Authors: David Brin
Jacob contempló la píldora, aturdido. Fuera lo que fuese, no era café. Se frotó los ojos con la muñeca izquierda, primero uno y luego el otro. Entonces dirigió una mirada acusadora hacia el botón que había pulsado.
Observó entonces que el botón tenía una etiqueta. «Síntesis nutritiva E.T.», decía. Bajo la etiqueta surgió de una ranura de datos una etiqueta informática. Tenía impresas en un extremo las palabras «Pring: Suplemento dietético. Complejo vitamínico de cumarina».
Jacob miró rápidamente a Culla. El alienígena continuó su explicación mientras contemplaba la ventanilla Lot. Culla agitó un brazo señalando el brillo dantesco del sol para reforzar su razonamiento.
—Eshta esh la línea roja alfa de hidrógeno —dijo—. Una línea eshpectral muy útil. En vez de sher abrumadosh por la gran cantidad de luz aleatoria de todosh losh nivelesh del shol, podemosh mirar shólo aquellash regionesh donde el hidrógeno elemental abshorbe o emite másh de lo normal...
Culla señaló la superficie moteada del sol. Estaba cubierta de puntos rojos oscuros y arcos deshilachados.
Jacob había leído cosas sobre ellos. Los arcos deshilachados eran «filamentos». Vistos contra el espacio, en el limbo solar, eran las prominencias que habían sido observadas desde la primera vez que se empleó un telescopio durante un eclipse. Al parecer, Culla estaba explicando la forma en que esos objetos se veían de frente.
Jacob reflexionó. Desde que partieron de la Tierra, Culla se había abstenido de comer con los demás. Todo lo que hacía era sorber algún vodka o cerveza ocasional con una pajita. Aunque no había dado ninguna razón, Jacob imaginaba que aquel ser tenía alguna inhibición cultural que le impedía comer en público.
Ahora que lo pensaba, con aquellas cuchillas por dientes, podía ser un poco desagradable. Al parecer había llegado cuando estaba tomando el desayuno y era demasiado educado para decirlo.
Miró la píldora que aún tenía en la mano. Se la guardó en el bolsillo y tiró la taza a una papelera cercana.
Pudo ver entonces el botón que anunciaba «Café solo». Sonrió tristemente. Tal vez sería mejor prescindir del café y no correr el riesgo de ofender a Culla. Aunque el E.T. no había puesto ninguna objeción, se había vuelto de espaldas mientras Jacob visitaba las máquinas expendedoras de comida y bebida.
Culla alzó la cabeza cuando Jacob se acercó. Abrió un poco la boca y durante un instante el humano atisbo un destello de porcelana.
—¿Eshtá menosh aturdido ya? —preguntó solícito.
—Sí, sí, gracias... gracias también por la explicación. Siempre había considerado el sol un lugar bastante liso... a excepción de las manchas solares y las prominencias. Pero supongo que en realidad es bastante complicado.
Culla asintió.
—El doctor Kepler esh el experto. Él le dará una explicación mejor cuando venga a una inmershión con noshotrosh.
Jacob sonrió amablemente. ¡Qué bien estaban entrenados estos emisarios galácticos! Cuando Culla asentía, ¿tenía el gesto un significado personal? ¿O era algo que le habían enseñado a hacer en algunas ocasiones y lugares donde hubiera humanos?
¿Inmersión con nosotros?
Decidió no pedirle a Culla que repitiera la frase.
Es mejor no forzar mi suerte, pensó.
Empezó a bostezar. Se acordó justo a tiempo de cubrirse la boca con la mano. ¿Quién sabía qué podía significar un gesto similar en el planeta natal de los pring?
—Bueno, Culla, creo que me vuelvo a mi habitación para intentar dormir un poco más. Gracias por la charla.
—No hay de qué, Jacob. Buenash nochesh.
Recorrió el pasillo y apenas consiguió llegar a la cama antes de quedarse profundamente dormido.
Una luz suave e irisada se filtraba por las portillas, iluminando los rostros de los que contemplaban el paso de Mercurio bajo el descenso de la nave.
Casi todos los que no tenían que ejercer funciones a bordo estaban en la cubierta, contemplando la tremenda belleza del planeta desde la fila de ventanas. Hablaban en susurros, y las conversaciones tenían lugar en grupitos alrededor de cada portilla. Durante la mayor parte de la maniobra el único sonido fue un leve chasquido que Jacob no pudo identificar.
La superficie del planeta estaba marcada por cráteres y largas estrías. Las sombras proyectadas por las montañas de Mercurio eran bruscas en su negrura, recortadas contra marrones y plateados brillantes. En muchos aspectos recordaba a la luna de la Tierra.
Había diferencias. En una zona todo un trozo había quedado desgajado en algún antiguo cataclismo. La cicatriz producía una amplia serie de surcos en el lado que daba al sol. El límite de iluminación corría por el borde de la muesca, una brusca frontera del día y la noche.
