El
Pontifidad
iba a la vanguardia de la flota, formando la punta de la flecha, por lo que se había hundido a cierta distancia del grupo principal de barcos. Hawkwood comprendió que estaba desplazándose hacia el este con la brisa, lejos de los bancos de niebla restantes y la terrible maraña de cascos rotos a barlovento. En los lugares donde ardían, el agua continuaba relativamente tranquila; el hechizo de los brujos del clima tardaría más en desvanecerse en el centro de la flota. Pero allí, apenas a media milla marina de distancia, el viento empezaba a arreciar. Hawkwood estudió el cielo y observó las nubes crecer y oscurecerse en el oeste, presagiando una tormenta. Al parecer, no dejarían nada al azar.
¿Habría escapado alguien más del barco insignia? De nuevo la oleada de vergüenza. Setecientos hombres y dos reyes. Buen Dios.
Pero no podía abandonar. No podía obligarse a morir; era la misma obstinación que le había mantenido con vida años atrás en el oeste. Sin voluntad consciente, se encontró estudiando las olas en busca de algo, cualquier cosa, que pudiera permitirle aferrarse a la vida durante unas horas más.
A medio cable de distancia una masa de madera subía y bajaba lentamente con el oleaje. Adheridos a ella había varias vigotas y trozos de obenque. Hawkwood comprendió que eran los restos de la cofa mayor. Se dirigió hacia ella, abandonando el odre de vino, y durante media hora de desesperación luchó contra las empinadas olas con las fuerzas que le quedaban. Cuando la alcanzó, no tenía ánimos para subirse encima, de modo que se quedó agarrado a ella, temblando e inerte, con las manos convertidas en garras rígidas que habían dejado de obedecerle. Por encima de su cabeza las nubes se espesaron, y en el viento oyó los gritos de las gaviotas que se preparaban para disfrutar del festín del desastre, pero Hawkwood cerró los ojos y continuó agarrado a la cofa, sin importarle ya el motivo.
Agonía en sus manos. Trató de gritar cuando se las agarraron en un apretón implacable, haciendo estallar las ampollas y arrancando la chamuscada piel. Fue arrastrado fuera del agua, y cayó con un golpe sobre la madera mojada de las ruinas de la cofa mayor. Permaneció allí tumbado, totalmente empapado, y un grito murió en su boca llena de sal.
—Todo está bien, Richard. Yo me encargo de ti.
Abrió los ojos y vio sólo una sombra, recortada en negro contra el cielo.
Los aposentos de la reina eran un lugar sombrío. Pese al calor del aire de primavera en el exterior, había fuegos encendidos en las enormes chimeneas, y los ornamentados postigos que flanqueaban las ventanas estaban cerrados, dejando entrar sólo una luz pálida y apagada que apenas podía competir con el resplandor de las llamas.
Las damas de honor tenían un atractivo aspecto sonrojado, y sus vestidos escotados ofrecían una visión intrigante del sudor que relucía en sus clavículas. Corfe tiró de su propio cuello apretado y las despidió mientras se congregaban a su alrededor entre reverencias.
—Id fuera y tomad un poco de aire, por el amor de Dios.
—Majestad, nosotras…
—Id, señoras; yo hablaré con la reina.
Más reverencias, y las damas salieron de la habitación, agitando sus blancas manos como abanicos ante su rostro, y levantándose las faldas como si estuvieran pasando entre charcos. Corfe las contempló marcharse con aire apreciativo, y luego recobró la compostura.
—¡Esto parece una casa de baños en Macassar! —gritó—. ¿Qué nueva ocurrencia es ésta, señora?
Su esposa salió del dormitorio interior. Se había envuelto los hombros con un chal y caminaba apoyada en un bastón de marfil.
—Nada que deba preocupar a un paleto de las provincias por el momento —replicó, con voz seca y clara.
Corfe la tomó en sus brazos con tanto cuidado como si fuera un ornamento delicado, y le besó la arrugada frente. Estaba fría como el mármol.
—Vamos. Hace dos semanas que estamos en Forialon. Hay prímulas en los márgenes del camino real. ¿A qué viene eso de quedarse encogida frente al fuego?
Odelia se apartó.
—¿Qué tal ha ido tu excursión por la ruta de los recuerdos? Espero que a Mirren le gustara. —La reina se acomodó en una silla acolchada junto al fuego, con sus manos cubiertas de venas azules apoyadas en la empuñadura de su bastón. Mientras lo hacía, una bola peluda, oscura y llena de patas descendió por la pared, trepó por su brazo y se instaló en el hueco de su cuello con un sonido como el ronroneo de un enorme gato. Tenía un racimo de ojos relucientes como bayas.
—A ti también te haría bien hacer alguna excursión.
Odelia sonrió. Su cabello, antaño de un dorado brillante, se había reducido y vuelto gris, y los años se revelaban pesadamente en las arrugas y pliegues de su rostro. Sólo sus ojos parecían inmutables, verdes como un mar poco profundo bajo el sol, y llenos de vida.
