Naves del oeste (3 page)

Read Naves del oeste Online

Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: Naves del oeste
3.49Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Estás contemplando a diez mil hombres, muchacho. La mayor armada del mundo. Tu… Lord Murad estará a bordo, y probablemente la mitad de los hombres de Galiapeno, vomitando las tripas, sin duda.

—Bastardos con suerte —jadeó Bleyn—. Y nosotros aquí, como un grupo de viudas en un baile, viendo cómo se marchan.

—¿Para qué es todo esto? ¿Es alguna guerra de la que no hemos oído hablar? —preguntó otro muchacho, perplejo.

—Que me cuelguen si lo sé —rezongó Bevan—. Tiene que ser algo grande, para hacer salir así a toda la flota.

—Tal vez son los himerianos y los Caballeros Militantes, que vienen a invadirnos al fin —gritó uno de los más jóvenes.

—Vendrían por los pasos de las Hebros, estúpido. Apenas tienen barcos dignos de ese nombre.

—Los merduk marinos, entonces.

—Hemos estado en paz con ellos durante cuarenta años o más.

—Bueno, hay algo ahí fuera. No se envía una flota a alta mar sólo por diversión.

—Mi madre lo sabrá —dijo bruscamente Bleyn. Se volvió y montó en su alto caballo con un movimiento ágil—. Me voy a casa, Bevan. Tú quédate con éstos; me haríais ir demasiado lento. —Su caballo resoplaba y se agitaba como un fantasma inquieto debajo de él.

—Haz el favor de esperar un momento… —empezó a decir Bevan, pero el joven ya se había marchado, dejando atrás sólo un remolino de polvo.

Lady Jemilla era una mujer llamativa, con el cabello aún tan oscuro como el de su hijo. Sólo bajo un sol muy brillante podían verse los hilos de gris que lo recorrían, como vetas de plata en una mina. Había sido toda una belleza en su juventud, y se rumoreaba que el mismo rey la había honrado una vez con sus atenciones, pero a la sazón era la obediente esposa del alto chambelán de Hebrion, lord Murad de Galiapeno, y lo había sido durante casi quince años. Los coloridos escándalos que había protagonizado en su juventud estaban prácticamente olvidados en la corte, y Bleyn no sabía nada de ellos.

Las tierras de Murad, en la península de Galapen al suroeste de Abrusio, estaban en una zona muy poco concurrida, y la alta mansión que había cobijado a su familia durante generaciones era un edificio austero con aire de fortaleza, construido con la fría piedra de las Hebros. En pleno verano, todavía retenía cierto eco del frío invernal, y había un fuego bajo ardiendo en la cavernosa chimenea de los aposentos de Jemilla. Estaba repasando las cuentas de la casa en su escritorio, mientras junto a ella una ventana abierta ofrecía la visión de los olivos bañados por el sol en las tierras de su esposo, como el fragmento reluciente de un mundo más soleado.

El clamor de la llegada de su hijo le resultó inconfundible. Jemilla sonrió, perdiendo diez años en un instante, y se apoyó los pequeños puños en la parte baja de la espalda, mientras se arqueaba como un gato al levantarse del escritorio.

La puerta se abrió y apareció un paje sonriente.

—Señora…

—Déjale pasar, Dominan.

—Sí, señora.

Bleyn irrumpió como una galerna, apestando a caballo, sudor y cuero caliente. Abrazó a su madre, que le besó en los labios.

—¿Qué ha pasado esta vez?

—Barcos… Un millón de barcos… Bueno, una gran flota, en cualquier caso. Han pasado junto al saliente de Grios esta mañana. Bevan dice que Murad va a bordo, con los hombres que se llevó a Abrusio el mes pasado. ¿Qué está ocurriendo, madre? ¿De qué gran acontecimiento quedaremos al margen esta vez? —Bleyn se dejó caer en un sillón cercano, llenando el antiguo terciopelo de polvo y pelo de caballo.

—Para ti es lord Murad, Bleyn —dijo bruscamente Jemilla—. Ni siquiera un hijo debe mostrar tanta familiaridad cuando su padre pertenece a la alta nobleza.

