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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Nivel 5 (16 page)

BOOK: Nivel 5
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—Todo un cambio con respecto al mundo académico —comentó Carson.

—Tardé un tiempo en adaptarme —dijo Singer—. Siempre había mirado con aires de superioridad a la industria privada. Pero no tardé en darme cuenta del poder que tiene el mercado. Aquí estamos haciendo un trabajo extraordinario, no porque seamos más listos, sino porque disponemos de mucho más dinero. Ninguna universidad podría permitirse dirigir unas instalaciones como las de Monte Dragón. Y los beneficios potenciales son mucho mayores. Cuando estaba en el CalTech no hacía más que una anodina investigación sobre conjugación bacteriana. Ahora, aquí se hace una investigación que tiene el potencial para salvar millones de vidas. — Vació su cerveza de un trago—. He sido convertido.

—Yo también me convertí —afirmó Harper—, sobre todo cuando me di cuenta de la clase de estiércol que recibe un catedrático suplente.

—Treinta mil anuales —dijo Vanderwagon—, y eso después de seis u ocho años de formación universitaria. ¡Quién lo diría!

—Recuerdo cuando estaba en Berkeley —dijo Harper—. Todas mis propuestas de investigación tenían que ser aprobadas por el jefe de departamento, que era un burócrata decrépito. El muy bastardo siempre se quejaba de los gastos.

—Trabajar para Brent —intervino Vanderwagon— es algo tan diferente como de la noche al día. El comprende cómo funciona la ciencia, y cómo trabajamos los científicos. Yo no tengo que explicar ni justificar nada. Si necesito algo, se lo comunico por correo electrónico y me lo proporciona. Tenemos suerte de trabajar para él.

—Una condenada suerte —asintió Harper.

Al menos están de acuerdo en algo, pensó Carson.

—Nos sentimos felices de tenerle con nosotros, Guy —dijo Singer finalmente.

Asintió con un gesto y levantó la cerveza a modo de brindis. Los otros dos lo imitaron.

—Gracias —dijo Carson, y sonrió ampliamente.

Y pensó en el giro tan radical del destino que le había permitido estar en compañía del orgullo de la GeneDyne.

Levine estaba sentado en su despacho, con la puerta abierta, y escuchaba fascinado y en silencio la conversación telefónica que mantenía Ray, su secretario, en el despacho exterior.

—Lo siento, cariño —dijo Ray—. Te juro que creí que me dijiste el teatro de la calle Boylston, no el de la Brattle…

Hubo un silencio.

—Te lo juro. Te oí decir Boylston. No, estuve allí mismo, esperándote, en el teatro Boylston, claro. No, espera un momento, cariño, no…

Ray lanzó una maldición y colgó el auricular.

—¿Ray? — llamó Levine.

—¿Sí?

Ray apareció ante la puerta, arreglándose el cabello.

—No hay ningún teatro en la calle Boylston.

Una expresión de resignación apareció en la cara de Ray.

—Supongo que por eso me colgó.

Levine sonrió y sacudió la cabeza.

—¿Recuerda la llamada que recibí de aquella mujer del programa de Sammy Sánchez? Quiero que la llame y le diga que puedo aparecer en su programa cuando ella quiera.

—¿Yo? ¿Qué le parece si lo hace Toni Wheeler? No me gustaría que…

—Toni no lo aprobaría. Ella se muestra inflexible con esa clase de programas de televisión.

—Está bien —asintió Ray con un encogimiento de hombros—. Délo por hecho. ¿Alguna otra cosa?

—No —negó Levine con un movimiento de la cabeza—. Siga inventándose excusas. Y cierre la puerta, por favor.

Ray regresó al despacho exterior. Levine comprobó su reloj, tomó el teléfono por décima vez durante aquel día y escuchó. Esta vez, sin embargo, escuchó lo que había estado esperando: el tono había cambiado y, en lugar del habitual tono continuo, se oían una serie de pitidos rápidos. Rápidamente, colgó el auricular, cerró con llave la puerta del despacho y conectó su ordenador al enchufe de la pared. Apenas treinta segundos más tarde volvía a tener conectado en su pantalla el familiar instrumento de decodificación.

«Que me aspen si no es el bueno del profesor —se leyó en la pantalla—. ¿Cómo está mi mezquino papá que tan mal me trata?»

«Mimo, ¿de qué demonios está usted hablando?», tecleó Levine.

«¿No es usted un fan de Elmore James? "Mira en la pared lejana, entrégame mi bastón…"»

«Nunca oí hablar de él. Recibí su señal. ¿Hay noticias?»

«Buenas y malas. He dedicado varias horas a fisgonear en la red de GeneDyne. Menudas instalaciones. Terminales de investigación y desarrollo por valor de sesenta K, conectadas por arriba y por abajo. Ya sabe, satélites y líneas terrestres exclusivas, redes de fibra óptica para transferencia asíncrona de videoconferencias. La arquitectura es impresionante. Ahora ya casi soy un experto en eso, claro. Podría organizar visitas como guía.»

«Eso está bien.»

