Mientras lo decía, las voces que aullaban y gemían llegaron a su punto máximo de potencia, acompañadas por los alaridos de advertencia de los hombres situados en las murallas. Un gran soplo, caliente como un horno, cruzó el patio, la vanguardia de la gigantesca ala oscura se precipitó como una masa hirviente sobre las murallas y estalló en un millar de formas fantasmagóricas que descendieron como una oleada. Los alaridos humanos se mezclaron con sus insensatos y diabólicos chillidos, y las figuras desmadejadas caían desde las murallas con aleteos de brazos
y
daban volteretas cuando la fantasmal legión que la Torre de los Pesares había soltado se precipitó sobre ellas. Monstruosidades aladas que batían sus alas, horrores indescriptibles, criaturas con cabeza y cola de serpiente, sus enormes bocas abiertas llenas de colmillos que parecían cuchillos; espolones y garras y manos mutadas, con escamas, pelo, carnes pálidas y corrompidas: toda pesadilla jamás conjurada, todo demonio jamás soñado caía sobre los desprevenidos defensores de Carn Caille. Los vacilantes sentidos de Fenran no le impidieron ver salir algo despedido de entre el caos en dirección a él: un pájaro-serpiente-caballo y algo más a lo que no podía darse nombre, agitaba unas alas retorcidas y distorsionadas y balanceaba una enorme cabeza grotesca que apenas si era otra cosa que unas fauces hacia él. No podía moverse: estaba paralizado, incapaz de creer en lo que le decían sus ojos; entonces la hoja de una espada centelleó ante su visión y la cosa se desvió, con el cuello casi atravesado y un líquido blanquecino y pestilente fluyó de él.
—¡Ánimo! —El rey Kalig pasó junto a Fenran dando un traspié, llevado por la fuerza del golpe que había asestado, y su rugido golpeó contra el griterío que inundaba el patio—. ¡Carn Caille! ¡Seguid a vuestros capitanes!
Su grito sacó al joven de su parálisis. Fenran giró en redondo, a tiempo de ver a uno de los sargentos de las puertas que caía bajo el ataque de dos criaturas blanquecinas y farfullantes de espantosos torsos hinchados y piernas parecidas a husos. El alarido de muerte del hombre, en el momento en que le desgarraban el cuello, hizo que a Fenran se le encogiera el estómago, y se dio cuenta de que, sobrenaturales o no, diabólicas o no, estas criaturas no eran fantasmas, sino algo horrible y físicamente
real.
Kalig había desaparecido en medio de toda aquella carnicería; gritaba todavía, y sus capitanes intentaban obedecer sus órdenes y formar a sus hombres en algo parecido a una escuadra de batalla. Salía ya otra gente de la fortaleza; no sólo soldados, sino cortesanos, consejeros, sirvientes, mozos de cuadra, artesanos, todos los hombres que allí había —y no pocas mujeres— capaces de empuñar un arma. La escena era de un caos infernal: se veían los negros contornos de hombres y monstruos que luchaban en el patio, el brillo de las antorchas como lúgubres cabezas de alfiler, seres humanos y cosas que no eran humanas chillando sedientos de sangre o llenos de dolor o furia; no había tiempo para pensar con coherencia ni tampoco razonar; todo había quedado reducido a una siniestra y cruda batalla por la supervivencia.
Fenran se volvió y vio que Anghara seguía aún acurrucada, inmóvil, sobre las losas del patio. No llevaba armas, y parecía como si no se diera cuenta de la carnicería que tenía lugar a su alrededor, como si se negara a dejar que penetrara en su conciencia.
—¡Anghara! —La sujetó y la obligó a ponerse en pie—. ¡Hemos de luchar! ¡Tú que tanto amas la vida, escúchame!