—No es mi padre. —Un estallido automático de petulancia.

Jemilla se inclinó hacia delante en un gesto fatigado, bajando la voz.

—Ante el mundo, lo es. Ahora bien, esos barcos…

—Pero nosotros sabemos la verdad, madre. ¿Por qué fingir?

—Si quieres conservar la cabeza sobre los hombros, también debes actuar como si fuera tu padre. Habla con tus amigos todo lo que quieras; los tengo vigilados. Pero ante los extraños, te tragarás esa píldora con una sonrisa. Quiero que me entiendas, Bleyn. Estoy harta de explicártelo.

—Yo estoy harto de fingir. Tengo casi diecisiete años, madre; soy un hombre por derecho propio.

—Si dejas de fingir, ese hombre en el que te has convertido de repente dejará de estar vivo para lamentarse, te lo prometo. Abeleyn no tolerará a un hijo de fuera del matrimonio, todavía no, pese a que esa puta de Astarac es tan estéril como un campo sembrado de sal.

—No lo comprendo. Estoy seguro de que un heredero bastardo es mejor que ninguno.

—Todo se debe a lo ocurrido durante la guerra civil. Abeleyn quiere que todo esté absolutamente claro. Un heredero legítimo para el rey, a quien nadie pueda cuestionar. Aún no tiene cincuenta años, y ella es aún más joven. Y tienen a ese hechicero de Golophin tejiendo sus embrujos, tratando de hacer que la semilla de Abeleyn crezca en el vientre de la reina año tras año.

—Y todo para nada.

—Sí. Ten paciencia, Bleyn. El rey recobrará el sentido común al final, y comprenderá que, como tú dices, un bastardo es mejor que nada. —Jemilla sonrió al decirlo, y su sonrisa no era del todo agradable. Se daba cuenta de que la situación Heria a su hijo. No pasaba nada; era algo a lo que el joven tendría que acostumbrarse.

Jemilla le alborotó el polvoriento cabello.

—¿Qué es eso de una flota de barcos?

Bleyn estaba enfurruñado y tardó en contestar, pero Jemilla pudo ver que la curiosidad podía más que su irritación.

—Dice Bevan que es toda la flota. ¿Qué está pasando, madre? ¿Qué guerra nos hemos perdido?

Fue el turno de Jemilla para hacer una pausa.

—Yo… No lo sé.

—Tienes que saberlo. Él te lo cuenta todo.

—No es cierto. Sé poco más que tú; se ha llamado a todas las grandes casas, y se ha firmado una gran alianza, como no se había visto desde los días del Primer Imperio. Hebrion, Astarac…

»… Gabrion. Torunna y los merduk marinos. Sí, madre, hace meses que llegó esa noticia. De modo que los himerianos han invadido al fin, ¿es eso? Pero no tienen ninguna flota digna de ese nombre. Y Bevan dice que nuestros barcos van rumbo al oeste. ¿Qué hay ahí fuera, excepto mar vacío?

—Sí. ¿Qué hay ahí fuera? Una hueste de rumores y leyendas, tal vez. Un mito a punto de cobrar vida.

—Y ahora vuelves a hablar en acertijos. ¿Es que nunca puedes contestarme directamente?

—Controla tu lengua —espetó Jemilla—. No tienes ni diecisiete años, ¿y crees que puedes llevarme la contraria y faltar al respeto a tu… a tu padre? Mocoso.

El muchacho se calló, con expresión enfurruñada.

Jemilla siguió hablando con tono más suave.

—Hay leyendas sobre un país en el oeste, un mundo nuevo que continúa deshabitado y sin explorar. Es un tema de cuentos infantiles aquí en Hebrion, y lo ha sido durante siglos. Pero ¿y si las historias infantiles fueran reales? ¿Y si realmente existiera un continente vasto y desconocido en el oeste? ¿Y si te digo que los barcos hebrioneses ya han estado allí, y que los pies hebrioneses ya han pisado esas tierras?