Allá abajo, en los lugares donde no había sombra, caía una lluvia de siete tipos distintos de fuego. Protones, rayos x surgidos del magnetoscopio del planeta, y la simple luz cegadora del sol mezclados con otras cosas letales para convertir la superficie de Mercurio en algo completamente diferente a la luna.
Parecía un lugar donde podían encontrarse fantasmas. Un purgatorio.
Jacob recordó un fragmento de un antiguo poema japonés preHaku que había leído hacía tan sólo un mes:
Más que tristes pensamientos acuden a mi mente
cuando cae la noche; pues entonces
aparece tu forma fantasmal,
hablando como te he visto hablar.
—¿Ha dicho algo?
Jacob salió del leve trance y vio a Dwayne Kepler a su lado.
—No, no mucho. Aquí tiene su chaqueta. —Tendió a Kepler la prenda doblada, quien la recogió con una sonrisa.
—Lo siento, pero la biología ataca en los momentos menos románticos. En la vida real los viajeros espaciales también tienen que ir al cuarto de baño. Bubbacub parece encontrar irresistible este tejido aterciopelado. Cada vez que suelto mi chaqueta para hacer algo, se echa a dormir encima. Voy a tener que comprarle una cuando vuelva a la Tierra. ¿De qué estábamos hablando antes de que me marchara?
Jacob señaló hacia la superficie de debajo.
—Estaba pensando... ahora comprendo por qué los astronautas llaman a la luna «el corral». Hay que tener cuidado.
Kepler asintió.
— ¡Sí, pero es mucho mejor que trabajar en algún estúpido proyecto casero! —Kepler hizo una pausa, como si estuviera a punto de decir algo importante. Pero el impulso se extinguió antes de que pudiera continuar. Se volvió hacia la portilla y señaló el panorama de debajo—. Los primeros observadores, Antoniodi y Schiaparelli, llamaron a esta zona Charit Regio. Ese enorme cráter de ahí es Goethe.
Señaló un montículo de material más oscuro en una brillante llanura—. Está muy cerca del polo norte, y debajo se halla la red de cuevas que hacen posible la Base Hermes.
Kepler era ahora la imagen perfecta del erudito, excepto los momentos en que alguno de los extremos de su largo bigote color arena se le metía en la boca. Su nerviosismo pareció remitir a medida que se iban acercando a Mercurio y la Base Navegante Solar, donde era el jefe.
Pero en ocasiones, sobre todo cuando la conversación trataba de la elevación o la Biblioteca, el rostro de Kepler asumía la expresión del hombre que tiene mucho que decir y no encuentra la forma de hacerlo.
Era una expresión nerviosa y cohibida, como si tuviera miedo de expresar sus opiniones por temor a ser rebatido.
Después de reflexionar un poco, Jacob llegó a la conclusión de que conocía parte del motivo. Aunque el jefe del Navegante Solar no había dicho nada de forma explícita, Jacob estaba convencido de que Dwayne Kepler era religioso.
En medio de la controversia camisas-pieles y el Contacto con los extraterrestres, la religión organizada había quedado hecha pedazos.
Los danikenitas proclamaban su fe en una gran raza de seres, no omnipotentes, que habían intervenido en el desarrollo del hombre y podrían hacerlo de nuevo. Los seguidores de la Ética Neolítica predicaban sobre la palpable presencia del «espíritu del hombre».
Y la mera existencia de miles de razas que surcaban el espacio, donde pocas profesaban algo que fuera similar a las antiguas religiones de la Tierra, hizo un gran daño a la idea de un Dios todopoderoso y antropomórfico.
La mayoría de los credos formales habían cooptado por un bando u otro en la guerra camisa-piel, o habían derivado en un teísmo filosófico. Los ejércitos de fieles habían volado hacia otras banderas, y los que se quedaron guardaban silencio en mitad del tumulto.
Jacob se había preguntado a menudo si estaban esperando una Señal.
Si Kepler era creyente, eso explicaría parte de su cautela. Había bastante desempleo entre los científicos. Kepler no querría labrarse una reputación de fanático y arriesgarse a añadir su nombre a las filas de parados.
Jacob consideraba que era una lástima que el hombre pensara así.
Habría sido interesante oír sus puntos de vista. Pero respetaba su claro deseo de intimidad en este tema.
Lo que atraía el interés profesional de Jacob era la forma en que el aislamiento podría haber contribuido a los problemas mentales de Kepler. En la cabeza del hombre había algo más que un problema filosófico, algo que ahora mismo dañaba su eficacia como líder y su confianza en sí mismo como científico.
Martine, la psicóloga, acompañaba a menudo a Kepler, recordándole de modo regular que tomara sus medicinas, frasquitos de diversas píldoras multicolores que llevaba en los bolsillos.
