—¿Me habéis mandado llamar, madre? —Era Aria, con el rostro descubierto por encontrarse en el ala de la reina, una esbelta versión de ella misma en su juventud. Tal vez aquélla era la explicación. El parecido con el fantasma de una mujer a la que una vez había amado.
—¿Madre?
—Ven a sentarte conmigo, Aria.
La muchacha se unió a ella. Heria le apartó el cabello oscuro de la mejilla. Una sensación de irrealidad le nublaba la mente, pero no era desagradable. Serrim, el anciano eunuco, tenía un pequeño cofre lleno de todas las pociones, hierbas y drogas que producía Oriente, y le había hecho comer un pequeño cubo de
kobhang
una hora antes. Él y aquel cuervo marchito de Akran le habían visto tragarlo con alivio mal disimulado. No es que tuvieran miedo de ella, pero se convertían en el blanco de las iras de Aurungzeb cuando la reina cometía alguna transgresión, como ir al mercado sin acompañante, o recibir a un visitante masculino sin un eunuco presente. Las reglas parecían haberse vuelto más sofocantes con el paso de los años, en parte porque era la madre del heredero del sultán, y en parte porque, como matrona noble, se suponía que debía dar ejemplo, llevando una vida velada de discreción y pasividad. Ya ni siquiera le permitían montar a caballo, sino que debían llevarla en un palanquín como a una especie de libertino degenerado.
—¿Has oído los rumores, Aria?
—¿Sobre mi boda? Sí, madre. —La muchacha bajó la mirada—. Debo casarme con el rey de Torunna, y Nasir se casará con su hija.
—Ya lo sabes, entonces. Lo lamento. Deberías haberlo sabido por mí.
—No pasa nada. Sé lo que se espera de mí. Supongo que será muy pronto. En las cocinas se hablaba de los preparativos para una caravana en dirección a Torunn, y Nasir dirigirá un ejército para ayudar al rey Corfe. ¡Imaginadlo, madre, Nasir dirigiendo un ejército! —Sonrió. Era una muchacha callada y seria, pero la sonrisa le iluminaba el rostro.
Heria apartó la vista.
—Nasir lo hará bien, igual que tú.
—¿Vendrás con nosotros?
La pregunta la sobresaltó.
—Yo… no lo sé. —Una idea absurda pasó por su cabeza. Una visión de ella misma en la boda de su hija, lanzándose encima del novio y suplicándole que la recordara. Parpadeó para aclararse los ojos—. Tal vez no.
Aria le tomó la mano.
—¿Cómo es él, madre? ¿Es muy viejo?
Ella se aclaró la garganta.
—¿Corfe? No es… no es tan viejo.
—¿Más viejo que tú?
Apretó con fuerza los dedos de su hija.
—Un poco más viejo. Unos años más.
Aria parecía pensativa.
—Un anciano. Dicen que es cojo y huraño.
—¿Quién lo dice?
—Todo el mundo. Madre, mi mano… —Heria la soltó—. ¿Os encontráis bien, madre?
—Estoy bien, querida. Cansada. Pide a las doncellas que traigan una manta. Creo que me tumbaré aquí y dormiré un rato.
Aria no se movió.
—Os han dado más drogas, ¿verdad?
—Esto me calma, Aria. No te preocupes.
«No te preocupes», pensó. «Vas a casarte con un buen hombre. El mejor de los hombres». Cerró los ojos. Aria la ayudó a tumbarse en el diván y le acarició el cabello.
—Todo irá bien, madre. Ya lo veréis —susurró, con su hermoso rostro de nuevo serio.
Heria se durmió, y bajo sus párpados cerrados, las lágrimas brotaron en silencio.