La boca de la muchacha se abrió, pero si dejó escapar algún sonido, éste se perdió con el estrépito de la lucha. Un soldado de mirada desorbitada pasó junto a ellos; luchaba
por
repeler algo que saltaba
y lanzaba dentelladas
y reía; la cosa se lanzó hacia adelante y la cabeza del soldado rodó al suelo, mientras su atacante saltaba por encima de su cuerpo y desaparecía. Fenran arrebató la espada al cadáver e intentó introducir la empuñadura entre los dedos de Anghara. Su voz rozaba ya la histeria.
—¡
Lucha,
mujer! ¡Maldita sea,
despierta!.
Ella sacudió la cabeza, los cabellos le azotaban los ojos, y aunque tomó la espada, la sujetó sin fuerza y sin hacer el menor uso de ella.
—¡Anghara!
—No conociendo otra manera de hacerla salir de su ensimismamiento, Fenran le abofeteó el rostro con el dorso de su mano. Ella retrocedió y la inteligencia hizo de nuevo su aparición en su mirada, y con ella la furia.
—¡Cómo...! —Las palabras se ahogaron en su garganta al darse cuenta de la sangrienta realidad, y su voz se perdió en un gemido—. ¡Fenran...!
—¡Lucha! —le gritó él de nuevo—. ¡Por Carn Caille, por nuestras vidas!
¡Lucha!
Un demonio enorme y contrahecho se deslizó por entre un grupo de soldados diezmados y se lanzó propulsado por sus miembros alados hacia ellos, como una espantosa parodia de un murciélago que no puede volar. Anghara chilló, y su espada se levantó al mismo tiempo que la de Fenran en un movimiento defensivo. Ella atravesó al monstruo entre los ojos, él le acuchilló el pecho; la cosa farfulló algo y se desvió, dando brincos, pero sin ninguna herida visible.
—¡A tu derecha! —aulló Anghara, y Fenran se defendió con su espada de un horror que recordaba un cadáver hinchado y lívido. Tras él aparecieron más, que luchaban contra un destacamento al mando de Creagin, cuyo rostro estaba bañado en su propia sangre y peleaba como enloquecido. Un aterrador torbellino de sonidos martilleaba en sus oídos: gritos de batalla, alaridos de agonía o de terror; en algún lugar se oía gritar al príncipe Kirra, llamando a los hombres en su ayuda, y por encima de todo resonaban los chillidos malignos e insensatos de aquella desbocada legión infernal. Y ahora se añadían nuevos ruidos al caos: los desgarradores alaridos de las desprotegidas mujeres. Anghara, en un momentáneo instante de respiro, tuvo tiempo de volver la cabeza, y vio que la horda de demonios había conseguido eliminar a las pocas mujeres que intentaban defender la puerta principal de Carn Caille, y se introducían en el interior de la fortaleza. Los relámpagos brillaban en las ventanas bajas, y pensó en la gran sala, el banquete, la reina Imogen...
—¡Madre!
—Se volvió, abandonó el lado de Fenran, y cruzó el patio antes de que él se diera cuenta de lo que hacía.
Algo negro y putrefacto le cortó el paso y su nariz se llenó del hedor a podredumbre, pero lo esquivó y siguió su carrera.
Ante la puerta, los guardas provisionales yacían apilados, ensangrentados y destrozados en el umbral; unas formas sin ojos y con afilados colmillos se ocupaban en desgarrarles la carne. Anghara apartó los cuerpos a patadas, incapaz de pensar en nada que no fuera el peligro que corría su madre, y casi había conseguido cruzar todo aquel montón de cadáveres
y
entrar en el interior cuando una mano tiró de ella hacia atrás.
—¡No, Anghara! —Fenran la hizo girar de cara a él, debatiéndose con ella que intentaba desasirse; pero él era más fuerte, y la arrastró por la fuerza al exterior mientras una abrasadora y terrible luz empezaba a brillar dentro del edificio.
Fuego.
