Naves del oeste (14 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: Naves del oeste
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—Puede que no baste con un pelotón. ¿No oyes a las multitudes de ahí abajo? He ordenado que salga la guarnición. La ciudad está llena de antorchas.

Golophin escuchó. Era un sonido parecido al oleaje de un mar lejano y embravecido. Decenas de miles de personas presas del pánico de la especulación abarrotaban las calles, obstruyendo las puertas de la ciudad. Una turba enloquecida por el temor a lo desconocido. Todo ello en el espacio de unas pocas horas. La yola pesquera que llevaba al superviviente había llegado a las Radas Interiores a última hora de la tarde, y los infantes de marina enviados a traerlo al palacio se movían más despacio que la especulación.

—Las malas noticias viajan rápido. ¿Has llamado a los nobles?

—Lo que queda de ellos. Están esperando en la abadía. Dios mío, Golophin, ¿qué significa esto? —Isolla tenía lágrimas en los ojos; era la primera vez que Golophin la veía llorar en muchos años. Amaba de veras a Abeleyn, y estaba llegando a conclusiones sobre su destino, igual que todos los demás. Golophin sintió un pinchazo de desesperación. En su fuero interno, sabía lo que iba a decirle el náufrago que habían encontrado. Pero tenía que oírlo en palabras de alguien que hubiera estado allí.

Una llamada a la puerta. Se habían dirigido a los aposentos de la reina, pues todo el resto del palacio era una confusión. El rumor avanzaba más aprisa que un caballo al galope, y por toda la ciudad los hombres proclamaban a gritos que la flota había sido destruida, y que estaban a punto de enfrentarse a una invasión de… ¿qué? Allí estaba la raíz del pánico. En la ignorancia. Y los mejores oficiales del reino se encontraban a bordo de aquellos orgullosos barcos. Todo lo que quedaba eran reclutas forzosos o incompetentes. Hebrion había sido decapitada.

«Si la flota se ha perdido», se recordó a sí mismo Golophin. Otra llamada a la puerta.

—Pasad —gritó Isolla, recobrando la compostura. Un corpulento infante de marina con una cicatriz pálida en el rostro asomó la cabeza por la puerta. Todas las doncellas habían sido despedidas.

—Majestad, aquí lo tenemos. Lo llevábamos en una carretilla, pero no hemos podido pasar, de modo que…

—Traedlo aquí —espetó Golophin.

Era Hawkwood. Lo habían ignorado hasta aquel momento. Isolla se cubrió la boca con una mano mientras los infantes de marina lo metían en la habitación. Lo depositaron sobre la cama de cuatro columnas de la propia reina, y se quedaron inmóviles, sin aliento. Todos miraban a Golophin, y luego a la lastimosa silueta de la cama, como si esperaran alguna explicación. Con voz algo más amable, Golophin dijo:

—Hay vino en la antesala, sargento. Servíos, vos y vuestros hombres, y aguardad allí. Hablaré con vosotros más tarde.

Los soldados saludaron y salieron. Mientras la puerta se cerraba tras ellos, Golophin se inclinó sobre el cuerpo tumbado en la cama.

—Richard. Richard, despierta. Isolla, trae la jarra y las cosas de la bandeja. Agua, mucha agua. Que venga una de esas malditas doncellas.

Hawkwood había sufrido terriblemente. La mitad de su barba se había quemado, y su rostro era una llaga en carne viva, llena de ampollas y rezumando fluidos. Sus brazos y torso también estaban llenos de marcas, y su puño derecho era una masa de tejido chamuscado del que asomaba el extremo de una soga cortada. Estaba cubierto de sal y de lo que parecía sangre seca.

Golophin vertió agua sobre los labios agrietados y le salpicó los párpados.

—Richard.

Los dedos del mago se agitaron mientras conjuraba una pequeña bola blanca de llamas en el aire. La ahuyentó como hubiera hecho con una mosca molesta, y las llamas chocaron contra la frente del marinero inconsciente, hundiéndose al instante en su carne.

