Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica
En un remoto lugar del desierto de Nuevo México, un enigmático centro de investigación lleva a cabo un ambicioso proyecto científico: un tratamiento definitivo para una enfermedad común pero molesta, y grave en algunos casos. El espectacular hallazgo representará sin duda sustanciosos beneficios para la empresa, y el Premio Nobel para el equipo de investigadores de Monte Dragón, como se llama el laboratorio.
Douglas Preston - Lincoln Child
Nivel 5
ePUB v1.0
NitoStrad18.04.12
Autor: Douglas Preston, Lincoln Child
Título original:
Mount Dragon
Traducción de: J.A.Pomares
Diseño: Next
Primera edición: marzo de 1997
Nuestros símbolos gritan al universo,
salen volando, como flechas de cazador
hacia el cielo de la noche,
o muerden la carne con sus puntas de lanza.
Se precipitan como incendios en las praderas,
expulsando al búfalo.
FRANKLIN BURT
Una ventana abierta al Apocalipsis
es más que suficiente.
SUSAN WRIGHT /ROBERT L. SINSHEIMER
Boletín de Científicos Atómicos
Los sonidos fueron arrastrados por el viento sobre el largo prado verde, tan débiles que habrían podido confundirse con los graznidos de los cuervos del cercano bosque. La paz de la mañana primaveral no se veía perturbada por casi nada. Había que escuchar atentamente los sonidos para estar seguro de que se trataba de gritos.
La enorme mole del edificio administrativo de Featherwood Park se encontraba medio oculta por debajo de los antiguos álamos. Ante la entrada delantera, una ambulancia particular se apartaba lentamente de la
porte cochère
, haciendo saltar guijarros sobre el camino de gravilla. En alguna parte siseó una puerta neumática al cerrarse.
Una pequeña puerta blanca, sin distintivo alguno y situada en un lado del edificio, estaba destinada al personal profesional. Cuando Lloyd Fossey se acercó, adelantó la mano hacia la cerradura de combinación. Se había esforzado por mantener vivos en su cabeza los sonidos del
Trío para cuerda y piano en mi menor
de Dvorak, pero ahora frunció el entrecejo y abandonó finalmente sus intentos. Allí, a la sombra del edificio, los gritos eran mucho más fuertes.
El puesto de la enfermera estaba lleno de papeles desparramados y teléfonos que no dejaban de sonar.
—Buenos días, doctor Fossey —saludó la enfermera.
—Buenos días —replicó él, complacido al ver que ella se las arreglaba para dirigirle una brillante sonrisa en medio de tanta confusión—. Esto parece Grand Central.
—Han ingresado dos, temprano, uno tras otro —informó ella, al tiempo que con una mano le pasaba unos gráficos y con la otra seguía escribiendo en un formulario—. Ahora tenemos a éste. Supongo que ya sabe que está aquí.
—No he podido dejar de oírlo. — Fossey examinó un gráfico, buscó un bolígrafo en el bolsillo superior y vaciló—. ¿Me toca a mí nuestro ruidoso amigo?
—Lo atiende el doctor Garriot —contestó la enfermera, que le miró—. El primero que ingresó era para usted.
Una puerta se abrió en alguna parte y, de repente, allí estuvo de nuevo el grito, más fuerte ahora, acompañado por varías voces de tono urgente que sonaban como contrapunto. Luego, la puerta se cerró de nuevo y sólo quedaron los ruidos de la oficina.
—Me gustaría ver al ingresado —dijo Fossey.
Le devolvió los gráficos y tomó la carpeta metálica. Revisó rápidamente los datos vitales, y se fijó en el sexo y la edad, al tiempo que trataba de reconstruir mentalmente los compases del andante de Dvorak. Su mirada se detuvo al llegar a las palabras «Unidad de Involuntarios».
—¿Ha visto llegar al primero? —preguntó.
La enfermera negó con la cabeza.
—Debería hablar con Will. Él se hizo cargo del paciente, abajo, hace una hora.
