en lo principal, que para empezar es si le disparó a alguien.

—¡Enterrarlos en la mentira!—intervino otra voz femenina.

—Esa es la idea—dijo Gurney—. Pero hay una cosa más…

La guapa policía con los labios brillantes intervino:

—¿La pequeña M en la suela de su zapato?

Gurney no pudo evitar sonreír.

—Exacto, la pequeña M en la suela del zapato. ¿De qué se trata?

—¿Hace más creíble el disparo?

Falcone, detrás de ella, puso los ojos en blanco. Gurney tenía ganas de echarlo de la clase, pero dudaba que tuviera autoridad para hacerlo y no quería liarse en una discusión de a ver quién era capaz de mear más lejos. Se concentró en su pupila estrella, una tarea mucho más fácil.

—¿Cómo lo hace?

—Por la forma en que lo imaginamos. La víctima está caída en el suelo, le han disparado. Por eso la suela del zapato es visible. Así pues, cuando lo imagino, preguntándome por ese pequeño logo, ya creo que al tipo le han disparado. ¿Sabe a qué me refiero? Una vez que he visto este pie en esa posición, ya he superado la cuestión de si le disparó. Es un poco como el otro pequeño detalle, que el calcetín del otro pie era de cachemira. La única forma de saber si algo es de cachemira es tocarlo. Así que estoy visualizando a este asesino, con curiosidad por el calcetín, tocando el pie del muerto. Muy frío. Un tipo que da miedo. Creíble.

El restaurante donde Gurney había accedido a reunirse con Sonya Reynolds estaba en un pueblecito cercano a Bainbridge, a medio camino entre la Academia de Policía de Albany y su galería en Ithaca. Había terminado su conferencia a las once y había llegado al lugar que ella había elegido, el Pato corredor, a la una menos cuarto.

Había una curiosa discordancia entre el nombre rural cursi y el disparatado recortable de un pato gigante en el césped delantero y la decoración sobria, un poco rústica, del interior, como si representaran las desavenencias de un mal matrimonio.

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