Sus palabras dieron en el blanco como una ráfaga de viento helado del sur, y Anghara la miró de nuevo.
—¿Qué peligro ves? —susurró.
—Eso no puedo decirlo. A lo mejor otra mujer más sabia que yo podría decírtelo, pero carezco de la habilidad para ver con más claridad. Pero tienes toda una vida de felicidad ante ti, mi pequeña. Si quieres conservar esa felicidad, no pienses en la Torre de los Pesares.
Anghara se estremeció de pronto, involuntariamente.
—Soñé con ella anoche. Con la Torre...
—Entonces eso tan sólo confirma lo que digo. No está, bien que tengas tales sueños. Se debería evitar y olvidar ese viejo lugar, y si no lo haces, vas en contra de la misma Tierra.
Por un instante la muchacha pareció mirar a través de Imyssa y más allá de ella, a un reino que sólo ella podía ver, y el miedo que se pintaba en su rostro hizo temblar a la anciana nodriza. Imyssa volvió el rostro hacia la ventana, donde unos delgados jirones de nubes altas dibujaban imágenes en el cielo matinal, y en silencio pronunció una invocación protectora. El conjuro calmó su mente; a los pocos momentos podía ya volverse hacia Anghara otra vez y mostrar un rostro tranquilo.
—Come —dijo—. Y luego vístete. No se debe hacer esperar a tu madre, la reina.
Aguardó hasta que, despacio y con cierta desgana, Anghara empezó a tomar su desayuno, antes de dirigirse en silencio a la habitación contigua que era la suya.
Y de este modo, Anghara contempló cómo la cacería se ponía en marcha, en un intento de reprimir su frustración, pero con poco éxito. Cuando los cazadores estuvieron reunidos en el patio, Fenran se había inclinado desde su caballo —una gran yegua marrón oscuro que ella misma había escogido— y besó su altivo y enojado rostro.
—No te inquietes, mi amor. —Su sonrisa era a la vez cariñosa y perversamente divertida—. Volveremos a cazar mañana, solos tú y yo. Y entretanto te traeré la pieza más exquisita.
—¡Si es que puedes cazar algo mayor que una liebre! —replicó ella.
Fenran se echó a reír, y el enojo de la princesa se aplacó un poco. Dio una palmada en el lomo de la yegua, haciendo que el animal diera nervioso un quiebro tras otro.
—Buena caza, mi amor. Que la Madre Tierra te devuelva sano y salvo.
La cabalgata ofreció un espectáculo impresionante cuando pasó bajo el arco de la vieja torre del homenaje de la fortaleza para salir a la brillante mañana. Kalig iba a la cabeza, resplandeciente sobre su corpulento caballo bayo, con los podencos de más edad, grandes, peludos y grises, corriendo por la abertura a ambos lados de él. Detrás iba Kirra, quien cabalgaba junto a Dreyfer, el encargado de los perros; luego Fenran junto al jefe de los guardabosques de Kalig, con el resto de la jauría que giraba y saltaba como un torrente alrededor de sus monturas. Tras los perros cabalgaban los nobles de menor categoría, los invitados y los criados, y Anghara sintió una punzada de irritación al ver a gran número de mujeres entre ellos. Tenía un nuevo equipo de montar preparado para esta ocasión, había planeado la estrategia, la pieza que perseguiría... y ahora sus planes se habían convertido en cenizas.
El último de los jinetes cruzó el arco, y el sonido de los cascos, ¡as voces y el ladrido de los perros se amortiguó al otro lado de las sólidas murallas de granito de Carn Caille. En algún lugar sobre la cabeza de Anghara, una contraventana repiqueteó con fuerza e intencionadamente: era Imyssa que arreglaba la habitación de la princesa y le lanzaba un oportuno recordatorio de su deber. Anghara suspiró y con una última y pesarosa mirada al invitador azul profundo del cielo se dio la vuelta y penetró de nuevo en la sala.
Encontró a su madre en la antecámara que comunicaba con la sala, y que la familia había convertido en los últimos años en su dominio privado. La luz del sol penetraba a raudales por la alta ventana y hacía resaltar el nuevo retrato que dominaba la pared opuesta: Imogen estaba sentada en un diván acolchado, rodeada por piezas de ropa a medio desenrollar, mientras Middigane, la costurera, se sentaba en un taburete bajo a sus pies.
Middigane era una mujer regordeta que recordaba a un pequeño petirrojo de ojos azules y cabellos todavía negros como el azabache a pesar de su avanzada edad. Vivía en una de las islas exteriores. Viuda de un capitán de barco mercante, había retomado el oficio de su juventud cuando su esposo se ahogó en una tormenta primaveral, y a pesar de los inconvenientes para traerla desde su hogar a Carn Caille siempre que era necesario consultarla, la reina había insistido en asegurarse sus servicios para la realización del traje de novia de Anghara. Imogen había descubierto el talento de Middigane hacía algunos años, y sostenía que era la única costurera de todas las Islas Meridionales que podía empezar a igualar la destreza de sus más sofisticadas colegas del este. Su única pena era que Middigane se negaba con firmeza a abandonar su isla a cambio de una residencia permanente en Carn Caille; pero, conociendo a Middigane, Anghara tenía para sí que tal negativa provenía de su interés en los hombres más viriles de su localidad, algo que le resultaría más difícil permitirse bajo la mirada de la reina.
