—Perdonadme, señora. —Estaba a punto de dejarla cuando ella levantó las manos y le agarró la cara. Se miraron. Hawkwood no supo leer sus ojos.
—Estáis perdonado, capitán —dijo ella suavemente. Apoyó la cara en el hueco del cuello de Hawkwood, y éste la sintió temblar. Le besó el cabello húmedo, desconcertado y eufórico al mismo tiempo. Isolla permaneció medio minuto abrazada a él; luego se irguió y, sin mirarle ni decir una palabra, se marchó, chapoteando por la escala hasta su propio camarote. Hawkwood permaneció inmóvil, como un hombre aturdido.
Cuando finalmente regresó a cubierta, se sentía extrañamente distante, como si la supervivencia del barco ya no importara. Había cuatro hombres al timón, y el resto de la tripulación se había acurrucado bajo el alcázar, resguardándose del viento. Hawkwood se recobró y comprobó el rumbo en la brújula. Avanzaban a toda velocidad con rumbo este–nordeste, y si no se equivocaba mucho, el
Liebre de mar
había alcanzado al menos los nueve nudos. Antes del chubasco se habían encontrado a unas cincuenta leguas a barlovento de la costa de Gabrion. Con aquella velocidad, chocarían con la costa al cabo de unas dieciséis horas. No había tiempo que perder. Con la mente despejada, Hawkwood se plantó junto al timón, se agarró a la cuerda de salvamento y gritó a los timoneles:
—¡Dos puntos a babor! Quiero pasar a norte–nordeste, muchachos. ¡Arhuz!
—Sí, señor. —El segundo de a bordo parecía tan moreno y mojado como una foca.
—Quiero un ancla de fuera en la popa, atada a un cable de quinientas brazas y una pulgada de grosor. Usa uno de los juanetes. Debería frenar la deriva. —Arhuz no respondió, pero asintió muy serio y abandonó el alcázar, llamando a un grupo de hombres para que lo siguieran abajo.
La decisión estaba tomada. Tratarían de superar la Queja y dirigirse a la costa norte. Si el viento del sur les azotaba después de haber dejado atrás el chubasco, tendrían todo el espacio del mar Hebrio para maniobrar, en lugar de luchar por conseguir espacio de mar a lo largo de la costa sur de Gabrion. Tendrían que arriesgarse a cruzar el estrecho. No había más remedio.
«Si llegamos tan lejos», pensó Hawkwood. No dejaba de pensar en los brazos de Isolla en torno a su cuerpo, el sabor salado de sus labios inmóviles bajo los de él. No comprendía qué había significado aquello, y lamentaba el brandy que ella debía haber notado en su boca.
El barco viró, y el azote del viento pasó de la parte trasera de su cabeza a su oreja izquierda. El barco empezó a balancearse todavía más, con un movimiento de sacacorchos que hizo entrar aún más agua en la proa, mientras que la presión sobre el timón parecía apunto de arrancar los radios de la rueda de los puños de los timoneles. Usaron los aparejos de fijación para ayudarse, pero Hawkwood casi podía sentir los cables deslizándose sobre el tambor.
—¡Maniobras pequeñas! —gritó a los timoneles. Tenían muy poco espacio para maniobrar, y su rumbo debía ser exacto.
Bleyn apareció en cubierta vestido con un impermeable demasiado grande para él.
—¿Qué puedo hacer? —gritó con voz aguda.
—Ve abajo. Ayuda con las bombas.
El muchacho asintió, esbozó una amplia sonrisa y volvió a desaparecer. Las bombas enviaban un buen chorro de agua a sotavento, pero estaba entrando más de la que el
Liebre de mar
podía soportar.
Como conjurado por la preocupación de Hawkwood, apareció el carpintero del barco.
—¡Pieto! —le saludó Hawkwood—. ¿Qué tal flota?
—Hay tres pies de agua en la sentina, capitán, y subiendo. Siempre fue un barco muy seco, pero este rumbo le está abriendo las costuras. Hay estopa flotando por toda la bodega. ¿No podemos ponerlo otra vez delante del viento?
