Entre las dos líneas de defensa, se había librado durante los últimos meses una campaña salvaje pero de baja intensidad sobre el terreno en disputa. Cada bando enviaba patrullas para recoger información sobre el otro, y cuando se encontraban nadie daba ni pedía cuartel. Apenas dos semanas atrás, una columna móvil toruniana de mil coraceros se había infiltrado por las colinas hasta el nordeste de la línea de Thuria sin ser detectada, y había quemado los puentes sobre el río Tourbering a cien millas al norte. Sin embargo, los himerianos la habían esperado en el camino de regreso, y apenas doscientos jinetes habían sobrevivido para volver a ver las murallas de Gaderion.
Un pequeño grupo de caballería ligera toruniana detuvo sus monturas al acercarse la noche, y se preparó para el descanso sobre un pequeño acantilado a la vista de la eterna cadena de luces que era la línea de Thuria. Llevaban tres días fuera de Gaderion en misión de reconocimiento, recorriendo toda la longitud de las fortificaciones enemigas, y debían regresar al día siguiente. La mitad de los hombres montó guardia mientras los demás desensillaban, cepillaban y alimentaban a sus monturas antes de desenrollar los húmedos sacos de dormir. En cuanto hubieron terminado, los soldados que habían desmontado permanecieron en pie y vigilando mientras sus camaradas hacían lo mismo. Cinco docenas de hombres fatigados y sucios que no querían nada más que sobrevivir a la noche y regresar a sus camastros, lavarse y comer algo caliente. Los torunianos tenían prohibido encender fuegos entre las líneas, de modo que sus campamentos habían sido fríos y tristes, igual que sus raciones. Cuando hubieron clavado los postes de los caballos en el terreno boscoso al pie del acantilado, y los animales estuvieron atados y con la cabeza metida en las bolsas de pienso, ya había oscurecido casi por completo; la última luz del sol desaparecía tras la silueta del Candorwir, que se erguía como un centinela detrás de ellos, y las siete estrellas de la Hoz relucían severamente en el despejado cielo nocturno.
El joven oficial al mando, un muchacho delgado con el cabello color paja, permanecía en pie, contemplando la línea de luces que centelleaba a unas diez millas al noroeste. Recorrían la tierra como un collar de filigranas, demasiado delicadas para parecer amenazadoras. Pero las había visto de cerca, y sabía que los himerianos decoraban sus defensas con cabezas de torunianos clavadas en crueles estacas. Los cuerpos eran abandonados como carroña a tiro de cañón de las murallas.
—Todo está tranquilo, señor —dijo a su oficial el sargento de la tropa, una sombra entre otras sombras sin rostro.
—Muy bien, Dieter. Acuéstate tú también. Creo que yo vigilaré un rato.
Pero el sargento no se movió. Contemplaba la línea de Thuria, igual que su superior.
—Es curioso, detrás de las murallas hay más actividad que en un hormiguero pinchado con un palo, pero aquí fuera no se ve ni rastro de esos bastardos. ¡Ni una patrulla! Nunca había visto nada igual, y llevo cuatro años destinado aquí.
—Sí, hay un olor extraño en el aire, desde luego. Tal vez los rumores sean ciertos, y la guerra haya empezado al fin.
—Sangre de Dios, espero que no.
El joven alférez se volvió hacia su sargento, veinte años mayor que él, y sonrió.
—¿Qué has dicho? ¿No estás impaciente por enfrentarte a ellos, Dieter? Llevan diez años escondidos detrás de esas murallas. Ya es hora de que salgan y nos dejen atacarlos.
El rostro de Dieter permaneció inexpresivo.
—Estuve en Armagedir, muchacho, y antes en la Batalla del Rey. No era mayor que tú ahora, y pensaba igual. Todos los jóvenes piensan del mismo modo. Quieren ver la guerra, y cuando la han visto, nunca quieren repetir la experiencia, suponiendo que sobrevivan.
—¿Y la gloria?
—Roche, ya llevas aquí un año. ¿Cuánta gloria has visto?
—Ah, pero es que sólo hemos tenido escaramuzas. Quiero ver cómo es una verdadera batalla, con líneas de una milla de longitud y un estruendo capaz de hacer temblar la tierra.
—Yo sólo quiero volver a mi cama, con mi esposa en ella.
—¿Y el joven Pier? Pronto será lo bastante mayor para sentarse en una silla de montar o echarse una pica al hombro. ¿Se enrolará en los tercios, igual que tú?
—No si puedo evitarlo.
—Ah, Dieter, estás cansado, eso es todo.
—No, no es eso. Es la espera, creo. Esos bastardos llevan una década preparando las cosas, desde la batalla de las llanuras de Tor. Se han adueñado de todo el territorio entre las Malvennor y las Címbricas, hasta los sultanatos de las Jafrar, y todavía quieren más. No pararán hasta que los derrotemos. Es sólo que quiero empezar de una vez, supongo. Y terminar de una vez.
Se interrumpió, escuchando. Entre los árboles, los animales parecían inquietos e irritados, pese a estar tan fatigados como sus jinetes. Tiraban de las cuerdas, tratando de encabritarse, aunque sus patas delanteras estaban firmemente atadas.
