Apartó la vista, y Corfe creyó que podía sentir cómo la vida se escapaba de él. La luz aumentaba. La oscuridad frente a las altas ventanas de la biblioteca se estaba despejando. Levantando los ojos, Corfe vio un fragmento de cielo azul abriéndose paso a través de las nubes. De algún lugar de la biblioteca le llegó el sonido de hombres acercándose. Por su forma de hablar, eran torunianos.
—Ahora será diferente —dijo a Bardolin. Pero el mago ya estaba muerto.
Sobre la humeante extensión del campo de batalla, los restos del ejército toruniano se habían concentrado en un gran círculo rodeado por un mar de enemigos mientras, a sus espaldas, Charibon seguía ardiendo y su humo ocultaba la luz del sol. A su alrededor se alzaba un monstruoso montón de cadáveres, y los bien nutridos regimientos de himerianos atacaban con persistencia implacable, con los hombres trepando por encima de los cadáveres para atacarse unos a otros. El círculo de torunianos disminuía inexorablemente a medida que miles y miles de enemigos se abalanzaban sobre ellos desde todas partes, y las legiones de voladores agitaban el aire sobre sus cabezas. En el interior del círculo, los hombres habían renunciado a toda esperanza, resueltos a vender caras sus vidas, y mantenían la disciplina pese a su reducido número. Por lo menos, tendrían un final digno de una canción.
Otro ejército apareció marchando por el oeste, y los torunianos contemplaron su avance presas de la desesperación, mientras que los himerianos se sentían impulsados a alcanzar mayores cotas de salvajismo. Pero los soldados con mejor vista hicieron una pausa, y de repente un rumor y una extraña esperanza empezaron a recorrer los tercios y regimientos que allí combatían.
El ejército que se aproximaba se desplegó y formó en línea de batalla con la suave eficiencia de una máquina. Y todos los hombres del extremo occidental del campo de batalla pudieron ver que los soldados vestían de negro y llevaban picas al hombro. Cuando se acercaron, el ataque himeriano flaqueó; los rumores crecieron hasta convertirse en gritos que pasaban de hombre a hombre, y los torunianos levantaron la cabeza, maravillados.
El ejército fimbrio, compuesto por cincuenta mil hombres, acudía en ayuda de sus antiguos enemigos torunianos. Las fuerzas del Segundo Imperio echaron un vistazo a aquel titán con armadura negra y emprendieron la huida.
El cielo estaba cubierto de franjas por el humo de los incendios. Charibon estaba en llamas, y desde la ruina humeante de sus calles, los clérigos abandonaban la ciudad monasterio en multitudes negras, semejantes a ratas que huyeran de su madriguera. Los ejércitos habían acampado en torno a la ciudadela de los Militantes al suroeste, y había miles de torunianos y fimbrios alineados en las colinas, viendo cómo se consumía la capital del Segundo Imperio.
En las murallas de la ciudadela, Comillan, el oficial al mando de los catedralistas, el mariscal Kyne de los Huérfanos y un par de oficiales fimbrios permanecían observando. Los correos iban y venían, presentando sus despachos al fimbrio canoso que llevaba una diadema en la cabeza.
—Así termina todo —dijo éste con satisfacción—. Llegamos justo a tiempo. No sabíamos si lo conseguiríamos.
Comillan y Kyne no respondieron. Estaban sucios y ensangrentados, pintados de oscuro por los residuos de la carnicería. En sus ojos se veían los recuerdos de lo que habían visto y sufrido. Parecían estar contemplando algo muy lejano. El fimbrio canoso los miró de arriba abajo con la cabeza ligeramente inclinada a un lado, valorándolos de modo profesional.
—Consiguió su objetivo, caballeros. Hizo lo que había venido a hacer. Salvó a Occidente.
—Ningún otro podría haberlo hecho —jadeó Comillan, con los ojos negros centelleantes.
—Si hubierais llegado medio día antes, él estaría aquí ahora, y la mitad de nuestro ejército con él —dijo Kyne en voz baja.
—Hicimos todo lo posible —dijo el fimbrio, encogiéndose de hombros—. Fue una marcha muy dura.
Comillan y Kyne se miraron. Había una expresión de derrota en sus ojos.
