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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Nivel 5 (12 page)

BOOK: Nivel 5
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Oyó un ruido sordo por detrás de él y luego la voz de Singer.

—Un hermoso anochecer, ¿verdad? —dijo el director—. Por mucho que odie los días aquí, la verdad es que las noches los compensan. Bueno, casi.

Se adelantó, con una taza de café humeante en la mano.

—¿Quién es? — preguntó Carson señalando la figura que se retiraba.

Singer miró y frunció el entrecejo.

—Es Nye, el director de seguridad.

—De modo que ése es Nye. ¿Cuál es su historia? Quiero decir… parece un tipo un tanto extraño aquí, con ese traje y ese sombrero.

—Extraño no es la palabra exacta. Más bien, ridículo. Pero le aconsejo que no se ande con bromas con él. — Singer acercó una silla y se sentó—. Trabajó en el complejo nuclear de Windermere, en el Reino Unido. ¿Recuerda aquel accidente? Se habló de sabotaje por parte de los empleados y, de algún modo, Nye, el director de seguridad, se convirtió en el chivo expiatorio. Nadie quiso aceptarlo después de lo ocurrido, y tuvo que encontrar trabajo en alguna parte de Oriente Próximo. Pero Brent abriga ideas muy peculiares sobre la gente. Imaginó que el hombre, siempre muy rigorista, sería especialmente cuidadoso después de lo sucedido, así que lo contrató para la GeneDyne del Reino Unido. Allí demostró ser tan fanático de las medidas de seguridad, que Scopes lo trajo aquí. Nunca se marcha. Bueno, eso no es del todo cierto. Los fines de semana desaparece a menudo para efectuar largos recorridos por el desierto. A veces se queda incluso a pernoctar fuera, aunque no haya ninguna parte adonde ir. Scopes, naturalmente, lo sabe, pero no parece importarle.

—Quizá le gusta el paisaje —dijo Carson.

—Francamente, me desagrada. Durante la semana, todo el personal de seguridad le teme, a excepción de Mike Marr, su ayudante. Parece que son amigos. Pero supongo que una instalación como la nuestra necesita una especie de capitán América como director de segundad. — Miró a Carson—. Tengo entendido que ha irritado usted bastante a Rosalind Brandon-Smith.

Carson miró a Singer. El director sonreía de nuevo y había un brillo de humor en sus ojos.

—Pulsé el botón equivocado de mi intercomunicador —explicó Carson.

—Eso supuse. Ella presentó una queja. —¿Una queja?— repitió Carson, enderezándose en su asiento.

—No se preocupe —dijo Singer bajando el tono de voz—. Acaba usted de unirse a un club en el que estoy incluido yo mismo y prácticamente todos los demás. Pero la formalidad exige que hablemos del tema. Esto no es más que mi versión de llamarlo a capítulo. ¿Otra bebida? — Parpadeó sonriente—. Debería mencionarle, sin embargo, que Brent concede mucha importancia a la armonía en el equipo. Quizá desee usted pedir disculpas.

—¿Yo? — Carson notó aumentar su enojo—. Soy yo el que debiera presentar una queja.

Singer rió y levantó una mano.

—Primero póngase a prueba a sí mismo, y luego presente todas las quejas que quiera. — Se levantó y se dirigió hacia la barandilla de la balconada—. Supongo que a estas alturas ya habrá revisado las notas de laboratorio de Burt.

—Lo hice ayer por la mañana —dijo Carson—. Ha sido una lectura muy instructiva.

—Sí —asintió Singer—. Unas notas que tuvieron un final trágico. Pero espero que eso le haya permitido comprender la clase de hombre que era. Estábamos muy unidos. Yo mismo leí esas notas después de que se marchara, tratando de averiguar qué había ocurrido.

Carson percibió tristeza en la voz de Singer. El director tomó un sorbo de café y contempló la vasta extensión del desierto.

—Este no es un lugar normal, nosotros no somos personas normales, y el proyecto tampoco es normal. Tenemos a investigadores genéticos de clase mundial trabajando en un proyecto de incalculable valor científico. Cabría suponer que la gente aquí sólo se preocupa por cosas elevadas, pero no es así. No se imagina la clase de mezquindades que suceden aquí. Burt consiguió elevarse por encima de todo eso. Espero que usted también lo consiga.

—Haré lo que pueda.

Carson pensó en su temperamento; tenía que controlarse si quería sobrevivir en Monte Dragón. Ya se había hecho dos enemigos sin haberlo intentado siquiera.

—¿Ha tenido noticias de Brent? — preguntó Singer.

Carson vaciló, y se preguntó si Singer habría visto el mensaje por correo electrónico que había recibido.

—Sí —contestó.

—¿Qué le dijo?

—Me envió unas palabras de ánimo, y me advirtió que no fuera engreído.

—Eso es propio de Brent. Es un presidente ejecutivo metido de lleno en su tarea, y la gripe X es su proyecto preferido. Espero que le guste a usted trabajar en un invernadero de cristal. — Tomó otro sorbo de café—. ¿Y el problema con la vaina proteínica?