—Hay algo en el aire esta noche —dijo con tono ligero el joven alférez, pero su expresión era dura y concentrada.
La noche estaba en silencio, a excepción de los inquietos caballos. Los centinelas junto a ellos trataban de calmarlos, maldiciendo y tirando de las retorcidas bolsas de pienso.
—Algo… —Dieter frunció el ceño—. Señor, ¿hueles eso?
El alférez olfateó el aire, inseguro.
—Debe de haber una madriguera de zorros aquí cerca. Eso es lo que asusta a los caballos.
—No, es algo diferente. Más fuerte.
Uno de los centinelas se acercó corriendo a los dos hombres, con el sable desenvainado. El metal emitía reflejos fríos a la luz de las estrellas.
—Hay algo ahí fuera en la oscuridad, señor, algo que se mueve. Estaba rodeando el campamento, y lo he perdido de vista en aquella hondonada a la izquierda. Está ente los árboles.
El joven oficial miró a su sargento.
—Da la alarma.
Pero los relinchos de los caballos se convirtieron en un coro de chillidos aterrados y agónicos que los dejaron helados en su sitio. Los centinelas acudieron corriendo desde los postes, aterrados.
—¡Hay algo ahí abajo, señor!
—¡Alarma! —gritó Dieter con toda la fuerza de sus pulmones, aunque por todo el campamento los hombres ya estaban saliendo de sus sacos y tomando las armas.
—¿Qué demonios está pasando ahí abajo?
—No lo hemos visto. Ha salido de la hondonada, grande como una jodida casa. Una especie de animal, negro como la boca de un lobo.
Los caballos trataban lastimosamente de ascender por la pendiente rocosa hasta el campamento donde estaban sus jinetes, arrastrando sus correas. Pero sus patas delanteras estaban bien sujetas, y los animales intentaban encabritarse, chillaban, rodaban sobre los costados y pateaban hacia atrás salvajemente. Los hombres pudieron distinguir el brillo de la sangre sobre los pelajes. Uno de los animales había sido destripado y estaba resbalando sobre sus propias entrañas.
—Sargento Dieter —dijo el alférez con voz algo temblorosa—, llévate a medio pelotón junto a los caballos y averigua qué está pasando allí.
Dieter lo miró un instante y luego asintió. Gritó llamando a los hombres más cercanos, y una docena de ellos lo siguió de mala gana hacia la hondonada boscosa donde resonaba la infernal cacofonía de las bestias moribundas.
Los demás hombres formaron sobre el acantilado y los observaron mientras se abrían paso entre la confusión de animales aterrados y moribundos que pugnaban por salir de entre los árboles. Dos hombres fueron derribados. Dieter los dejó allí, ordenándoles que desataran a todos los caballos que pudieran. Los aterrados animales rodearon a los hombres, buscando protección entre sus jinetes. Entonces el grupo de Dieter desapareció entre las sombras sin fondo del bosque que se extendía al pie del acantilado.
Una procesión de caballos empezó a galopar pendiente arriba a medida que eran desatados. Los hombres trataron de alcanzarlos para calmarlos, pero la mayor parte se perdieron en la noche. Los hombres reunidos en torno al alférez estaban tan desconcertados como asustados, y furiosos por el salvajismo del ataque contra sus caballos. Pero se enfrentaban a un animal, o a varios; muchas de las monturas que habían huido llevaban marcas de garras.
Un solo grito, interrumpido bruscamente, como si el que gritaba se hubiera quedado sin aire.
—Ése era Dieter —dijo uno de los hombres sobre el acantilado.
Había alisos y abedules en la hondonada bajo el campamento, y los árboles empezaron a agitarse como si hubiera hombres sacudiendo sus ramas. Maldiciendo la oscuridad, los del acantilado miraron pendiente abajo, más allá de los caballos mutilados que chillaban y cubrían el suelo, y vieron algo enorme aparecer de entre los árboles como una colina de sombra negra. De nuevo aquel olor en el aire, pero más fuerte; el hedor almizcleño de una gran bestia. Algo cruzó el cielo nocturno y aterrizó en el suelo justo frente a sus pies. Oyeron un ruido que después muchos jurarían que había sido una risa humana, y luego uno de ellos señaló el objeto que yacía, destrozado y reluciente, sobre la tierra delante de ellos. La cabeza de su sargento.
La bestia pareció desvanecerse en la oscuridad, con las ramas doblándose para marcar su paso. Los hombres del acantilado permanecieron como petrificados, y en el repentino silencio, incluso los chillidos de los caballos cesaron.