Isolla regresó, seguida por una doncella que llevaba toda clase de paños, botellas y un cuenco humeante. La doncella tenía los ojos abiertos como los de un búho, pero huyó al instante al ver la expresión de su señora.

Hawkwood abrió los ojos. El blanco de uno de ellos estaba inundado de escarlata.

—Golophin. —Fue un susurro ahogado. El mago le vertió más agua sobre los ojos, y Hawkwood empezó a toser.

—Levántale la cabeza, Isolla.

La reina apoyó contra su pecho la maltrecha cabeza del navegante, mientras las lágrimas le corrían en silencio por las mejillas.

—Richard, ¿puedes hablar? —preguntó suavemente Golophin.

Los ojos, uno de ellos de un rojo siniestro, se abrieron salvajemente durante un segundo, mientras el terror convulsionaba su cuerpo. Luego Hawkwood se relajó, como una marioneta con las cuerdas cortadas.

—Ha desaparecido. Toda la flota. La han destruido, Golophin. Todos los barcos.

Isolla cerró los ojos.

—Cuéntamelo capitán.

—Magia del clima; calma chicha y niebla. Monstruos en el aire y el mar. Eran millares. No tuvimos ninguna posibilidad.

—Están todos…

—Muertos. Ahogados. Oh, Dios. —Los labios de Hawkwood se apartaron de sus negras encías, y de su interior brotó un grito desgarrado—. ¡Duele! Ah, basta, basta. —Luego el ataque cesó.

—Te curaré —dijo Golophin—. Y luego dormirás durante mucho tiempo, Richard.

—¡No! ¡Escúchame! —Los ojos de Hawkwood centelleaban de fiebre y angustia—. Le vi, Golophin. Hablé con él.

—¿Quién?

—Aruan. Me dejó marchar. Me envió de vuelta a casa. —Hawkwood soltó un sollozo—. Traigo sus términos.

Un puño de hielo se cerró en torno al corazón de Golophin.

—Continúa.

—Rendición. Entregar a todos los nobles. Hebrion y Astarac. O destruirá los dos reinos. Puede hacerlo y lo hará. Vienen hacia aquí con el viento del oeste, Golophin, con la tormenta.

Toda la historia brotó de sus labios en una corriente de palabras entrecortadas. La balsa. La aparición de Aruan. Sus palabras, sus razonamientos implacables. Finalmente, la voz de Hawkwood se convirtió en un graznido apenas audible.

—Lo siento. Mi barco. Habría debido morir.

Isolla le acarició una mejilla quemada por el sol.

—Tranquilo ahora, capitán. Lo habéis hecho bien. Ahora podréis dormir. —Miró a Golophin, y el anciano mago asintió, con el rostro gris—. Dormid. Descansad.

Hawkwood la miró, y el fantasma de una sonrisa atravesó su rostro.

—Os recuerdo.

Entonces le asaltó un ataque de tos, que le hizo estremecerse en brazos de Isolla. Luchó por respirar. Sus ojos se pusieron en blanco, y exhaló un suspiro largo y agotado. Finalmente, quedó inmóvil.

—Ha sufrido demasiado —dijo Golophin—. Yo estaba impaciente, y he sido un estúpido.

Isolla inclinó la cabeza y le temblaron los hombros, pero no articuló un solo sonido.

—Ha muerto, entonces —dijo al fin, con calma.

Golophin apoyó una mano en el pecho de Hawkwood y cerró los ojos. El cuerpo del navegante se sacudió de repente, y sus extremidades temblaron.

—No se lo permitiré —dijo Golophin con fiereza, y mientras hablaba el dweomer centelleó en su interior, derramándose por sus ojos y sus dedos, y surgiendo de su boca como un humo blanco—. Apártate de él, Isolla.