—Aplaudiría el valor de los hebrioneses, pero ¿qué tiene eso que ver con la flota que he visto esta mañana?

—Se ha hablado mucho en la corte, Bleyn, y los rumores han llegado incluso hasta aquí. Hebrion está a punto de enfrentarse a la amenaza de una invasión, o eso parece.

—¡De modo que son los himerianos!

—No, es otra cosa. Algo del oeste.

—¿El oeste? Pero… ¡Ajá! ¿Quieres decir que realmente hay un imperio nuevo al otro lado del mar? ¡Madre, ésta es una noticia increíble! ¿Cómo puedes estar ahí sentada tan tranquila? ¡Vivimos en tiempos maravillosos! —Bleyn pegó un salto y empezó a pasear por la estancia, dando palmas en su excitación. Su madre lo observaba, irritada. Seguía siendo un niño, con los entusiasmos de un niño y la ignorancia de un niño. Había creído educarlo mejor. Tal vez si su padre hubiera sido realmente Abeleyn (o Murad), Bleyn habría sido diferente, pero aquel mocoso descendía de Richard Hawkwood, un hombre a quien Jemilla, irónicamente, podía haber amado (el único hombre al que tal vez había amado), pero que era sólo un plebeyo, y por lo tanto inútil para su vida y ambiciones. «De todas formas», pensó, «no hay más remedio que trabajar con lo que se tiene. Y es mi hijo, después de todo. Soy su madre. Y le amo, eso es innegable».

—No es un imperio —le corrigió—. O, al menos, todavía no. Sea lo que sea lo que ha surgido en el oeste, parece que ha estado relacionado con los acontecimientos de Normannia durante innumerables siglos. No estoy segura de cómo, pero los himerianos son parte de ello, y el Segundo Imperio está de algún modo bajo su control.

—Eres muy poco concreta, madre —dijo Bleyn, con cierta solemnidad.

—Es todo lo que sé. Pocos hombres saben más, excepto lord Murad, el rey y el mago Golophin.

«Y Richard Hawkwood», pensó inesperadamente. Él también lo sabría todo, pues había capitaneado aquella desdichada expedición años atrás. La mayor hazaña marítima de la historia, según se decía, pero la corona había suprimido toda mención a ella durante los años siguientes. El interés inicial (o, mejor dicho, la histeria) había desaparecido al cabo de un año. Los diarios de navegación no se hicieron públicos, y ningún superviviente trató de vender la historia en la calle en forma de panfletos. Era como si nunca hubiera sucedido.

Su esposo había sido el causante de ello. Murad no olvidaba nada, no perdonaba nada. El hombre estaba obsesionado con arruinar a Richard Hawkwood, y Jemilla no podía imaginar por qué. Algo les había ocurrido en el oeste, algo terrible. Era como si Murad tratara de purgarlo de su alma. Y si no podía hacerlo, enterraría todo aquello que se lo recordara.

Si alguna vez descubría que Bleyn era en realidad hijo del navegante… El rostro de Jemilla se enfrió al pensarlo.

De modo que Hawkwood no había sacado nada de su gran viaje, una vez concluidos los banquetes y audiencias iniciales. Había sido una fama fugaz, rápidamente olvidada. Incluso el rey, pensó Jemilla, parecía preferir silenciar el asunto. ¿Qué había ocurrido allí, para destruir su expedición y marcar de aquel modo sus vidas?

¿Y qué estaba llegando de aquel terrible lugar que justificara semejantes preparativos? Alianzas, programas de construcción de flotas, proyectos de fortificaciones… Durante los últimos cinco años, Hebrion y sus aliados se habían estado preparando para una gran batalla contra lo desconocido. Y ésta había empezado. Jemilla podía sentirlo, con la misma claridad que un hedor molesto traído por el viento.

Bleyn la estaba observando.

—¿Cómo puedes quedarte ahí sentada, madre, sin mostrar ningún interés? Sé que eres una mujer, pero no como las otras mujeres que conozco…

—¿Y conoces a muchas?

—Conozco a otras mujeres nobles. Tú eres como un halcón entre palomas.