La gran sala estaba en llamas y éstas bailaban en las ventanas; una cortina de calor recorrió el pasillo y salió por la puerta abrasando el rostro de Fenran y chamuscando mechones de sus cabellos mientras sacaba de allí a Anghara. Del interior de la fortaleza surgieron unos alaridos, y se oyeron pasos apresurados. Pronto aparecieron unas siete u ocho mujeres en la entrada, Imogen entre ellas.
El vestido de la reina estaba en llamas, y sus damas intentaban sin éxito apagar el fuego mientras sus gritos resonaban en el patio. Horrorizado, Fenran soltó a Anghara y corrió hacia Imogen para sacarla de allí; pero antes de que pudiera alcanzarla, una forma alada tan horrible que desafiaba a la cordura cayó en picado de no se sabe dónde por encima de su cabeza y se precipitó sobre las desesperadas mujeres. La fuerza física del aire que desplazaba echó a Fenran y a Anghara hacia atrás; la princesa tuvo una momentánea imagen de dos ojos como carbones encendidos en el lugar donde el fantasma debería de tener la cabeza; luego una bola de fuego estalló en medio del grupo de mujeres, una llamarada al rojo vivo que lanzó despedidos a Anghara y a Fenran al otro lado del patio para estrellarse ambos contra las losas del suelo. Escuchó chillar a Imogen, entonces el calor le quemó la espalda descubierta cuando el negro fantasma se elevó por los aires de nuevo con un aullido triunfal y arañó su columna vertebral con la punta de un ala.
—
¡Madre!
—Anghara aulló como un animal y rodó sobre sí misma, las manos aferradas a las losas mientras intentaba arrastrarse hasta la llameante pira funeraria que era Imogen con sus doncellas.
Estaba tan alterada que ni vio ni oyó acercarse a la criatura cubierta de escamas y plumas, medio pájaro, medio serpiente, que surgió de repente de la refriega a su espalda y se acercó entre saltos y aleteos a donde ella estaba; incluso cuando Fenran le advirtió con un grito, su mente permaneció bloqueada por la contemplación de los carbonizados y distorsionados cuerpos que se convertían en cenizas ante ella. Pero cuando la cosa abrió un pico tan grande como ella misma y lanzó su estridente desafío, ella se volvió a medias, y contempló desencajada como aquello se disponía a matarla.
Fenran replicó el desafío con el agudo y ululante grito del guerrero de El Reducto. Estaba de pie ya, sosteniendo su espada con ambas manos por encima de su cabeza mientras interponía su cuerpo entre Anghara y la muerte. La princesa Anghara reaccionó entonces y gateó en busca de su espada, y mientras sus dedos se cerraban sudorosos sobre la empuñadura, vio cómo la espada de Fenran caía sobre el pico abierto.
Saltaron chispas cuando la hoja topó con el hueso, y la hoja de Fenran se hizo añicos, dejándolo con la empuñadura rota en las manos mientras los pedazos de metal volaban por el aire. El muchacho se tambaleó hacia atrás, sin protección. Anghara se levantó de un salto y gritó su nombre, pero era demasiado tarde. La cabeza de la serpiente se volvió, el pico se cerró y la monstruosidad acuchilló a Fenran, lo atravesó, le destrozó las costillas y el esternón para llegar a su corazón.
La boca de Fenran se abrió, los músculos del rostro se tensaron casi más allá de toda resistencia, pero en lugar de un grito, fue sangre lo que surgió de su garganta. Su cuerpo se convulsionó como un pez clavado en un arpón, y el demonio lanzó la cabeza hacia atrás arrojando su cuerpo destrozado por los aires. Cuando empezaba
a
caer, la criatura saltó hacia el cielo, y sujetó el cuerpo antes de que pudiera tocar el suelo. Flotó en el aire por unos instantes, y al mirarla a los ojos Anghara descubrió una espantosa inteligencia, burla, maldad: los ojos plateados del niño fantasmal de la Torre de los Pesares. Luego, la cosa se
lanzó
hacia arriba batiendo las alas; el cuerpo de Fenran colgaba de sus garras.