Cuando la princesa entró, Middigane se incorporó y le dedicó una reverencia. Anghara besó a Imogen, y la reina la estudió con ojos de miope pero críticos.
—Has perdido más peso, Anghara. ¿Cuántas veces he de decirte que no comes lo suficiente? Middigane, me temo que tendremos que entrar un poco más la cintura del vestido.
Middigane se inclinó sobre sus rollos de tela y sacó el traje de novia de Anghara. Hasta ahora consistía en poco más que enaguas y corpiño, pero el traje terminado sería una fantástica mezcla de seda gris perla recubierta de encaje plateado, y rematado con una enorme cola sobre la que Middigane planeaba coser un millar de diminutos ópalos. Anghara hubiera preferido algo bastante más sencillo, pero Imogen no había querido oír hablar de tal idea: estaba decidida a que la boda de su única hija fuera un acontecimiento de gran esplendor y solemnidad, y pensaba demostrar a los dignatarios visitantes procedentes de su país natal que Carn Caille podía igualar a cualquier pompa del este. Se habían producido algunas escaramuzas entre madre e hija, pero Imogen se había salido con la suya y Anghara hubo de resignarse a la perspectiva de una boda celebrada con todo el ceremonial.
Con Middigane moviéndose y enredando a su alrededor, se quitó sus ropas y se introdujo en el traje, luego subió al pequeño taburete para permitir que la costurera se pusiera a coser y sujetar alfileres. Imogen tomó un bordado que había dejado a un lado y mientras alisaba la tela sobre el bastidor, dijo:
—Anghara. Tu padre y yo no estamos nada satisfechos de tu comportamiento en los festejos de anoche.
Anghara volvió la cabeza, con lo que provocó un gemido de protesta de Middigane y sus mejillas enrojecieron enseguida.
—Madre...
—No; quiero que me escuches, criatura. —Imogen levantó la vista, y sus ojos, que normalmente eran plácidos y suaves, aparecían más severos que de costumbre—. Tu temeridad al hablar como lo hiciste a Cushmagar podría haber arruinado toda la temporada de caza. Tal y como están las cosas, no se produjo ningún perjuicio; pero me gustaría pensar que jamás volverás a comportarte de una forma tan estúpida.
Anghara era muy consciente de que Middigane escuchaba con gran atención; no obstante, según la costumbre de los nobles del este, la reina Imogen no sentía el menor escrúpulo en decir lo que pensaba en presencia de inferiores. Ahora, el relato de las fechorías de Anghara se extendería sin duda por todas las islas exteriores en el mismo instante en que Middigane pusiera los pies de nuevo en su tierra, y la princesa se sintió como una criatura de cinco años a la que reprendieran ante las mal disimuladas risitas de sus iguales.
Giró la cabeza enojada.
—Tal como dijiste, madre, no se produjo ningún perjuicio.
—Esa no es la cuestión. Quiero tu palabra, Anghara.
La joven apretó los dientes.
—La tienes. —E hizo una mueca cuando Middigane, distraída, hizo un torpe movimiento y le clavó un alfiler—. ¡Ten cuidado, mujer!
—¡Anghara! —La voz de Imogen sonó helada, y, conocedora del tono y del poco frecuente pero implacable genio de su madre, Anghara se apaciguó.
La reina aguardó hasta que el fuego hubo desaparecido de los ojos de su hija, luego se puso en pie.
—Te dejaré en las manos capaces de Middigane —anunció—. Cuando ella ya no te necesite, puedes venir a verme a mi tocador, y daremos una mirada a las joyas que llevarás en tu boda. —Intercambió una sonrisa amable y un tanto resignada con la pequeña costurera; luego le dio la espalda a su hija y salió de la habitación.
Anghara miró por la ventana la brillante mañana. Pensó en la cacería, en Fenran, en el ladrido de los podencos y en la embriagadora excitación de la caza. A sus pies, Middigane canturreaba desafinadamente con la boca llena de alfileres; la princesa cambió el peso de su cuerpo de un pie al otro y resistió la tentación de pisar la mano de la menuda mujer y fingir que había sido un accidente. Un mes, pensó. Sólo un mes.
Su suspiro fue como un débil soplo en la soleada habitación.
La reina Imogen no volvió a hacer referencia al episodio de la noche anterior cuando Anghara se reunió con ella en su habitación algo más tarde; no obstante, la tensión residual que flotaba en la atmósfera entre madre e hija resultaba palpable e incómoda. Durante dos horas, la princesa permaneció sentada junto a Imogen, examinando obediente la desconcertante colección de collares, diademas, brazaletes y anillos que su madre, con un gusto impecable, había seleccionado para que ella escogiera. La joven no podía concentrarse; el hecho de haberse perdido la cacería aún le dolía, y —aunque no se atrevía a decírselo a su madre— se sentía muy poco interesada en todo aquello. Llevaría lo que Imogen aconsejara. Todo lo que deseaba era alejarse de los sofocantes muros de Carn Caille y encontrarse al aire libre bajo el sol.