Jemilla se echó a reír. Tal vez no era tan niño como había pensado.

—Me mantengo en mi lugar, Bleyn, como es mi obligación. Lord Murad no es un hombre al que se pueda contrariar a la ligera, como bien sabes, y prefiere que tú y yo nos quedemos lejos de la corte. El rey también lo prefiere así; somos un esqueleto que lleva demasiado tiempo oculto en un armario. Debemos tener paciencia, eso es todo.

—Pero ya soy un hombre. Puedo montar a caballo como cualquier soldado, y con la espada soy el mejor de todo Galiapeno. Debería estar ahí fuera en esos barcos, o al menos al mando de un tercio en la guarnición de la ciudad. Mi sangre lo exige. Lo exigiría aunque fuera hijo de Murad y no del rey.

—Cierto.

—¿Qué clase de educación crees que puedo recibir aquí, en el campo? No sé nada sobre la corte ni sobre los demás nobles…

—Ya basta, Bleyn. Sólo puedo aconsejarte que tengas paciencia. Tu momento llegará.

Bleyn levantó la voz.

—¡Llegará cuando me haya convertido en un viejo chocho y mi juventud se haya desperdiciado sobre las piedras de este maldito agujero!

Salió de la habitación hecho una furia, golpeándose el hombro con el marco de la puerta. El polvo de su paso quedó flotando en el aire detrás de él. Jemilla podía olerlo. Polvo. Todo lo que quedaba de dieciséis años de su vida. Había apuntado alto (demasiado alto); aquel casi encarcelamiento era su castigo, y Murad su carcelero. Tenía suerte de estar viva. Pero Bleyn tenía razón. Tal vez era el momento de hacer otro intento, antes de que transcurrieran dieciséis años más bajo el sol y el árido polvo de aquel maldito agujero.

Capítulo 2

Habían aparecido las primeras prímulas, y los nuevos arbustos se retorcían en brotes verdes de forma gótica por entre de las hojas de los pinares. El viento olía a resina de pino, hierba nueva y crecimiento; una limpia frescura de la que el frío empezaba a desaparecer, para ser sustituido por algo nuevo.

Los caballos habían captado el sabor del aire y trotaban y se mordisqueaban el uno al otro como potrillos. Los dos jinetes que se habían adelantado al grupo principal les dieron rienda suelta, y pronto estuvieron galopando junto a los flancos de los grandes cerros que formaban aquella parte del mundo. Cuando sus monturas empezaron a resoplar y soltar vapor, las detuvieron y continuaron al paso.

—Hydrax se está adaptando muy bien —dijo el hombre—. Parece que tienes cierto talento para eso, después de todo.

Su compañera, una muchacha joven, frunció los labios.

—Eso creo. Shamarq dice que si paso más tiempo a caballo se me torcerán las piernas. Pero ¿quién se daría cuenta, con un vestido de corte?

El hombre se echó a reír, y continuaron en silencio, mientras los caballos se abrían paso a través de los ásperos y enmarañados brezos de la colina. En una ocasión, la muchacha señaló en silencio al cielo del norte, donde planeaba un ave rapaz solitaria. El hombre siguió la dirección de su dedo y asintió.

A media milla por detrás de ellos, un grupo de cuarenta jinetes los seguía obstinadamente. Entre ellos había caballeros con armadura y damas ricamente vestidas. Uno llevaba un estandarte de seda que se agitaba y se retorcía en el viento, de modo que su divisa era imposible de distinguir. Muchos guiaban mulas pesadamente cargadas que tintineaban al andar.

El hombre se volvió en su silla.

—Será mejor que dejemos que nos alcancen. No son centauros como tú.

Other books

Still by Mayburn, Ann
Upside Down by Liz Gavin
What Stays in Vegas by Labonte, Beth
The Family Men by Catherine Harris
The Waking That Kills by Stephen Gregory
The Wanderers by Richard Price
El arca by Boyd Morrison
Leap of Faith by Candy Harper
French Kissing by Lynne Shelby
The House of Rothschild by Ferguson, Niall