Sólo había una ventana en la Unidad de Involuntarios de Featherwood Park. La ventana daba desde el puesto de guardia a la escalera que descendía al sótano de la sala 2. Al apretar el timbre, el doctor Fossey vio la pálida y poblada cabeza de Will Hartung, que apareció en el extremo más alejado del panel de plexiglás. Will desapareció de la vista y la puerta se abrió mecánicamente, con un sonido semejante a un disparo.
—¿Cómo está, doctor? —le saludó, antes de deslizarse detrás de la mesa y dejar a un lado un ejemplar de los sonetos de Shakespeare.
—Señor W. H., me siento feliz —contestó Fossey, y miró el libro.
—Muy divertido, doctor Fossey. Desaprovecha usted sus talentos en la profesión médica.
Will le tendió el registro y sorbió por la nariz. En el extremo más alejado del mostrador, el nuevo enfermero se dedicaba a rellenar fichas médicas.
—Hábleme del primer ingreso de hoy —dijo Fossey, que firmó el registro y se lo devolvió, mientras sostenía bajo el brazo la carpeta metálica.
—Es del tipo jubilado —dijo Will con un encogimiento de hombros—. No hay mucho que mencionar. — Se encogió nuevamente de hombros—. Nada en particular, dada su reciente dieta de Haldol.
Fossey frunció el entrecejo y abrió de nuevo la carpeta. Esta vez revisó el historial de ingreso.
—Dios mío, cien miligramos en un período de doce horas.
—Supongo que en el General de Albuquerque les encantan sus medicinas —comentó Will.
—Bien, prepararé las recetas después de la evaluación inicial —dijo Fossey—. Mientras tanto, nada de Haldol. No puedo hacer una evaluación con una berenjena.
—Está en la seis —dijo Will—. Le acompañaré abajo.
En la puerta interior, un letrero advertía
CUIDADO: RIESGO DE FUGA
, con grandes letras roja. El nuevo enfermero les dejó pasar, absorbiendo el aire por entre los dientes.
—Ya sabe lo que pienso acerca de colocar a los ingresados en Involuntarios antes de que se haya hecho un diagnóstico de ingreso —dijo Fossey mientras empezaban a descender por el desierto pasillo—. Eso puede afectar a toda la perspectiva del paciente sobre la instalación y retrasarnos incluso antes de haber empezado.
—No es ésa mi opinión, doctor, lo siento —replicó Will, se detuvo junto a una puerta negra rayada—. Los de Albuquerque fueron muy concretos sobre ese punto. — Abrió la puerta y corrió el pesado cerrojo—. ¿Quiere que entre? — preguntó.
—Le llamaré si veo que se inquieta demasiado —contestó.
El paciente se hallaba tumbado boca arriba sobre la gran camilla de transporte, con los brazos colgados a los lados y las piernas rectas. Desde la perspectiva del umbral, Fossey no pudo distinguir sus rasgos faciales, a excepción de una nariz prominente y una barbilla abultada y con barba de dos días. El doctor cerró la puerta sin hacer ruido y avanzó, extrañado, como siempre, por la forma en que el suelo acolchado amenazaba con tragarse sus zapatos. Mantuvo la vista fija en la figura tendida. Por debajo de las gruesas correas de lona que cruzaban la camilla en diagonal, el pecho se elevaba lenta y rítmicamente. En el extremo, otra correa sujetaba los tobillos.
Fossey se preparó para el encuentro, carraspeó ligeramente y esperó.
Avanzó un paso, luego otro, sin dejar de calcular mentalmente. Habían transcurrido catorce horas desde que lo habían soltado del Hospital General de Albuquerque. No podía ser que el Haldol lo mantuviera tan tranquilo. Carraspeó de nuevo.
—Buenos días, señor… —dijo, y bajó la mirada hacia la carpeta en busca del nombre.