Por fin la dura prueba terminó. Anghara abandonó los aposentos de su madre y recorrió a toda prisa los pasillos de la vieja fortaleza en dirección a su propia habitación, ansiosa por librarse de sus ropas palaciegas y aprovechar lo mejor que pudiera lo que quedaba del día antes de que regresaran los cazadores. Se celebraría otra fiesta por la noche, aunque de menor envergadura que la anterior; necesitaba estar a solas un tiempo, antes de que empezara, para reparar sus sentimientos heridos y lograr que su humor no se resintiera.
Por fortuna, Imyssa no estaba allí cuando Anghara llegó a su dormitorio. Se quitó el vestido con rapidez, lo arrojó con descuido sobre la cama, todo arrugado, y se puso una camisa, un jubón, pantalones y botas altas. A Imogen no le gustaba que llevara tales ropas, pero el estilo de vida tosco de Carn Caille era un argumento de bastante peso en sí mismo para triunfar sobre las protestas de la reina: cualquier mujer que no siguiera de vez en cuando a los hombres en su forma de vestir se encontraba con que su radio de acción quedaba severamente restringido. Anghara terminó de vestirse, y como una ocurrencia tardía colocó su cuchillo de hoja ancha favorito en la funda que colgaba de su cinturón. Aún no había pensado qué haría para animarse, pero empezaba a formarse una idea en su mente, y si decidía seguirla el cuchillo resultaría muy útil.
Se sujetó los cabellos en la nuca, de modo que le colgaba en la espalda como una cola de caballo, y descendió a toda velocidad por la escalera de los criados en dirección a los establos. Alguien —y sospechó que Fenran había tenido algo que ver en ello— había tenido la delicadeza de asegurarse de que Sleeth, su yegua, no sirviera de montura a otro jinete de la cacería. En la suave penumbra del establo el animal la saludó con ansiosos relinchos; había percibido la excitación que flotaba en el aire aquella mañana y no podía comprender por qué lo habían dejado atrás. Anghara pasó algunos minutos cepillando con energía el pelaje de la yegua; era una tarea que le gustaba hacer pese a que había una plétora de mozos encargados de ello, y cuando terminó se sentía más limpia en su interior y más tranquila. Sleeth se mostraba inquieta, ansiosa por hacer ejercicio, y Anghara miró al sol a través de la ventana con los ojos entrecerrados. Calculó que faltarían unas dos horas, quizá tres, para que regresaran los cazadores a Carn Caille. Tiempo suficiente para que pudiera disfrutar de una larga y estimulante cabalgada, y a lo mejor —sonrió para sí— traerle a Fenran una sorpresa que éste no esperaba.
No había nadie por los alrededores cuando condujo a la yegua ensillada al patio; lo cual significaba que no había nadie que le hiciera preguntas acerca de adónde iba o que insistiera en que un criado la acompañase. El patio estaba bañado por una luz anaranjada, con largas sombras que se extendían desde la torre del homenaje y el edificio principal; soplaba un airecillo frío que anunciaba la cercanía del otoño, pero no había la menor señal de que el buen tiempo fuera a terminar. Anghara no precisaría escolta. Se montó en la silla de Sleeth y volvió la cabeza de la excitada yegua en dirección a la puerta.
Al cabo de dos horas de cabalgar, la princesa se dijo a sí misma que no había sido más que el azar el que la había conducido a la escarpadura situada en el límite de la tundra. Había evitado la zona donde se desarrollaba la cacería, y sus intenciones eran tomar una ruta a través de la parte norte del bosque donde les gustaba tanto hozar a los jabalíes de la región. Estos cerdos salvajes eran pequeños pero feroces; si conseguía matar a uno y lo llevaba con ella a Carn Caille, su padre y Fenran se quedarían estupefactos.
Pero de alguna forma las cosas no habían salido como Anghara tenía planeado. Con la misteriosa perversidad de su raza, las piaras de jabalíes habían decidido desdeñar sus acostumbrados terrenos de búsqueda de alimentos, y la pieza más grande que había visto en toda la tarde fue un faisán macho de vivos colores que echó a volar ante su cercanía, las alas zumbando por entre las hojas mientras graznaba su gutural grito de alarma. Al final, aburrida de buscar una presa que no se encontraba por ningún sitio, había permitido que Sleeth escogiera el camino por entre los árboles, y cuando las lindes del bosque aparecieron ante ella y la ladera de la larga escarpadura se hizo visible a través de las cada vez más escasas ramas, no había encontrado motivo para no seguir su cabalgada un poco más, hasta la cima de la loma. Para disfrutar del paisaje, se dijo. Nada más.