—Sólo si quieres estrellarlo contra Gabrion. Continúa con las bombas, Pieto, e instala las mangueras de los escobenes delante. Tenemos que capear esta tormenta. —El carpintero saludó con la mano en la frente y se dirigió abajo, con aspecto descontento y asustado.
Hawkwood se encontró admirando su valiente barco. El
Liebre de mar
cabalgaba con valor sobre el pesado oleaje, que había empezado también a golpear la cuadra de babor, y su afilado saltillo se mantenía fiel a su rumbo pese a los tirones del timón. Parecía tan obstinado e indomable como su capitán.
Aquello era estar vivo, aquello era saborear la vida. Era mejor que cualquier cosa que pudiera encontrarse en el fondo de una botella. Era la razón por la que había nacido.
Hawkwood se mantuvo en su puesto en el lado de barlovento del alcázar, sintiendo la espuma sobre su rostro y su barco ágil y vivo bajo sus pies, y se rió en voz alta de las nubes negras, la lluvia torrencial y la furia malévola de la tormenta.
Corfe había decretado que el funeral debía ser tan magnífico como el de un rey, y finalmente la reina Odelia fue sepultada con una solemnidad como no se había visto en Torunn desde la muerte del rey Lofantyr, casi diecisiete años atrás. Los Huérfanos de Formio formaron en las calles con sus picas en posición vertical, y una tropa de cinco mil catedralistas acompañó al carruaje fúnebre hasta la catedral, donde la reina de Torunna debía ser enterrada en la gran cripta familiar de los Fantyr. El propio sumo pontífice, Albrec, entonó la oración fúnebre, y todos los notables del reino se congregaron en los bancos a escuchar, ataviados con sus sombrías galas. Con Odelia desaparecía el último lazo de unión con la antigua Torunna, con un mundo diferente. Entre la multitud, muchos lanzaban miradas discretas hacia la cabeza coronada del rey, preguntándose si los rumores de una inminente boda real serían ciertos. Era del dominio público que la reina deseaba que su esposo volviera a casarse antes de que su cadáver se hubiera enfriado, pero ¿con quién? ¿Qué clase de mujer sería la elegida para ocupar el trono de Odelia, estando en guerra abierta contra todo el poder del Segundo Imperio, con Hebrion en manos enemigas y Astarac vacilando? La solemnidad de los reunidos al despedir a su reina no era fingida. Sabían que Torunna se acercaba a una de las encrucijadas más críticas de su historia, tal vez más peligrosa de lo que habían sido las guerras merduk en su apogeo. Y corrían rumores de que Gaderion ya había sido sitiada, y que el general Aras tenia problemas para defender el paso de Torrin. ¿Qué haría Corfe? Durante los últimos días, miles de reclutas habían acudido a la capital y habían empezado sus ejercicios de adiestramiento. Torunn se había convertido en una fortaleza donde se concentraban los ejércitos. ¿Adónde irían? Nadie lo sabía, fuera del alto mando, y sus miembros se mostraban tan reservados como confesores.
Cuando terminó el funeral y el cuerpo de Odelia quedó depositado en la cripta real, los asistentes abandonaron la catedral uno tras otro, hasta que sólo hubo dos personas en la primera fila de bancos. El rey (con su guardaespaldas Felorin en pie entre las sombras) y el general Formio. Tras unas breves palabras, Formio partió, apoyando una mano en la nuca del rey y sacudiéndola suavemente. Se sonrieron, y Corfe volvió a inclinar la cabeza, con la diadema que había pertenecido a Kaile Ormann centelleando en su frente. Finalmente, el rey se levantó. Felorin lo siguió como una sombra, y el monarca llamó a la puerta de la sacristía de la catedral. Una voz hueca dijo «Adelante», y Corfe empujó la enorme puerta con goznes de hierro. El pontífice Albrec estaba dentro, flanqueado por un par de inceptinos que le ayudaban a quitarse los ropajes. Su amigo Avila, obispo de Torunn, permanecía a un lado. Se inclinó al entrar Corfe. Tras los clérigos relucía una galería de cálices y relicarios, y una larga barra de donde colgaban los ricos ornamentos ceremoniales que un pontífice debía vestir en momentos como aquél.