«Sí. La mala noticia es que todo está construido como la bóveda acorazada de un banco. Es un diseño de anillo aislado, con Brent Scopes en el centro. Nadie, excepto el propio Scopes, puede ver más allá de su propio perfil, y él puede verlo todo. Es el Gran Hermano, con capacidad para recorrer el sistema a voluntad. Para parafrasear a Muddy Waters, tiene el radar en funcionamiento pero no funcionará con usted.»

«Seguramente eso no constituye un problema para Mimo», tecleó Levine.

«¡Tenga piedad! Qué idea. No puedo permanecer en la sombra más que realizando un gran esfuerzo, y sólo consigo absorber unos pocos milisegundos de tiempo de unidad central aquí y allá. Pero eso sí es un problema para usted, profesor. Establecer un canal seguro con Monte Dragón no es una empresa fácil. Supone duplicar parte del propio acceso de Scopes. Y ahí es precisamente donde está el peligro, profesor.»

«Explíquese.»

«¿Tengo que explicárselo? Si a él se le ocurre ponerse en contacto con Monte Dragón en el momento en que esté usted en el canal, su propio acceso puede quedar bloqueado. Entonces, es muy probable que ponga en marcha un programa de sabueso para rastrear toda la línea y terminará por encontrar al bueno del profesor, no a Mimo. IQESOIPSDS.»

«Mimo, ya sabe que no comprendo sus acrónimos.»

«Imaginé que eso sería obvio incluso para su defectuosa sensibilidad. No podrá perder el tiempo, profesor. Tendremos que procurar que sus visitas sean cortas.»

«¿Qué me dice de los registros de Monte Dragón? — tecleó Levine—. Si tuviera acceso a ellos, las cosas se acelerarían considerablemente.»

«NEP. Eso está cerrado de un modo más estanco que el corsé del
Queen Mary

Levine respiró profundamente. Mimo era ilegible, inconmovible y enfurecedor. Se preguntó cómo sería en persona; sin lugar a dudas, se trataría de un típico forofo obsesionado por las ordenadoras, un tipo aburrido, con gafas gruesas, malo jugando al fútbol, sin vida social, con tendencias onanistas.

«Vamos, Mimo, eso no parece propio de usted», tecleó.

«¿Recuerda quién soy? Soy
monsieur
Rick del ciberespacio. No pongo mi cuello en peligro por nadie. Scopes es demasiado listo. ¿Recuerda ese proyecto suyo tan querido del que le he hablado? Aparentemente ha estado programando alguna clase de mundo virtual para su uso exclusivo como navegador por la red de trabajo. Hace tres años dio una conferencia sobre ese tema en el Instituto para Neurocibernética Avanzada. Naturalmente, yo me introduje en el sistema y robé las transcripciones e imágenes de pantalla. Algo muy gordo, realmente muy gordo. Uso fundamental de la programación tridimensional. En cualquier caso, Scopes ha cerrado muy bien la puerta desde entonces. Nadie sabe con exactitud cuál es ahora su programa, o qué puede hacer. Pero incluso entonces, en aquella conferencia, mostró algo de una mierda muy pesada. Créame, este tipo no es ningún presidente ejecutivo analfabeto en el uso de ordenadores. He encontrado su instrumento de servicio privado, y me he sentido tentado de echar un vistazo. Pero mi discreción ha podido más que mi seguridad. Y eso no es habitual en mí.»

«Mimo, es vital que pueda tener acceso a Monte Dragón. Ya conoce usted mi trabajo. Puede usted ayudarme a que el mundo sea un lugar más seguro.»

«Vamos, nada de intentos de influir en mi mente. Si hay una cosa que he aprendido es que lo único que importa es Mimo. El resto del mundo no significa para mí más que un hoyuelo en el trasero de un perro.»

«Entonces, ¿por qué me ayuda? Recuerde que fue usted el primero que se acercó a mí.»

Se produjo una pausa en la conversación por ordenador.

«Mis razones son mías —respondió Mimo—. Pero puedo imaginar cuáles son las suyas. Se trata de la demanda planteada por la GeneDyne. En esta ocasión no es sólo una cuestión de dinero, ¿verdad? Scopes intenta golpearle allí donde más le duele. Si tiene éxito, perderá usted la fundación, la revista, la credibilidad. Ha sido usted un poco apresurado con sus acusaciones, y ahora necesita disponer de un poco de mierda para defenderse de ellas retroactivamente.»

«Sólo tiene usted razón a medias», tecleó Levine por respuesta.

«En ese caso, le sugiero que me cuente la otra mitad.»

Por un momento, Levine vaciló ante el teclado.

«¿Profesor? No me obligue a recordarle los dos trampolines sobre los que se basa nuestra profunda y significativa amistad. Uno, que yo nunca hago nada que me deje al descubierto. Dos, que mi propia agenda oculta debe seguir estando oculta.»

«Hay un nuevo empleado en Monte Dragón —tecleó Levine finalmente—. Se trata de un antiguo estudiante mío. Creo que podría conseguir su ayuda.»

Se produjo otra pausa.