Faltaba una hora para el amanecer, en la hora más oscura de la noche, cuando incluso una ciudad tan grande como Torunna dormía. El caballo de Corfe recorría las calles sin ser molestado, y él montaba con las riendas sueltas, como si el alto animal conociera el camino mejor que él. Y tal vez era así, pues el bayo condujo a Corfe a la puerta norte sin habérselo ordenado. El rey saludó a los soñolientos centinelas, y éstos, gruñendo e ignorantes de su identidad, abrieron la alta poterna para dejarlo salir con su montura.
Una vez al otro lado de las murallas de la ciudad, Corfe dejó libertad al caballo, que pasó rápidamente al medio galope. La luna se elevaba alta y creciente en el cielo estrellado, pero era posible distinguir los primeros destellos del alba ascendiendo sobre las murallas distantes de las Jafrar en el este. Corfe abandonó la pálida cinta del camino real y se dirigió al norte, con su montura subiendo y bajando debajo de él a causa del suelo irregular. Pero mantuvo las rodillas pegadas a los costados del caballo y un control suave de las riendas, de tal modo que casi le parecía estar a flote sobre un mar de luz de luna gris, a bordo de un barco en movimiento, de no haber sido por los gruñidos de impaciencia del caballo y los crujidos de la silla de montar.
Finalmente se detuvo, y el vapor del sudor de su montura se elevó a su alrededor, limpio y acre al mismo tiempo. Desmontando, inmovilizó al caballo con la facilidad de la larga práctica, y tras despojarlo de la brida y la silla, lo cepilló con un puñado de hierba áspera. El caballo se alejó un poco, satisfecho de probar la hierba amarilla y olfatear en busca de un mejor manjar. Y Corfe se sentó sobre la colina, gris a la luz de la luna, y dirigió la vista no al este, en dirección a la aurora creciente, sino al oeste, donde las Címbricas se erguían oscuras y siniestras en la última hora de la noche.
Las historias de los salvajes hablaban de un paso oculto entre aquellas montañas, un estrecho camino donde unos cuantos hombres decididos habían forjado un camino a través de las terribles montañas. El viaje era casi legendario (la reputación de las Címbricas como las cumbres más hostiles del mundo era bien merecida), pero se había hecho. Y Corfe tenía un mapa de la ruta.
Casi cuatrocientos años atrás, cuando los fimbrios eran los amos del mundo, habían enviado expediciones de exploración a todos los rincones del continente. Una de aquellas expediciones había tenido como misión el descubrimiento de un paso a través de las Címbricas. Lo habían conseguido, pero el coste había sido tremendo. Albrec, sumo pontífice de Torunna y de todos los reinos macrobianos, había descubierto el texto del diario de la expedición en los archivos inceptinos de la catedral de Torunn.
Parecía opinar que el descubrimiento de documentos antiguos y únicos formaba parte de su oficio. O tal vez era una afición. Corfe sonrió a la noche. Incluso convertido en un hombre de mediana edad, a la cabeza de una organización tan grande e influyente, todavía se comportaba como un muchacho entusiasta cuando se trataba de un manuscrito polvoriento o un grimorio enmohecido. Había mostrado casualmente a Corfe aquella antigua crónica, un montón irregular de papeles roídos por las puntas y llenos de moho, sin pensar en lo importante que podía resultar.
Pues Corfe tenía intención de utilizar el diario para llevar a un ejército al otro lado de las Címbricas y ganar la guerra de un solo golpe.
Era una apuesta enorme, por supuesto; el diario podía ser ficticio, o al menos completamente anticuado. Pero la alternativa a aquel osado golpe sería un asalto frontal contra la línea de Thuria, o una retirada hacia la posición puramente defensiva consistente en defender Gaderion y esperar lo mejor. Lanzar un asalto a gran escala contra la línea de Thuria sería una temeridad rayana en la locura. Las fortificaciones estaban demasiado bien equipadas, y los defensores superarían varias veces en número a los atacantes. Respecto a las magníficas instalaciones de Gaderion, y pese a todo su poderío, Corfe confiaba poco en los méritos de una defensa estática, y había tenido aquella opinión desde Aekir, tantos años atrás. Había visto caer ciudades y fortalezas supuestamente impenetrables demasiadas veces para ser muy entusiasta respecto a las posibilidades de contener a los himerianos en el paso.