—Una hermosa ceremonia —dijo Avila—. La reina no merecía menos. —Los años habían acentuado las líneas aristocráticas de su rostro. Los ignorantes habrían podido confundirlo con el pontífice, en lugar del hombrecillo rechoncho y mutilado que era Albrec.
—Dejadnos, hermanos —dijo bruscamente Albrec, y los dos inceptinos se inclinaron ante el rey y el pontífice y salieron por una pequeña puerta lateral.
Avila vaciló un instante y, ante un movimiento de cabeza de Albrec, se inclinó una vez más ante el rey y los siguió sin una sola palabra.
—Corfe, ¿quieres echarme una mano? —preguntó Albrec, tirando de su casulla ricamente bordada.
—Felorin —dijo el rey—, espera fuera y que nadie entre.
El soldado asintió sin decir nada, salió y cerró la gran puerta de la sacristía con un golpe apagado.
Corfe ayudó a Albrec a despojarse de su atuendo ceremonial y a colgarlo en la barra, mientras el pequeño clérigo se ponía un hábito negro de inceptino y, resoplando suavemente, besaba el símbolo del Santo y se lo colgaba al cuello. El aire entraba y salía silbando de los orificios gemelos donde había estado su nariz.
Había un fuego ardiendo en una pequeña chimenea de piedra, hábilmente esculpida en un solo bloque de basalto de las Címbricas. Permanecieron ante ella, calentándose las manos como hombres que hubieran trabajado juntos al aire libre. Fue Albrec quien rompió el silencio.
—¿Todavía estás decidido?
—Lo estoy. Ella lo hubiera querido. Fue su último deseo, en realidad. Y tenía razón. El reino lo necesita. La chica ya está en camino.
—El reino lo necesita —repitió Albrec—. ¿Y tú, Corfe?
—¿Yo? Los reyes tenemos deberes, además de privilegios. Debe hacerse, y pronto, antes de que empiece la campaña.
—¿Qué hay de Heria? ¿Tienes alguna noticia sobre cómo se lo está tomando?
Corfe se encogió como si le hubieran golpeado.
—Ni una palabra —dijo. Empezó a frotarse las manos sobre las llamas como si se las estuviera lavando—. Han pasado dieciséis años desde la última vez que vi su cara, Albrec. La alegría que compartimos hace tanto tiempo ahora parece un sueño. —Algo se rompió en la voz de Corfe, y su expresión se volvió dura y decidida como el basalto de la chimenea encendida delante de él—. Uno no puede vivir de recuerdos, y menos aún cuando uno es el rey.
—Hay otras mujeres en el mundo, otras alianzas que podrías buscar —dijo suavemente Albrec.
—No. Ésta es la que el país necesita. Un día, Albrec, profetizo que Torunna y Ostrabar serán un solo reino, un reino unido donde la guerra que libramos no será más que un recuerdo, y esta parte del mundo conocerá al fin la verdadera paz. Cualquier cosa, cualquier sacrificio, cualquier dolor vale la pena para conseguir ese fin.
Albrec inclinó la cabeza, con los ojos fijos en el rostro torturado de Corfe. «¿Y tú, amigo mío?», pensó. «¿Qué pasará contigo?»
—Golophin ha estado llevando mensajes a tanta velocidad como puede volar su halcón. Aurungzeb está enterado de la muerte de Odelia, y hemos acordado una ceremonia pequeña y discreta, en cuanto llegue la muchacha. No habrá celebraciones públicas ni grandes espectáculos, tan pronto después de… de lo de hoy. La gente será informada en su momento, y yo podré marcharme a la guerra sin más retrasos. Quiero que tú oficies la ceremonia, Albrec. —Corfe agitó un brazo—. Aquí, lejos de los curiosos.
—¿En la sacristía?
—Es un lugar tan bueno como cualquier otro.
Albrec suspiró y se frotó los muñones donde, años atrás, la congelación le había privado de sus dedos.