La reina obedeció, protegiéndose los ojos del resplandor de la luz de Golophin. El mago se había transformado en una forma pura y argéntea. La luz creció hasta que mirarla resultó insoportable, convirtiéndose en un torbellino resplandeciente, un verdadero sol, y luego abandonó al mago con un grito, para arrojarse sobre la figura inerte de la cama. Hubo un impacto silencioso que apagó las lámparas y levantó las sábanas por los aires mientras crepitaban y se consumían, y el cuerpo de Hawkwood se sacudía y retorcía como el juguete de un titiritero loco.

La estancia se sumió en la oscuridad a excepción del lugar donde Golophin permanecía agazapado junto a la cama, respirando con dificultad. La luz demente y sobrenatural todavía brotaba de sus ojos. Isolla permanecía junto a la pared, como clavada en ella. Una especie de polvo ligero llovía sobre su cabeza, y sentía una tensión inexplicable en un lado de su rostro.

—Enciende una vela —dijo la voz del mago. El resplandor de su mirada decayó, y la habitación quedó en tinieblas. Sobre la cama, alguien gemía.

—No… no veo nada, Golophin.

—Perdóname. —Cerca del techo apreció una lucecita temblorosa. Isolla tomó la yesquera y una vela del suelo. El dorso de sus manos y su ropa estaban cubiertos por una delicada capa de ceniza blanca. Frotó el acero y el pedernal, prendió la chispa en la yesca y la acercó al pabilo de la vela. Una luz más humana sustituyó a la mágica.

Golophin se puso en pie con dificultad, sacudiéndose la ceniza de la túnica. Cuando se volvió hacia ella, Isolla jadeó, sobresaltada.

—¡Dios mío, Golophin, tu cara!

Un lado del rostro del anciano mago se había convertido en una masa atormentada de cicatrices, como las de una antigua quemadura. Asintió.

—El dweomer siempre exige un pago, especialmente cuando uno tiene prisa. Ah, muchacha, lo siento mucho. No debías haber estado aquí. Pensé que conmigo bastaría.

—¿A qué te refieres?

Él se adelantó y acarició suavemente la extraña tensión en la mejilla de la reina.

—También te ha afectado —dijo simplemente.

Ella se palpó la piel. Estaba abultada y casi insensible en una línea que corría de un extremo de su ojo hasta la mandíbula. Algo en su estómago se revolvió, pero consiguió hablar sin temblar.

—Eso no importa. ¿Cómo está?

Se volvieron hacia la cama, sosteniendo la vela sobre el destrozado edredón y el colchón humeante y cubierto de ceniza. Las vestiduras rotas y chamuscadas de Hawkwood habían desaparecido. Yacía desnudo sobre la cama, respirando profundamente. No quedaba rastro de su barba, y el cabello de su cráneo no era más que una pelusa oscura, pero no había una sola marca en todo su cuerpo. Golophin le tocó la frente.

—Dormirá unas cuantas horas, y cuando despierte estará tan sano como siempre. Hebrion aún lo necesitará. Quédate con él, querida. Debo ir a tomar la temperatura de la ciudad… y tengo una o dos cosas que hacer. —Miró atentamente a Isolla, como debatiendo si decirle algo, y luego se volvió con lo que podía haber pasado por brusquedad—. Es posible que esté fuera algún tiempo. Cuida de nuestro paciente.

—¿Igual que una vez cuidé de Abeleyn? —El dolor en la voz de Isolla era desgarrador. Recordaba otro anochecer, otro hombre curado por los poderes de Golophin. Pero entonces había esperanza.

Golophin salió sin contestar.

Capítulo 8

Una procesión de sueños, claros y perfectamente coherentes, recorría los caminos de la mente de Hawkwood. Como linternas de papel flotando en libertad, todos ellos acabaron consumiéndose y descendiendo tristemente entre cenizas y humo.

Vio el viejo
Águila
ardiendo en la noche, con sus velas en llamas retorciéndose y revoloteando sobre las cubiertas. En la barandilla estaba el rey Abeleyn, y a su lado Murad, riendo a carcajadas.