—Soy el doctor Franklin Burt —dijo una voz tranquila desde la camilla—. Discúlpeme por no levantarme para estrecharle la mano, pero como puede ver…
Fossey, sorprendido, levantó la cabeza para mirar al paciente. Doctor Franklin Burt. Conocía ese nombre. Volvió a mirar la carpeta y pasó la primera página. Allí estaba: doctor Franklin Burt, biólogo molecular, médico y doctor en filosofía. Facultad de medicina de la Universidad Johns Hopkins. Científico senior en las instalaciones de experimentación de la GeneDyne en Remote Desert. Alguien había incluido signos de interrogación junto a la profesión.
—¿Doctor Burt? — preguntó Fossey con incredulidad, y volvió a mirarlo.
Sus ojos grises lo miraron con sorpresa.
—¿Le conozco?
La cara era la misma, un poco más vieja, claro, más bronceada de lo que recordaba, pero seguía notablemente libre de la acumulación de preocupaciones que solían repercutir sobre la frente y el rabillo de los ojos. Había un vendaje de gasa sobre una sien, y los ojos estaban inyectados en sangre.
Fossey se sintió conmocionado. Había asistido a una conferencia de ese hombre. En cierto modo, su propia carrera se había visto configurada por la admiración que sentía hacia aquel profesor carismático e ingenioso. ¿Cómo podía estar ahora allí, sujeto por correas y rodeado de paredes acolchadas?
—Soy el doctor Lloyd Fossey. Asistí a una de sus conferencias en la Facultad de medicina de Yale. Después hablamos un rato, sobre sus hormonas sintéticas… —Fossey deseó que Burt le recordara.
Transcurrió un momento. Burt suspiró y luego asintió con un ligero gesto de la cabeza.
—Sí. Discúlpeme. Ahora lo recuerdo. Me desafió en relación con el enlace químico entre la eritropoyetina sintética y la metastización.
Fossey se sintió aliviado.
—Me halaga que lo recuerde.
Burt pareció vacilar, como si reflexionara sobre algo.
—Me alegra ver que ejerce —dijo al fin, con los labios torcidos, como si experimentara cierta perversa diversión ante lo violento de la situación.
Fossey deseó volver a mirar la carpeta que sostenía en la mano. Quería comprobar la autorización médica y las consultas, encontrar alguna explicación. Pero sintió la mirada de Burt sobre él, y se dio cuenta de que el hombre seguía el curso de sus pensamientos.
Fossey bajó los ojos hacia la carpeta y revisó las columnas mecanografiadas del gráfico. Levantó la mirada tras haberse fijado en las palabras «psicosis fulminante», «extremadamente fantasioso», «rápida neuroleptización».
El doctor Burt le miraba apaciblemente. Embargado por un extraño azoramiento, Fossey extendió una mano y le buscó el pulso por debajo de las correas que le sujetaban las muñecas.
Burt parpadeó y se humedeció los labios resecos. Aspiró profundamente el aire de aquel sótano.
—Me hallaba conduciendo al norte de Albuquerque —dijo—. Ya sabe dónde trabajo ahora.
Fossey asintió. Cuando Burt pasó a la industria privada y dejó de publicar, en el sector corporativo se habló de «fuga de cerebros», como era habitual en esos casos.
—Hacemos experimentos para influir sobre las pautas de comportamiento caprichoso. Es una pequeña instalación, que nosotros mismos dirigimos y cuidamos. Había recogido equipo de laboratorio y algunos compuestos de las instalaciones de la GeneDyne en Albuquerque. Entre ellos se incluía un agente de experimentación que hemos desarrollado, un derivado sintético de la fenciclidina, suspendido en un medio gaseoso.
Fossey asintió de nuevo. PCP en estado gaseoso. Polvo de ángel que se podía respirar como el gas de la risa. Extraña forma de usar el dinero destinado a la investigación.
Burt observó los ojos de Fossey y sonrió de nuevo, o quizá hizo una mueca, Fossey no lo supo con certeza.
—Medíamos el índice de inspiración a través del tejido pulmonar en relación con la absorción capilar. En cualquier caso, conducía ya de regreso. Estaba cansado y no presté atención. Poco más allá de Las Lunas me salí de la carretera en un terreno pedregoso. Nada grave. Sólo que en el accidente se rompió el vaso de precipitación.