—Muy bien. Pero Corfe, te diré algo. Deja de castigarte por la jugada que te ha hecho el destino. No es culpa tuya, ni tienes nada de qué avergonzarte. Lo hecho, hecho está. —Alargó una mano y la apoyó en el hombro de Corfe. El rey de Torunna sonrió.
—Sí, por supuesto. Hablas como Odelia. —Hizo un intento estrangulado de reír—. Sangre de Dios, Albrec, la echo de menos. Fue una de las grandes amigas de mi vida, como Andruw, y Formio, y otros que llevan mucho tiempo muertos. Era otra mano derecha. De haber sido hombre, habría sido un gran rey. —Se frotó el ojo con la palma de la mano—. Tal vez debí decírselo. Puede que no hubiera insistido tanto en que diera este paso.
—¿Odelia? No, lo habría deseado igualmente, aunque la habría torturado tanto como te está atormentando a ti. Es mejor que no llegara a saber quién es la reina de Ostrabar.
—La reina de Ostrabar… A veces me pregunto, incluso ahora, qué le ocurrió, qué pesadillas debió sufrir mientras yo huía de Aekir con el rabo entre las piernas.
—Ya basta —dijo Albrec severamente—. Lo hecho, hecho está. No puedes cambiar el pasado; sólo puedes intentar que el futuro sea mejor.
Corfe miró al pequeño clérigo, y en sus ojos inyectados en sangre Albrec vio algo que le conmovió hasta el tuétano. Luego el rey volvió a sonreír.
—Tienes razón, por supuesto. —Trató de dar un tono ligero a su voz—. ¿Te das cuenta de que Mirren va a tener una madrastra más joven que ella? Serán amigas, espero. —La palabra «espero» sonaba extraña viniendo de sus labios. Abrazó al desfigurado monje como si fueran hermanos, y luego se arrodilló para besar el anillo pontificio—. Debo irme, santidad. Un rey no es dueño de su tiempo. Gracias por el tuyo.
Giró sobre sus talones y golpeó la puerta de la sacristía. Felorin la abrió y se marcharon juntos, el rey y su sombra. Albrec siguió contemplando sin verlas las profundidades del fuego. No oyó a sus asistentes inceptinos cuando regresaron a la habitación y se situaron detrás de él en actitud reverente. Todavía estaba conmovido por la luz que había visto en los ojos de Corfe. Era la mirada de un hombre incapaz de encontrar la paz en vida, y decidido a buscarla en la muerte.
En medio de la bulliciosa actividad que agitaba Torunn, pocos repararon en la llegada a la ciudad de una caravana merduk pocos días más tarde. Se componía de unas treinta carretas, y en mitad de la columna había un palanquín cerrado, transportado sobre los hombres de ocho robustos esclavos. Había recibido una escolta de cuarenta jinetes catedralistas, e hizo su entrada en la ciudad por la puerta norte, donde los guardias tenían instrucciones de esperarla. Los embajadores merduk y sus séquitos eran un espectáculo común en Torunn aquellos días, y nadie vio nada extraño cuando la caravana ascendió majestuosamente por la colina que dominaba el estuario del Torrin, sobre cuya cima se encontraba el esplendor de granito del palacio, con las ventanas cubiertas de negro, en señal de luto por la muerte de la reina de Torunna.
El alférez Baraz estaba en el patio del palacio cuando las carretas pesadamente cargadas cruzaron las puertas traqueteando, arrastradas por camellos con la cabeza decorada con plumas de avestruz blancas y negras. Hizo formar a la guardia ceremonial y, al oír su orden, los hombres desenvainaron sus sables en señal de saludo. El palanquín se detuvo sobre los hombros de los sudorosos esclavos, y unas cuantas doncellas merduk con velos de seda apartaron las cortinas, para revelar una forma apenas discernible en el interior. La silueta fue ayudada a salir, con la asistencia de tres taburetes y todas las doncellas, y permaneció en pie con aire incierto mientras el frío viento de primavera tiraba de su velo. Baraz se adelantó y se inclinó.