—Soy vieja, Corfe. Déjame. No puedes luchar contra el tiempo como si fuera un ejército enemigo. Soy vieja e impotente. Los dones que poseía los usé con Mirren. Me habría gustado hacer que fuera un varón, pero ello estaba más allá de mis habilidades. La línea masculina de los Fantyr ha llegado a su fin. Mirren será una reina fantástica para alguien algún día, pero Torunna debe ser siempre gobernada por un rey. Ambos lo sabemos demasiado bien.
Corfe se dirigió a una ventana cerrada y abrió los pesados postigos, dejando entrar el sol y la fresca brisa procedente del mar Kardio en el este. Contempló el mar de tejados debajo de él, las torres del palacio pontificio junto a la plaza. La torre en la que se encontraban medía doscientos pies de altura, pero así y todo podía oír la cacofonía de vendedores que pregonaban sus mercancías en el mercado, el traqueteo de los carros sobre los adoquines y el bramido de las mulas.
—Los primeros días fuimos muy despacio —dijo con tono ligero—. Es increíble la rapidez con que la naturaleza entierra las obras de los hombres. La antigua carretera del oeste prácticamente ha desaparecido.
—Buena observación. Nuestra tarea es evitar que la naturaleza entierre nuestras obras después de que hayamos desaparecido.
—Ya hemos hablado de eso —dijo Corfe, cansado.
—Y volveremos a hablarlo. Hablando de enterrar cosas, mi tiempo en la tierra está terminando. Me quedan sólo meses, no años…
—No hables así, Odelia.
—Y debes empezar a pensar en casarte de nuevo. Está muy bien hacer esos peregrinajes al pasado, pero también debes pensar en el futuro. Necesitas un heredero varón. Dios mío, Corfe, mira cómo está cambiando el mundo. Está a punto de estallar otro conflicto, uno cuyo clímax podría hacer que las guerras merduk parecieran una escaramuza. Las batallas pueden haber empezado ya, en torno a Hebrion, o incluso ante Gaderion. Cuando vayas a la guerra, bastará con una bala errante para que todo esté perdido. Sin ti, el reino estaría condenado. No dejes que lo que has conseguido se convierta en polvo después de tu muerte.
—Oh, ¿de modo que ahora hablamos de mi muerte? Una bonita conversación para una mañana de primavera.
—No has engendrado bastardos, lo sé, pero casi desearía que lo hubieras hecho. Incluso un heredero ilegítimo sería mejor que ninguno.
—Mirren podría gobernar este reino tan bien como cualquier hombre, si se le da tiempo —dijo Corfe con vehemencia. Odelia volvió a sonreír.
—Corfe el rey soldado, el general de hierro, para quien el mundo gira en torno a su única hija. No dejes que el amor te ciegue, cariño. ¿Acaso ves a Mirren dirigiendo ejércitos?
Corfe no tuvo respuesta. Odelia tenía razón, por supuesto. Pero la simple idea de volver a casarse abría de nuevo las heridas de su alma, antiguas y profundas. Aurungzeb, el sultán de Ostrabar, había tenido dos hijos con… con su reina, y varios otros con diversas concubinas, según se decía. Nasir, el único varón, tenía ya casi diecisiete años, y Corfe lo había visto varias veces en sus visitas de estado a Aurungbar. Tenía el cabello negro, los ojos grises, y la tez morena de un merduk. Un hijo del que estar orgulloso. La hija era un par de años más joven, aunque permanecía enclaustrada, como era la costumbre de las damas merduk.
Su madre tampoco abandonaba casi nunca los confines del harén durante aquellos días. Corfe no la había visto en más de dieciséis años, pero había habido un tiempo, en lo que parecía un mundo diferente, en que ella había sido su esposa, el amor de su vida. Sí, la antigua cicatriz latía todavía. Sólo se curaría cuando su corazón se detuviera.
—Sin duda tienes una lista de candidatas a la sucesión.
—Sí. Aunque debo decir que es muy corta. Hay escasez de princesas en la actualidad.
Él estalló en carcajadas, echando atrás la cabeza como un muchacho.
—¿Adónde irá a parar el mundo? Y bien, ¿quién es la primera de tu lista? ¿Una pálida doncella de Hebrion? ¿O una matrona de Astarac con los ojos oscuros?
—Su nombre es Aria. Es joven, pero de linaje excelente, y su padre es alguien con quien debemos establecer todos los lazos posibles en el momento actual.
—¿Abeleyn? ¿Mark? —Corfe estaba desconcertado.
—Aurungzeb, estúpido. Aria es su única hija con su reina ramusiana, la hermana de su heredero, y por tanto una princesa de sangre real. Cásate con ella, y unirás Torunna y Ostrabar de modo irrevocable. Ten hijos con ella, y…
—No.
—¿Cómo? No he terminado.
—He dicho que no. No me casaré con esa muchacha. —Se apartó de la ventana, y su rostro estaba pálido como la tiza—. Busca a otra.