Hawkwood continuó observando mientras un centenar de puertos y ciudades del mundo pasaban junto a él como una sucesión de relucientes joyas. Y también había rostros. Billerand, Julius Albak, Haukal, su olvidada esposa Estrella. Murad. Bardolin. Los dos últimos estaban unidos de algún modo en su mente. Había algo que compartían y que no acertaba a precisar. Murad había muerto; Hawkwood lo sabía incluso en su sueño, y se alegraba de ello.

Finalmente apareció una mujer pelirroja con una cicatriz en la mejilla que le apoyó la cabeza en el pecho. La conocía. Mientras la observaba, sus sueños se desvanecieron, y también el miedo. Se sintió como si hubiera llegado a tierra después del más largo de los viajes, y sonrió.

—¡Estáis despierto!

—Y vivo. ¿Cómo diablos…? —Y entonces pudo ver claramente su rostro, la línea de tejido abultado en un lado, como la huella del pellizco de un escultor sobre la arcilla húmeda.

Los dedos de Isolla se dirigieron a la cicatriz al instante, cubriéndola. Luego bajó su mano con gesto firme, propio de la reina que era. Había estado llorando.

La habitación estaba oscura y fría en la penumbra gris del alba. El fuego de la chimenea se había reducido a un montón de ascuas humeantes. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? No había dolor ni sed. Alguien había borrado la pizarra de su vida.

—Golophin os salvó con el dweomer. Pero hubo un precio. Él está mucho peor que yo. No tiene importancia. Estáis vivo. Golophin llegará pronto.

Isolla se levantó de su lado, mientras los ojos de Hawkwood observaban sus movimientos con un dolor impotente y desconcertado. Se pasó una mano por su propio rostro, y quedó estupefacto.

—¡Mi barba!

—Volverá a crecer. Parecéis más joven sin ella. Hay ropa junto a la cama. Debería quedaros bien. Venid a la antesala cuando estéis listo. Golophin quiere hablarnos. —Salió de la habitación, andando muy rígida, con su vestido sencillo y sin adornos.

Hawkwood apartó el edredón y estudió su cuerpo. Ni una sola marca. Incluso sus cicatrices de veinte años atrás habían desaparecido. Su cuerpo estaba lampiño como el de un recién nacido.

Sintiéndose absurdamente avergonzado, se vistió con la ropa que le habían preparado. De repente tuvo sed, y vació de un trago el vaso de agua que encontró. Le pareció que tenía que hacer crujir todas las articulaciones de su cuerpo para que volviera a funcionar, y dedicó varios minutos a hacer estiramientos y flexiones, logrando que la sangre volviera a circular. Estaba vivo. Estaba entero. No era un milagro, pero le parecía más que milagroso. Pese a toda la magia que había visto durante los años, ciertos aspectos de ella nunca dejaban de impresionarle. Provocar una tormenta parecía casi sencillo, algo esperable en un mago. Pero moldear su propia carne de aquel modo, hacer desaparecer las quemaduras y curar sus pulmones rotos y medio asfixiados… aquello era realmente increíble.

¿Qué precio se había pagado por el don de su vida? La dama del otro lado de la puerta. Había pagado por las cicatrices de Hawkwood con las suyas propias. Ella, la reina de Hebrion.

Cuando atravesó el umbral, su rostro estaba sombrío como en un funeral. No tenía costumbre de frecuentar los aposentos de la realeza, e ignoraba si debía inclinarse, sentarse o permanecer de pie. Isolla le observaba, tomando una copa de vino. La antesala era pequeña, octogonal, pero con el techo alto. Un fuego azulado de carbón marino ardía en la chimenea, y había un delicioso desorden de artículos femeninos esparcidos aquí y allá, por encima de las sillas, además de una botella llena de vino sobre la mesa, que resplandecía como un rubí a la luz del fuego, y en las paredes ardían velas de cera, cuyo suave aroma se mezclaba con el perfume de Isolla, Unas pesadas cortinas ocultaban la única ventana, de modo que podían haber estado en mitad de la noche, pero el reloj interno de Hawkwood sabía que el amanecer había llegado y pasado, y que el sol se estaba elevando en el cielo.

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