Todavía había nieve aferrada a los flancos de las Címbricas. Resplandecía a la brillante luz de la luna, y las montañas parecían masas incorpóreas y luminosas, que flotaban suspendidas sobre la sombría extensión de tierra a sus pies. En lo más profundo de la cordillera, la nieve permanecía inviolada durante todo el año, e incluso en los picos inferiores los montones de nieve serían profundos y fríos. La primavera tardaba en llegar a los lugares altos.
La expedición fimbria, de trescientos hombres, se había puesto en marcha en el año del Santo 113, con el primer deshielo, y, tras alcanzar el centro de la cordillera, había recorrido los lomos de enormes glaciares, como si fueran una red de carreteras entre los altos picos que les daban origen. Habían muerto docenas de hombres a causa de las grietas y avalanchas, pero finalmente consiguieron recorrer treinta leguas del terreno más inhóspito del mundo, alcanzando las orillas del mar de Tor, y el puesto comercial del Fuerte Cariabon, como se llamaba entonces. Incluso con la famosa capacidad de resistencia de los fimbrios, habían tardado dos semanas en terminar la parte montañosa del viaje, y la mitad de ellos se habían quedado atrás, convertidos en cadáveres congelados sobre las laderas de aquellas montañas.
Corfe había pasado meses estudiando el diario, y había entrevistado a varios salvajes címbricos para comprobar su veracidad. Nada de lo que le habían dicho sobre la región contradecía la crónica, y estaba convencido de que la ruta era aún practicable, aunque difícil. No podía ver otro modo de ganar aquella guerra.
Su caballo, aburrido de la reseca hierba invernal, le tocó el cuello con el hocico, haciéndole sentir en la nuca su cálido aliento. Corfe acarició con aire ausente aquella cabeza, suave como el terciopelo, y volvió la cabeza para mirar al este.
El sol naciente aún tenía que superar las Jafrar, pero su promesa era clara en el cielo. Un jirón de nube se había adherido a las cumbres de las montañas del este, y parecía que le hubieran prendido fuego desde abajo. Detrás, el cielo era de un aguamarina pálido, con un resplandor rosado que aumentaba por momentos.
Volvió su mirada al nordeste, donde se encontraban las Thuria, con el primer destello del alba que empezaba a hacer palidecer sus laderas orientales. El mundo que conocía estaba definido por la brutal majestad de las montañas. Las Címbricas, las Thuria, las Jafrar. Daban origen a los ríos que regaban el mundo. El Ostio, el Searil, el Torrin. En algún lugar de las tierras bajas que conducían al mar Kardio estaba Aurungabar, la capital de Ostrabar. Había estado allí como rey, y había presenciado las grandes tareas de reconstrucción emprendidas por los merduk. La gran plaza de las Victorias de Myrnius Kuln continuaba allí, abriéndose al pie de lo que había sido la catedral de Carcasson, pero que a la sazón recibía el nombre de Hor–el Kadhar, Gloria de Dios. El antiguo palacio pontificio se había convertido en el jardín de placer del sultán, donde había hecho construir su harén. Y, en algún lugar entre todos aquellas edificios, en aquel momento estaría durmiendo la mujer que había sido la esposa de Corfe.
No sabía por qué pensaba en ella en aquel momento, a excepción de que era en los momentos de despertar y dormirse cuando la veía más claramente. Durante aquellos periodos del día mal definidos, entre la oscuridad y la luz O tal vez ella también estaba despierta en las tinieblas anteriores al alba, pensando en él. La idea hizo que su corazón latiera más rápido. Pero la mujer que veía en su mente era joven, casi una chiquilla. Heria estaría a punto de entrar en la cuarentena, una mujer madura. Y él… él era un viejo canoso con una pierna lisiada. Eran extraños el uno para el otro. Y, sin embargo, el dolor seguía allí.