Los paseos a caballo diarios de lady Mirren eran irritantes tanto para sus guardaespaldas como para sus damas. Cada mañana, justo antes del amanecer, la joven aparecía en los establos reales donde Shamarq, el anciano merduk que era el jefe de los mozos, tenía a su caballo Hydrax preparado y esperándola. Con ella estaban la dama que había sacado la ramita más corta aquella mañana, y el joven oficial designado para escoltarla. Aquella mañana era el alférez Baraz, que llevaba varios días aburriéndose en el salón de armas, hasta que había llamado la atención del general Comillan. Había aceptado su nueva misión con toda la buena disposición que pudo reunir, y su alto caballo gris se removía inquieto junto a Hydrax, con un par de pistolas y un sable atados a la silla. Gebbia, la dama que los acompañaría, había recibido una montura tranquila de color castaño, a la que sin embargo observaba con algo parecido a la desesperación.
El trío partió por la puerta noroeste de las murallas de la ciudad, y puso las monturas al medio galope. El palafrén de Gebbia se balanceaba como un juguete tras los dos grandes caballos de delante. El tití de Mirren se agarraba a su cuello y enseñaba sus dientes diminutos al viento, tratando de lamer el aire. Los jinetes evitaron el camino real, abarrotado de carretas, y se dirigieron a las colinas del norte de la ciudad. Mirren no aflojó la marcha hasta que los caballos estuvieron resoplando y emitiendo una nube de vapor. Baraz se había mantenido a su altura, pero la pobre Gebbia estaba a media milla de distancia, con su palafrén todavía moviendo la cabeza arriba y abajo.
—No sé por qué no puedo conseguir una dama de la corte capaz de montar en un caballo decente —se quejó la princesa de Torunna.
Baraz palmeó el cuello de su sudorosa montura y no respondió. Lamentaba el interés momentáneo del rey por él, y se preguntaba si alguna vez sería destinado a un tercio donde pudiera ver algo de la verdadera vida militar. Mirren se volvió para contemplar su rostro inexpresivo.
—¿Cuál es vuestro nombre, señor?
—Alférez Baraz, señora. Sí, ese Baraz. —También empezaba a cansarse de la reacción que producía su nombre.
—Montáis bien, pero parecéis aún más molesto que Gebbia. ¿Acaso os he ofendido?
—Por supuesto que no, señora. —Y, como ella continuaba mirándolo, añadió—: Es sólo que había esperado una misión más… más militar. Su majestad me ha nombrado oficial del estado mayor…
—Y queríais ensuciaros las manos en lugar de escoltar princesas al galope por el campo.
—Algo parecido —dijo Baraz, con una sonrisa.
—La mayoría de los oficiales jóvenes están ansiosos por escoltar a una princesa al galope.
Baraz se inclinó en su silla.
—He sido descortés. Debo disculparme, señora. Por supuesto, es un honor…
—Oh, dejadlo, Baraz. No os culpo. Si fuera un hombre, sentiría lo mismo. Aquí llega Gebbia. Cualquiera diría que ha cruzado toda Normannia a caballo. ¡Gebbia! Apretad las rodillas y patead a ese jamelgo perezoso un poco más fuerte, o nos perderéis por completo.
Gebbia, una muchacha bonita y menuda con el cabello moreno, cuyo rostro estaba sofocado por el esfuerzo, sólo pudo asentir sin hablar y dirigir una mirada suplicante a Baraz.
—Tal vez deberíamos ir al paso un rato para que los caballos se enfríen —aventuró el alférez.
—Muy bien. Cabalgad a mi lado, alférez. Iremos hasta aquella colina, y tal vez os permita hacer una carrera contra mí.
Los tres caballos y sus jinetes avanzaron a un paso más sosegado por la larga pendiente sembrada de arbustos y rocas, mientras ante ellos el sol salía de entre una maraña de nubes rosadas en el ondulado horizonte. Un halcón pasó con un grito frente al sol, volando en dirección a Torunn, y se convirtió en un punto alado en cuestión de segundos, aunque Mirren siguió su vuelo atentamente, protegiéndose los ojos con la mano. El tití emitió sonidos de satisfacción, pero ella lo hizo callar.
—No, Mij, sólo era un pájaro.
—¿Podéis entenderlo? —preguntó Baraz, curioso.
—En cierto modo. Es mi familiar. —Y Mirren se echó a reír cuando él abrió mucho los ojos—. ¿Acaso ignorabais que el dweomer corre por la sangre de los Fantyr? Por la rama femenina, en cualquier caso. De mi madre heredé la brujería, y de mi padre la habilidad de montar en cualquier cosa que tenga cuatro patas.
—¿Sabéis hacer hechizos, entonces?
—¿Os gustaría que lo intentara? —Agitó los dedos de una mano en dirección a Baraz, que retrocedió involuntariamente. Mirren se echó a reír—. Tengo poco talento, y nadie que pueda enseñarme, aparte de mi madre. Ya no quedan grandes magos en Torunna. Se dice que todos han huido para unirse a Himerius y el Imperio.
—Nunca he visto ningún ejemplo de magia.
Mirren agitó una mano, frunciendo el ceño, y Baraz vio que de ella surgia una neblina de luz azul verdoso, como si estuviera pegada a su manga. La neblina se concentró sobre la palma abierta de la muchacha, convirtiéndose en una bola de brillante luz mágica. Mirren la hizo girar en un movimiento centelleante en torno al rostro estupefacto de Baraz, y luego la apagó como si hubiera soplado sobre una vela.