—Creo que estoy a punto de llegar a alguna parte.

Singer se volvió y le dirigió una mirada inquisitiva.

—¿Qué quiere decir?

Carson se levantó y se acercó al director, junto a la barandilla.

—Bueno, ayer por la tarde me dediqué a hacer mis propias extrapolaciones a partir de las notas del doctor Burt. Resultó más fácil ver las pautas de éxito y fracaso cuando conseguí separarlas del resto de sus escritos. Antes de que perdiera la esperanza y empezara a hacer las cosas maquinalmente, Burt estuvo muy cerca. Descubrió los receptores activos del virus de la gripe X que los hacían mortales, y también la combinación genética que codifica los polipéptidos que causan la sobreproducción de fluido cerebroespinal. Todo el trabajo más duro ya estaba hecho. Hay una técnica de recombinación del ADN que desarrollé para mi tesis doctoral, en la que se utiliza cierta longitud de onda de luz ultravioleta extrema. Todo lo que tenemos que hacer es cortar las secuencias mortales del gen mediante una enzima especial, que es activada por la luz ultravioleta, recombinar el ADN, y ya está. A partir de ahí las generaciones sucesivas del virus serán inofensivas.

—Pero eso no se ha hecho todavía —dijo Singer.

—Yo lo he hecho por lo menos cien veces. No con este virus, claro, pero sí con otros. El doctor Burt no tuvo acceso a esta técnica. Utilizaba un método anterior para empalmar el gen, algo un tanto burdo en comparación con mi método.

—¿Quién está enterado de esto? — preguntó Singer.

—Nadie. Hasta ahora, sólo he podido esbozar el protocolo. En realidad, todavía no lo he puesto a prueba. Pero no se me ocurre ninguna razón por la que no pueda funcionar.

El director le miraba fijamente, inmóvil. Luego, de repente, se adelantó, tomó la mano derecha de Carson y le dio un enfático y firme apretón de manos.

—¡Esto es fantástico! — dijo con excitación—. Felicidades.

Carson retrocedió un paso y se apoyó en la barandilla, sintiendo cierto embarazo.

—Aún es demasiado pronto para eso —dijo.

Empezaba a preguntarse si debería haber mencionado tan pronto su propio optimismo a Singer. Pero éste no le hizo caso.

—Tengo que darle la noticia a Brent inmediatamente.

Carson se dispuso a protestar, pero se lo pensó. Precisamente aquella tarde Scopes le había advertido que no fuera engreído. Sin embargo, sabía instintivamente que su procedimiento funcionaría. Y el entusiasmo de Singer constituyó para él un agradable cambio en comparación con el sarcasmo de Brandon-Smith, y con el brusco profesionalismo de Susana. A Carson le cayó simpático Singer, este profesor calvo, grueso y de buen humor de California. Era tan poco burocrático, tan espontáneamente franco. Bebió otro sorbo de bourbon y miró alrededor. Distinguió la vieja guitarra Martin de Singer.

—¿Toca usted? — preguntó.

—Lo intento —contestó Singer—. Estilo
bluegrass
.

—Por eso me preguntó acerca de mi banjo —dijo Carson—. Me aficioné cuando acudía a las interpretaciones que se ofrecían en las cafeterías de Cambridge. Soy bastante malo, pero disfruto destrozando las obras sagradas de Scruggs, Reno, Keith y las otras divinidades del banjo.

—¡Que me condenen! — exclamó Singer con una amplia sonrisa—. Yo estoy intentando dominar las primeras canciones de Flatt y Scruggs, ¿sabe?
Shuckin, Corn, Foggy Mountain Special
, y esa clase de melodías. Tendremos que masacrar juntos unas cuantas. A veces me siento aquí mientras se pone el sol y me pongo a ensayar. Para consternación de todo el mundo, claro. Ésa es una de las razones por las que la cantina suele estar tan desierta a estas horas.

Los dos hombres se irguieron. La noche se había hecho más profunda y el aire ya era fresco. Más allá de la barandilla de la balconada, Carson oyó los sonidos procedentes del complejo residencial: pasos, retazos de conversación, alguna que otra risa.

Regresaron a la cantina, un abrigo de luz y calor en la vasta noche del desierto.

Charles Levine se detuvo delante del Ritz Carlton, y el carburador de su Ford Festiva de 1980 produjo algunas explosiones cuando frenó junto a los anchos escalones del hotel. El portero se acercó con insolente lentitud, sin ocultar la repugnancia que le producía tanto el coche como su ocupante.

Sin amilanarse, Charles Levine descendió y se detuvo sobre los escalones cubiertos con una alfombra roja para quitarse los abundantes pelos de perro de su chaqueta de esmoquin. El perro había muerto hacía dos meses, pero sus pelos aún estaban por todas partes en el coche.

Levine subió los escalones. Otro portero abrió las doradas puertas de cristal, y el sonido de un cuarteto de cuerda salió elegantemente a su encuentro. Al entrar, Levine se quedó por un momento bajo las brillantes luces del vestíbulo del hotel, parpadeando. Luego, de pronto, se vio rodeado por un grupo de periodistas, y una batería de flashes explotó desde todas partes.