¿Estaría pensando en él en aquel momento? Sintió un extraño dolor en el pecho, un tirón como si algo en su interior se hubiera contraído de golpe. Se oprimió los ojos con el dorso de las manos hasta que vio luces centellantes, y el dolor pasó. Era demasiado mayor para alimentar aquellas fantasías.
Sabía que se casaría con la muchacha que era la hija de su esposa. Era necesario para el bien del reino, y había sacrificado tantas cosas a aquel objetivo que no podía imaginarse actuando de otra manera.
Pero había una razón más profunda y oscura para hacerlo, algo que no quería admitir ni siquiera ante sí mismo. Casándose con Aria, volvería a poseer algo de Heria, y tal vez aquello calmaría su alma atormentada. Tal vez.
En las esquinas y plazas, la gente se congregaba en multitudes silenciosas, mientras los que sabían leer trasladaban a sus conciudadanos el contenido del boletín diario.
En este día han sido ejecutados Hilario, duque de Imerdon, lord Queris de Hebriera y lady Marian de Fulk, declarados culpables de conspirar contra el presbítero de Hebrion, lord Orkh. Que Dios todopoderoso se apiade de sus almas.
Se ofrece una recompensa de quinientas coronas de plata a cambio de información que pueda contribuir al arresto de los siguientes…
Y a continuación venía una larga lista de nombres, que los que leían el boletín entonaban con voces estentóreas, siempre vigilando por si había cerca un Caballero Militante, o, peor aún, un inceptino.
Nadie sabía cómo ni dónde tenían lugar las ejecuciones, y los nombres de todos los muertos pertenecían a la nobleza de Hebrion. Por ello, aunque la gente común podía irritarse, incluso enfurecerse ante aquella matanza invisible de nobles, en general no se veía afectada por ella. Además, había una nueva nobleza a la que acostumbrarse.
De modo que la vida en Abrusio, que se había detenido en una pausa temblorosa durante unos cuantos días tras los primeros desembarcos, empezó lentamente a recobrar algo parecido a la normalidad. Los puestos de los mercados volvieron a abrir cautelosamente, y las tabernas empezaron a llenarse por las noches, a medida que la gente iba perdiendo el miedo a salir a la calle. No había toque de queda ni ley marcial, simplemente los boletines diarios, siempre con las mismas palabras a excepción de los nombres de la lista. Incluso los soldados de la guarnición habían recibido la simple orden de abandonar las armas y regresar a los cuarteles. Se hablaba de que se había firmado un tratado, una anexión pacífica, y ciertamente los nuevos gobernantes de Hebrion eran hombres atareados. No se habían instalado en el palacio sino en la antigua abadía inceptina, como correspondía a un grupo de eclesiásticos, y desde la abadía partían incesantes procesiones de mensajeros. En el puerto, todos los barcos reales supervivientes habían sido abordados por himerianos y se preparaban frenéticamente para hacerse a la mar.
En general, la situación no era demasiado mala, y la gente recordaba la histeria que había seguido a los rumores de la destrucción de la flota con una especie de extrañeza avergonzada. Olvidaban (o preferían no recordar) la tormenta que había golpeado la ciudad, los nubarrones que habían ocultado el sol y oscurecido el rostro de las aguas a mediodía, y los relámpagos que habían danzado locamente, golpeando a la gente en las calles o prendiendo fuego a las casas. Sólo el diluvio subsiguiente había evitado que la ciudad ardiera por segunda vez. Las nubes negras habían estallado sobre sus cabezas, y la gente había corrido a buscar cobijo cuando la lluvia cayó a torrentes, aplanando las olas levantadas por el viento del oeste, y convirtiendo las calles empinadas de la Ciudad Alta en ríos de color pardo.