Jacob sentía que volvían las viejas costumbres, pues no habían sido apagadas por la quietud de los últimos meses en el Centro de Elevación. Tenía casi tanto interés en saber qué eran aquellas píldoras como en conocer cuál era el trabajo real de Mildred Martine en el Navegante Solar.
Martine era aún un enigma para Jacob. A pesar de sus conversaciones a bordo, no había llegado a penetrar en los malditos modales amistosos de la mujer. Su divertida condescendencia hacia él era tan pronunciada como la exagerada confianza del doctor Kepler. Los pensamientos de la mujer estaban en otra parte.
Martine y LaRoque apenas apartaban la vista de su portilla.
Martine hablaba de su investigación sobre los efectos del color y el brillo en la conducta psicótica. Jacob lo había oído en su primera reunión en Ensenada. Una de las primeras cosas que hizo Martine tras unirse al Navegante Solar fue reducir al mínimo los efectos psicogénicos del medio, por si los «fenómenos» eran una ilusión causada por el estrés.
Su amistad con LaRoque había ido creciendo a lo largo del viaje mientras escuchaba, embelesada, todas las contradictorias historias de civilizaciones perdidas y antiguos visitantes extraterrestres. LaRoque respondió a la atención recurriendo a su famosa elocuencia. Varias veces sus conversaciones privadas en la cubierta consiguieron reunir público. Jacob prestó atención un par de veces. LaRoque podía ser muy sensible cuando se lo proponía.
Sin embargo, Jacob se sentía menos cómodo con aquel hombre que con los demás pasajeros. Prefería la compañía de gente menos ubicua, como Culla. Jacob había llegado a apreciar al alienígena. A pesar de los grandes ojos rojos y su increíble trabajo dental, el pring tenía gustos muy parecidos a él en muchas cosas.
Culla hacía montones de preguntas ingeniosas sobre la Tierra y los humanos, la mayoría referidas a la forma en que trataban a sus especies pupilas. Cuando se enteró de que Jacob había participado en el proyecto para elevar a la inteligencia plena a los chimpancés, los delfines, y últimamente a los perros y gorilas, empezó a tratar a Jacob con más respeto aún.
Ni una sola vez se refirió Culla a la tecnología de la Tierra como arcaica u obsoleta, aunque todo el mundo sabía que era única en la galaxia por su rareza. Después de todo no había constancia de que ninguna otra raza hubiera tenido que inventarlo todo partiendo de cero. La Biblioteca se encargaba de eso. Culla era un entusiasta de los beneficios que proporcionaría la Biblioteca a sus amigos humanos y chimpancés.
En una ocasión, el extraterrestre siguió al humano al gimnasio de la nave y contempló, con aquellos grandes ojos rojos suyos, cómo Jacob se embarcaba en una de sus sesiones maratonianas, una de las varias que hizo desde que salieron de la Tierra. Durante los descansos, Jacob descubrió que el pring ya había aprendido el arte de contar chistes picantes. La raza pring debía de tener conductas similares a la humanidad contemporánea, pues el remate «...sólo estábamos regateando sobre el precio» parecía tener el mismo significado para ambos.
Fueron los chistes, sobre todo, los que hicieron que Jacob advirtiera lo lejos que estaba de casa el estirado diplomático pring. Se preguntó si Culla se sentía tan solitario como lo estaría él en aquella situación.
En las siguientes discusiones sobre si la mejor marca de cerveza era Tuborg o L-5, Jacob tuvo que esforzarse por recordar que se trataba de un alienígena, no un ser humano alto y terriblemente educado. Pero comprendió la lección cuando se encontraron separados por un abismo insalvable durante el curso de la conversación.
Jacob había contado una historia sobre la lucha de clases terrestres que Culla no pudo comprender. Intentó ilustrar su argumento con un proverbio chino: «El campesino siempre se cuelga en la puerta de su señor».
Los ojos del alienígena se volvieron más brillantes de repente, y Jacob oyó por primera vez un agitado chasquido procedente de la boca de Culla.
Se quedó mirando al pring por un instante, y luego cambió rápidamente de tema.
Pero en términos generales, Culla tenía un sentido del humor más parecido al humano que ningún otro extraterrestre que hubiera conocido. Con la excepción de Fagin, por supuesto.
Ahora, mientras se preparaban para el aterrizaje, el pring permanecía en silencio junto a su tutor. Su expresión, como la de Bubbacub, volvía a ser ilegible.
Kepler tocó suavemente a Jacob en el brazo y señaló la portilla.
—Muy pronto la capitana mandará tensar las Pantallas de Estasis y empezará a reducir el ritmo en que deja filtrarse el espacio-tiempo.
Los efectos le parecerán interesantes.
—Creía que la nave dejaba que el tejido del espacio pasara de largo, más o menos, como se hace con una tabla de surf en la playa.
Kepler sonrió.
—No, señor Demwa. Ése es un error común. Hacer surf en el espacio es sólo una frase popular. Cuando hablo de espacio-tiempo, no me refiero a un «tejido». El espacio no es un material.