—Si nos perdonáis, caballeros, debemos irnos. Hay unos cuantos tercios limpiando el sur. Cenaremos juntos más tarde. —El fimbrio canoso se inclinó ligeramente y se retiró. Su camarada se inclinó sobre las almenas en cuanto se hubo ido y escupió por encima del borde.
—¿Quién es? —le preguntó Comillan.
—¿Él? Su nombre es Briannon. Antes era el elector de Neyr.
—¿Y qué es ahora? —preguntó Kyne.
—Bueno, hace unas semanas fue elegido emperador de Fimbria.
—¿Emperador? —gritó Comillan.
—Así es como lo llaman. Este ejército va a terminar el trabajo que empezasteis los torunianos. Derrotaremos a todo lo que quede de este Segundo Imperio, perseguiremos a todos los cambiaformas, brujas y magos que continúen en pie en esta parte del mundo, y los quemaremos en la hoguera, hasta el último de ellos. Así me lo han dicho, al menos. —El fimbrio hizo una pausa—. Habéis luchado bien, tan bien como pueden luchar los hombres. Lamento lo de vuestro rey. Era un soldado. —El fimbrio se volvió y se alejó de ellos, en pos de su emperador.
Cuando se hubo marchado, Comillan apoyó los codos en las almenas y ocultó el rostro entre las manos.
El pergamino temblaba en la mano de Mirren, al ritmo de los latidos de su corazón. Miró por la ventana, contemplando las abarrotadas calles de Aurungabar y la torre del templo de Pir–Sar, que una vez había sido la catedral de Carcasson. Era pleno verano, y el aire sobre la ciudad resplandecía de calor, como si lo hiciera vibrar el bullicio de las calles de abajo.
En sus manos, el pergamino crujió cuando sus dedos se cerraron en torno a él, volviéndose blancos. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
La puerta de la estancia se abrió, y entró su esposo, el moreno y sonriente Nasir. Ella le miró y le devolvió la sonrisa, mientras el rostro de él se ensombrecía.
—Noticias del oeste —dijo ella. El pergamino cayó de sus manos. Su tití chilló y saltó a su hombro, rodeándole el cuello con el rabo. Ella lo acarició, enterrando el rostro en el suave pelaje del animal.
Nasir se arrodilló ante ella.
—No te encontraba —dijo—. Te he buscado por todas partes.
—Quería ver el templo. Necesitaba tranquilidad.
—Había oído rumores, pero éste es el primer despacho.
—Sí. Me lo han entregado a mí. Ahora soy la reina de Torunna. —Hizo una pausa—. Sabía lo que contenía. Lo he sabido por la expresión del hombre que me lo ha traído. Parecía que el muerto fuera su propio padre. Ha llorado al entregarme el despacho. Torunna ya está de luto.
Nasir gimió. Le tomó una mano y se la besó.
—Lo siento mucho, Mirren.
—Ahora los dos somos huérfanos —dijo ella. Sonrió, y acarició el rostro de Nasir—. No debo llorar por él. Consiguió su objetivo. Nos salvó a todos. —Más bruscamente, dijo—: Ahora levántate del suelo, Nasir. Siéntate a mi lado. Tenemos mucho de que hablar.
Juntos contemplaron el cálido resplandor del día en el exterior, y olieron la brisa veraniega que jugueteaba sobre la ciudad. Un rey y una reina, que se amaban y que eran poco más que niños. Hablaron juntos en voz baja del futuro, del destino de dos pueblos, y del modo en que aquellos dos pueblos llegarían algún día a ser uno solo.
Las cumbres soñadoras de las montañas de Jafrar estaban envueltas en nieves perpetuas, pero en sus laderas el atardecer veraniego era azul con la proximidad del ocaso, y las primeras estrellas habían empezado a asomar, claras y brillantes, en el cielo vacío.
En torno a la hoguera había dos ancianos sentados, calentándose las manos, mientras detrás de ellos sus monturas mordisqueaban la hierba fresca. Una de ellas era una mula común, y la otra un hermoso caballo castrado gris como los que los merduk habían criado durante generaciones en las estepas orientales. Los dos hombres no hablaban, limitándose a observar la llegada de un tercer jinete, que avanzaba hacia ellos sobre las desiertas colinas. Iba cubierto con una capa negra, y lucía una diadema plateada en la cabeza. Llevaba una espada de famoso linaje, pero su rostro estaba desfigurado y cubierto de cicatrices, al parecer causadas por las garras de una bestia. Se detuvo al límite de la luz de la hoguera antes de desmontar. Cuando se acercó a ellos, los ancianos vieron que cojeaba de una pierna.