Anghara contempló cómo se elevaba. Estaba de pie, pero su mente y su cuerpo estaban paralizados, paralizados fuera de su control. No sentía nada excepto un extraño sentimiento de perplejidad, y no se daba cuenta de los horrores que la rodeaban. Fenran estaba muerto. Fenran, su amor, su prometido. Muerto. Asesinado por un demonio que en aquellos momentos se elevaba, se elevaba en el cielo, mientras su risa inhumana resonaba como el grito de una ave marina de pesadilla. Detrás de ella, el cuerpo de su madre se convertía en cenizas. Y las legiones del infierno seguían sembrando muerte, muerte, muerte...
No era real. Dentro de un momento se despertaría en su cama y vería a Imyssa llena de palabras de consuelo, con una poción tranquilizante y una vela para disipar las sombras. Era un sueño. Un sueño. Un...
El grito empezó como un incontrolable borboteo en lo más profundo de sus pulmones. Se elevó y ganó en potencia a medida que la comprensión tomaba cuerpo y forma, a medida que los sentidos de Anghara se abrían a las imágenes, los sonidos, los hedores de aquella carnicería, y un débil gemido, la miserable protesta de un perro apaleado, surgió de su garganta. El gemido se convirtió en un grito, el grito en llanto, y de improviso el llanto se transformó en un alarido de dolor y desesperación que hendió el caótico torbellino como el aullido de un espíritu de mal agüero.
Anghara cayó de rodillas, cegada por las lágrimas mientras el alarido seguía y seguía, destrozándole la laringe. No vio las espantosas figuras y las deformadas sombras de la hueste diabólica que se abalanzaba hacia el centro del patio; no escuchó el golpear de miles de alas ni sintió el abrasador torbellino cuando se reunieron y convergieron girando como una peonza; ni siquiera se dio cuenta del momento en que se alzaron por los aires enrarecidos —un tornado viviente— y luego se proyectaron hacia arriba para desaparecer en la noche. De lo único que se dio cuenta fue del sonido de su propia voz, hasta que el último dique de contención se quebró en su interior y cayó hacia adelante, la espada estrellándose sobre el suelo al caer de su mano temblorosa cuando se desplomó inconsciente sobre las losas empapadas de la sangre de Fenran.
E
l amanecer se arrastró sobre las murallas de Carn Caille en una delgada y pálida neblina mientras el sol mostraba sus primeros rayos rojos por el este. La fortaleza estaba en silencio. No había lámparas encendidas en las ventanas; ningún centinela se recortaba contra el cielo que se iluminaba poco a poco. En alguna parte sobre el mar, una gaviota lanzaba un triste lamento; el ligero viento, que cambiaba de dirección de modo caprichoso, ora del noroeste ora del nordeste, anunciaba lluvia antes de que hubiera pasado mucho tiempo.
No sabía cuántos estaban muertos. Durante quizás un minuto, o acaso una hora, permaneció sentada allí donde había estado desde que recuperara el conocimiento, las manos fláccidas e inútiles sobre el regazo, la cabeza girando despacio primero hacia un lado, luego hacia el otro, los ojos vacuos absorbiendo la escena que se presentaba ante ellos.
Hombres y mujeres de la corte de su padre. Habían luchado con toda su destreza y su fuerza formidables, y ahora yacían destrozados, desechos, caídos como si se tratara de trigo en un campo segado. Una cosecha de sangre y almas. Y ella, Anghara hija-de-Kalig, debía entonar su canción funeraria, porque ella era la culpable de todo aquello.
Por fin —su sentido del tiempo tan muerto como los cadáveres que se amontonaban en el patio—, Anghara se puso en pie. Se movía como una anciana; arrastraba los pies para dar un paso, dos, tres. No se atrevió a mirar a su espalda al portal donde Imogen y sus damas habían ardido; siguió su avance cansino hasta llegar al primero de varios montones de cuerpos y clavó los ojos en la maraña de brazos, piernas y armas.