«En tal caso, necesito saber su nombre para poder establecer el canal de comunicación», respondió finalmente Mimo.

«Guy Carson», tecleó Levine.

«Profesor, es usted un verdadero sentimental. Y eso constituye un gran defecto en un guerrero.

Dudo mucho que alcance el éxito. Pero voy a disfrutar viendo cómo lo intenta; el fracaso siempre es más interesante que el éxito.»

La pantalla quedó en blanco.

Carson se sentía impaciente bajo la siseante ducha química, mientras observaba los tóxicos agentes limpiadores que corrían por la plancha de la visera, en capas amarillentas. Intentó recordar que la sensación de sofoco, de no disponer de oxígeno suficiente, sólo era imaginación suya. Avanzó hacia la cámara siguiente y fue azotado por el proceso de secado de los agentes químicos. Se abrió otra compuerta de aire comprimido y avanzó hacia la cegadora luz blanca del Tanque de la Fiebre. Apretó el botón del intercomunicador global y anunció su llegada.

—Carson acaba de entrar.

Había presentes pocos científicos para escucharle, si es que había alguno, pero el procedimiento era obligatorio. Aquello se estaba convirtiendo en una rutina, pero una rutina a la que no creía poder acostumbrarse nunca.

Se sentó ante su mesa y encendió su ordenador personal con una mano enguantada. Su intercomunicador estaba tranquilo; la instalación se hallaba casi despejada. Deseaba realizar algún trabajo y recoger los mensajes que pudiera haber para él antes de que llegara Susana.

Una vez hubo terminado de registrarse, una línea apareció en la pantalla.

«Buenos días, Guy Carson. Tiene usted un mensaje no leído.»

Dirigió el ratón hacia el icono del correo electrónico y las palabras aparecieron en la pantalla.

«Guy, ¿cuál es la última de las inoculaciones? No aparece nada nuevo en el sistema. Infórmeme, por favor, para que podamos analizarlo. Brent.»

Carson informó a Scopes a través del servicio WAN de la GeneDyne. La respuesta del presidente ejecutivo fue inmediata, como si hubiera estado esperando el mensaje.

«¡ Ciao, Guy! ¿Cómo les va a sus chimpancés?»

«Por el momento, bien. Los seis están sanos y activos. John Singer sugirió que, teniendo en cuenta las circunstancias, redujéramos el período de espera a una semana. Lo discutiré hoy con Rosalind.»

«Bien. Páseme los datos actualizados inmediatamente, por favor. Interrúmpame, sin importar lo que yo esté haciendo. Si no puede encontrarme, póngase en contacto con Spencer Fairley.»

«Así lo haré.»

«Guy, ¿ha tenido tiempo de terminar la impresión de su protocolo? En cuanto esté seguro del éxito, me gustaría que lo distribuyera internamente, con la vista puesta en su eventual publicación.»

«Sólo espero a que se produzcan algunas confirmaciones finales; luego le enviaré una copia por correo electrónico.»

Mientras charlaban, empezó a llegar más gente al laboratorio, y el intercomunicador se convirtió en una línea saturada, al anunciar cada uno su propia llegada. «Llega Cabeza de Vaca», escuchó; «Llega Vanderwagon», y después: «Llega Brandon-Smith», en voz alta y enérgica, como siempre; y luego el murmullo de otras llegadas y otras conversaciones.

Susana no tardó en aparecer por la escotilla y, silenciosamente, inició el proceso de registrarse en su ordenador personal. El abultado traje azul ocultaba los contornos de su cuerpo, algo que a Carson le parecía muy bien. No era momento para verse rodeado de más distracciones.

—Susana, quisiera efectuar una purificación GEF de esas proteínas de las que hablamos ayer —le dijo.

—Desde luego —contestó ella crispadamente.

—Están en la centrifugadora, etiquetadas como M-l a M-3.

Había una cosa por la que sí se consideraba afortunado: Susana era una ayudante técnica condenadamente buena, quizá la mejor del laboratorio. Una verdadera profesional, mientras no perdiera el control de su temperamento.

Carson añadió los toques finales al escrito que documentaba su procedimiento. Eso le había ocupado la mayor parte de dos días de trabajo, y se sintió complacido con el resultado; aunque pensó que Scopes se había apresurado un poco al pedírselo, la verdad es que en el fondo se sentía orgulloso por ello. Casi al mediodía, Susana regresó con franjas fotográficas de los geles. Carson echó un vistazo a las franjas y experimentó otra oleada de placer; aquello era una confirmación más de un éxito inminente.

De repente, Brandon-Smith apareció en la puerta.

—Carson, ya tenemos un mono muerto.

Se produjo un silencio conmocionado.

—¿Quiere decir por la gripe X? — preguntó Carson tras un esfuerzo por recuperar la voz. Aquello no era posible.

—Puede apostar a que sí —anunció la mujer, que parecía disfrutar de la situación, mientras se frotaba inconscientemente los generosos muslos con sus manos gruesamente enguantadas—. Una bonita vista, se lo puedo asegurar.

—¿Cuál de ellos? — preguntó Carson.

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