—He visto vuestra hoguera, y he pensado en unirme a vosotros —dijo y, envolviéndose en su capa, se sentó cerca de las ascuas de las llamas azotadas por el viento.
—Estás cansado —dijo uno de los dos ancianos, un hombre de expresión amable, con tonsura de monje y barba gris.
—He hecho un largo camino.
—Entonces quédate con nosotros y encuentra la paz —dijo el tercer hombre, un anciano canoso con rostro de merduk.
—Eso me gustaría.
Los tres permanecieron sentados en torno al fuego mientras la noche caía a su alrededor y las montañas se convertían en grandes sombras negras contra las estrellas. Finalmente, el hombre de las cicatrices se movió, frotándose la pierna.
—Estuve a punto de perderme allí abajo. Casi tomé el camino equivocado.
—Pero no lo hiciste —dijo sonriendo el de la tonsura, y en sus ojos había una gran compasión—. Ahora todo irá bien, quizá. Y podrás descansar.
El otro suspiró y asintió.
—Nunca pensé que tendría que viajar tan lejos. Pero ahora hay otros que pueden ocupar mi lugar, y su mundo es mejor que el que yo conocí. Ya no soy necesario.
—Pero no serás olvidado.
Parecía que una última preocupación inquietaba al hombre de las cicatrices.
—¿Quién sois, señor? —preguntó en voz baja.
—Los hombres me llamaban Ramusio, cuando vivía entre ellos. Y mi amigo se llamaba Shahr Baraz. Si lo deseas, te quedarás con nosotros.
—Eso me gustaría —dijo el hombre, y pareció relajarse, como si hubiera soltado una última carga.
—¿Y cómo podemos llamarte a ti? —preguntó suavemente Shahr Baraz.
El hombre levantó la cabeza, y a los ancianos les pareció que les estaba mirando un rostro mucho más joven, y que sus cicatrices habían desaparecido.
—Me llamo Corfe —dijo—. Una vez fui rey.
Sus dos compañeros asintieron como si aquello fuera algo que ya sabían, y los tres permanecieron sentados en la noche, contemplando en silencio la luz del fuego, mientras por encima de ellos la gran bóveda del cielo nocturno resplandecía, y bajo sus pies el oscuro corazón de la tierra giraba en su eterna rotación entre las estrellas.
A John McLaughlin y Jo Fletcher, por su enorme paciencia.
PAUL KEARNEY, nacido en Ballymena (norte de Irlanda), estudió lenguas en la Universidad de Oxford y se hizo un nombre publicando algunas novelas autoconclusivas como The Way to Babylon (1992), a Different Kingdom (1993) y Riding the Unicorn (1994), todas ellas reuniendo un tema central y común a muchas obras de temática fantástica (visto en «El Tapiz de Fionavar», por ejemplo) como es el viajero de nuestra realidad que se desplaza a un mundo alternativo. La lástima es que a pesar de las buenas críticas, no vendieron lo suficiente y se instó al autor a recauzar su obra hacia un género de fantasía épica más convencional. De ahí su incursión en «Las Monarquías de Dios», compuesta por un total de cinco volúmenes, el primero de ellos publicado en 1995, siendo el último de 2002.
Es además autor de un par de series adicionales como The Sea Beggars o The Macht. La primera, una colección de aventuras en torno al mar (cuyo primer título es The Mark of Ran, dejada de lado por la editorial Bantam en 2007), la segunda publicada bajo el amparo de la editorial inglesa Solaris Books (fundada dentro de la Black Library, especializada en «Warhammer»), para quien Kearney firmó un contrato para dicha serie, de fantasía épica con ecos de la obra cumbre del escritor griego Xenophon. Su primer título es The Ten Thousand.
Kearney ha sido nombrado al British Fantasy Award y al David Gemell Legend Award por sus «The Monarchies of God» («Las Monarquías de Dios») y «The Sea Beggars».