—¿Qué es esto? — preguntó Levine.

Al verlo, Toni Wheeler, la asesora de medios de comunicación de la fundación de Levine, se apresuró a acercarse. Apartó a un lado a uno de los periodistas y tomó a Levine por el brazo. Wheeler llevaba su cabello moreno severamente peinado, vestía un traje chaqueta a medida y ofrecía la imagen perfecta de una profesional de relaciones públicas: serena, elegante, inexorable.

—Lo siento, Charles —se apresuró a decir—. Intenté comunicárselo, pero no pudimos encontrarle en ninguna parte. Hay una noticia muy importante. La GeneDyne…

Levine vio a un periodista al que conocía y esbozó una amplia sonrisa.

—¡Hola, Artie! — saludó, al tiempo que se desembarazaba de la Wheeler y levantaba las manos—. Me alegra ver tan activo al cuarto poder. Pero, por favor, de uno en uno. Ah, Toni, dígales que interrumpan la música un momento.

—Charles —dijo Wheeler con tono de apremio—. Escuche, por favor. Acabo de enterarme de que…

Pero su voz se vio ahogada por las preguntas de los periodistas.

—¡Profesor Levine! — exclamó uno de ellos—. ¿Es cierto…?

—Yo mismo elegiré a quienes hagan las preguntas —le interrumpió Levine—. Y ahora, ruego a todos que se tranquilicen. Usted misma —le dijo a una mujer situada delante—. Puede empezar.

—Profesor Levine —dijo la periodista—, ¿podría explicar las acusaciones vertidas contra la GeneDyne en el último número de
Política Genética
? Se dice que persigue usted una vendetta personal contra Brentwood Scopes…

La voz de Wheeler cortó el aire como un cuchillo:

—Un momento —dijo crispadamente—. Esta conferencia de prensa está relacionada con el premio del Holocaust Memorial que está a punto de recibir el profesor Levine, no sobre la controversia con la GeneDyne.

—¡Profesor, por favor! — exclamó un periodista, sin hacer caso.

Levine señaló a otro.

—Usted, Artie. Por lo que veo se ha afeitado ese magnífico bigote. Un error estético por su parte.

Las risas estallaron entre los presentes.

—A mi esposa no le gustaba, profesor. Le hacía cosquillas en…

—Ya he oído bastante, gracias.

Nuevas risas. Levine levantó una mano.

—¿Su pregunta?

—Scopes ha dicho que es usted, y cito textualmente, «un fanático peligroso, un hombre inquisitorial contra el milagro médico de la ingeniería genética». ¿Algún comentario a eso, profesor?

Levine sonrió.

—Sí. El señor Scopes sabe manejar bien las palabras. Pero sólo se trata de eso, de palabras llenas de sonido y furia… Y todos ustedes saben muy bien cómo termina esa frase.

—También ha dicho que está usted intentando privar a innumerables personas de los beneficios médicos de esta nueva ciencia, por ejemplo una cura para la enfermedad de Tay-Sachs.

Levine volvió a levantar una mano.

—Esa es una acusación más grave. No estoy en contra de la ingeniería genética. Pero me opongo a la terapia de células seminales. Como saben, el cuerpo tiene dos clases de células, las somáticas y las germinales. Las somáticas mueren con el cuerpo. Las germinales o reproductoras viven siempre.

—No estoy seguro de comprender…

—Permítame terminar. Con la ingeniería genética, si se altera el ADN de las células somáticas de una persona, el cambio muere con el cuerpo. Pero si se altera el ADN de las germinales, en otras palabras, los óvulos de la mujer o los espermatozoides del hombre, el cambio será heredado por los hijos de esa persona. Entonces se habrá alterado para siempre el ADN de la raza humana. ¿Comprenden lo que eso significa? Los cambios que se introduzcan en la célula germinal se transmiten a las generaciones futuras. Eso supone un intento por alterar aquello que nos hace humanos. Y hay informes que indican que eso es precisamente lo que está tratando de hacer la GeneDyne en sus instalaciones de Monte Dragón.

—Profesor, todavía no estoy seguro de comprender por qué sería eso tan malo…

Levine levantó las manos con un gesto exasperado.

—¡Significa la eugenesia de Hitler! Esta noche me dispongo a recibir un premio por el trabajo que he realizado para mantener viva la memoria del Holocausto. Yo nací en un campo de concentración. Mi padre murió como una víctima más de los crueles experimentos de Mengele. Conozco de primera mano la perversidad de la mala ciencia. Intento impedir que ustedes los conozcan también de primera mano. Miren, una cosa es tratar de encontrar una cura para la enfermedad de Tay-Sachs, o para la hemofilia. Pero la GeneDyne va mucho más allá. Están dispuestos a «mejorar» la raza humana. Quieren descubrir formas de hacernos más inteligentes, más altos, más guapos… ¿No se dan cuenta de la perversidad implícita en eso? Eso supone manipular aquello que la humanidad nunca estuvo destinada a manipular. Es algo profundamente erróneo.

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