—Ya he tanteado el asunto a través de mis contactos diplomáticos. Su padre aprobaría la unión. Vuestros hijos unirían las casas reales de Ostrabar y Torunna para siempre, y nuestra alianza se volvería inquebrantable.
—¿Lo has hecho sin mi permiso?
—¡Todavía soy la reina de Torunna! —espetó ella, con un resto de su antiguo fuego centelleando en sus maravillosos ojos—. ¡No necesito permiso tuyo cada vez que quiera mear en una bacinilla!
—Para esto sí —dijo él suavemente, y sus propios ojos estaban fríos como el invierno y duros como el pedernal.
—¿Cuál es tu objeción? La muchacha es joven, cierto, pero yo aún no estoy muerta. Según se dice, es una auténtica belleza, la viva imagen de su madre, y de carácter dulce por añadidura.
—Por Dios, estás bien informada.
—Me preocupo mucho por estarlo. —Su voz se suavizó—. Corfe, me estoy muriendo. Déjame hacer una última cosa por ti, por el reino. No he sido una gran esposa para ti durante estos últimos años…
Él abandonó la ventana e hincó una rodilla en tierra junto a la silla de Odelia. La piel de su rostro parecía fina como la gasa bajo su mano. Le pareció que podría salir volando con la brisa que entraba por las ventanas.
—Has sido una gran esposa, y mucho más que una esposa. Has sido una amiga, una consejera y una gran reina.
—Entonces concédeme este último deseo. Mantén Torunna unida. Cásate con esta muchacha. Ten un hijo; un ejército de hijos. Tú también eres mortal.
—¿Y qué pasará con Mirren?
—Deberá casarse con el joven Nasir.
Corfe cerró los ojos. El antiguo dolor ardía en lo más profundo de su pecho. Había previsto aquella última sugerencia. Pero ¿casarse con la hija de Heria? ¿Con la hija de su propia esposa? Nunca. Se incorporó, con el rostro pétreo.
—Hablaremos de esto en otra ocasión, señora.
—Hablaremos de esto ahora.
—Creo que no. —Volviéndose sobre sus talones, abandonó la oscura estancia sin mirar atrás.
Un mensajero lo esperaba en el exterior.
—Majestad, el coronel Heyn me ha ordenado que os informe de que han llegado correos con despachos de Gaderion.
—Bien. Los recibiré en el salón de armas. Mis respetos al coronel, y dile que se reúna allí conmigo en cuanto pueda. El mismo mensaje para el general Formio y el resto del alto mando. —El mensajero saludó y salió a toda prisa.
El guardaespaldas personal de Corfe, Felorin, lo alcanzó en el corredor mientras el rey avanzaba con sus botas resonando contra la piedra pulida. No intercambiaron una sola palabra durante el recorrido por el ala de la reina en dirección al palacio propiamente dicho. Había menos cortesanos que en los días del rey Lofantyr, y todos vestían sobriamente, en tonos burdeos. Cuando el rey pasaba junto a ellos, le dedicaban saludos militares. Por su parte, las damas de la corte, tan engalanadas como siempre, hacían delicadas reverencias al paso del rey, que las saludaba con la cabeza, sin aflojar el paso en ningún momento.
Atravesaron la sala de audiencias, mientras sus pasos resonaban en el austero vacío, y los pasillos y cámaras se volvieron menos majestuosos y más antiguos. Había más madera y menos piedra. Los fimbrios habían construido el palacio de Torunn como sede del gobernador imperial, que también era el general de un considerable ejército. Aquella parte del complejo había formado parte de los cuarteles del ejército, pero hasta la llegada al trono de Corfe sus estancias habían sido utilizadas principalmente como almacenes. Corfe las había devuelto a su propósito original, y a la sazón albergaban a quinientos hombres, la guardia personal del rey. Eran voluntarios, procedentes del ejército y otros estamentos, que habían superado un riguroso programa de adiestramiento diseñado por el propio Corfe. En sus filas servían fimbrios, torunianos, salvajes címbricos e incluso había una notable proporción de merduk. En la guarnición, vestían con casacas negras y escarlata, el antiguo uniforme de «sangre y moratones» que habían lucido los hombres de John Mogen. En el campo de batalla montaban en pesados caballos de guerra, incluso los fimbrios, e iban armados con pistolas y largos sables. Tanto ellos como sus cabalgaduras estaban habituados a llevar tres cuartos de armadura, tan finamente templada por los herreros torunianos que detenía incluso las balas de arcabuz. En la coraza de cada hombre había una muesca esférica y superficial donde esto se había comprobado.
—¿Dónde está hoy Comillan? —preguntó Corfe a Felorin en un ladrido.
—En los terrenos de prueba, con la nueva hornada.
—¿Y Formio?
—Viene de camino desde el campo de Menin.
—Iremos primero allí, entonces. Adelántate, Felorin, y prepara el salón de armas para una reunión. Mapas del paso de Torrin, una mesa de arena y algo de brandy; ya sabes.
Felorin dirigió una extraña mirada a su monarca, aunque sus tatuajes hacían que su expresión fuera difícil de leer incluso en el mejor momento.