Authors: David Brin
—Adelante, dígalo. Ya lo sé.
Martine bajó los ojos.
—Bubbacub dijo que se reuniría con Peter en su habitación y desconectaría el aturdidor, como un favor y para demostrar que no le guardaba rencor.
Jacob suspiró.
—Eso lo colma todo —murmuró.
-¿Qué...?
—Déjeme ver sus manos.
Se adelantó cuando ella se mostró indecisa. Los dedos largos y finos temblaron mientras los examinaba.
—¿Qué pasa?
Jacob la ignoró. Recorrió lentamente la estrecha habitación.
La simetría de la trampa le atraía. Si salía bien, no quedaría un solo humano en Mercurio con la reputación intacta. Él mismo no podría haberlo hecho mejor. La única pregunta era cuándo se suponía que iba a dispararse.
Se volvió y miró de nuevo a la entrada del cuarto oscuro. Una vez más, la cabeza de Donaldson se perdió de vista.
—Muy bien, jefe. Salga. Va a ayudar a la doctora Martine a borrar sus huellas de este sitio.
Martine abrió la boca cuando el grueso ingeniero jefe apareció sonriendo mansamente.
—¿Qué va a hacer usted? —preguntó.
En vez de responder, Jacob descolgó el teléfono de la puerta interna y marcó.
—¿Hola, Fagin? Sí, ya estoy dispuesto para la «escena del salón».
¿Ah, sí...? Bueno, no estés tan seguro todavía. Depende de la suerte que tengamos en los próximos minutos.
»¿Quieres invitar por favor al grupo central para que se reúna dentro de cinco minutos en las habitaciones donde está detenido LaRoque? Sí, eso es, e insiste, por favor. No te molestes con la doctora Martine, está aquí.
Martine alzó la cabeza mientras frotaba el tirador de uno de los archivadores, sorprendida por el tono de voz de Jacob Demwa.
—Es eso —continuó Jacob—. Y por favor invita primero a Bubbacub y a Kepler. Haz que se pongan en movimiento como los dos sabemos. Tendré que darme prisa. Sí, gracias.
—¿Y ahora qué? —dijo Donaldson mientras salían por la puerta.
—Ahora ustedes dos, aprendices, pasarán al primer curso de la escuela de ladrones. Y tienen que hacerlo rápido. El doctor Kepler dejará sus habitaciones pronto y será mejor que no tarden demasiado en seguirlo a la reunión.
Martine se detuvo.
—Está usted bromeando. ¡No esperará en serio que saquee el apartamento de Dwayne!
—¿Por qué no? —gruñó Donaldson—. ¡Le ha estado suministrando matarratas! Robó sus llaves para entrar en el Laboratorio Fotográfico.
Martine hizo una mueca de sorpresa y disgusto.
—¡No he suministrado matarratas a nadie! ¿Quién le ha dicho eso? Jacob suspiró.
—El «Warfarine». Antiguamente se usaba como matarratas. Antes de que las ratas se volvieran inmunes a él y a casi todo lo demás.
— ¡Ya se lo dije antes, nunca he oído hablar del «Warfarine»!
Primero el doctor, y luego usted en la Nave Solar. ¿Por qué piensa todo el mundo que soy una envenenadora?
—Yo no. Pero será mejor que coopere si quiere que lleguemos al fondo de este asunto. Tiene las llaves de las habitaciones de Kepler, ¿no? Martine se mordió los labios. Asintió.
Jacob le dijo a Donaldson lo que tenía que buscar y qué hacer cuando lo encontrara. Entonces se marchó corriendo en dirección a las habitaciones de los extraterrestres.
—¿Quiere decir que Jacob convocó esta reunión y ni siquiera está aquí? —preguntó Helene deSilva desde la puerta.
—No se preocupe, comandante deSilva. Ya llegará. Nunca he visto al señor Demwa convocar una reunión a la que no resultara interesante asistir.
—¿De verdad? —rió LaRoque desde un extremo del gran sofá, con los pies apoyados en una otomana. Hablaba sarcásticamente mientras mordía su pipa, a través de una cortina de humo—. ¿Y por qué no?
¿Qué más tenemos que hacer aquí? La «investigación» ha terminado, y los estudios también. La Torre de Marfil se ha desplomado por su arrogancia y es el momento de los cuchillos largos. Que Demwa se tome su tiempo. ¡Lo que tenga que decir será más divertido que ver todas esas caras serias!
Dwayne Kepler hizo una mueca desde el otro extremo del sofá. Se sentaba tan lejos de LaRoque como podía. Nervioso, apartó la manta que el auxiliar médico acababa de ajustar. El enfermero miró al doctor, que se encogió de hombros.
—Cállese, LaRoque —dijo Kepler.
LaRoque simplemente sonrió, y cogió una herramienta para limpiar su pipa.
—Sigo pensando que debería tener una grabadora. Conociendo a Demwa, esto podría ser histórico.
Bubbacub lanzó un bufido y se dio la vuelta. Había estado caminando. Extrañamente, no se había acercado a ninguno de los cojines situados por toda la habitación alfombrada. El pil se detuvo delante de Culla, de pie junto a la pared, y chascó sus dedos simétricos en una complicada pauta. Culla asintió.
—Me han inshtruido para decir que ya han shucedido shu-ficientesh tragediash a causha del aparato grabador del sheñor LaRoque. Pil Bubbacub ha indicado también que no eshpera-rá másh que otrosh cinco minutosh.
Kepler ignoró la declaración. Metódicamente se frotó el cuello, como si buscara un picor. Había perdido gran parte de su color en las últimas semanas.
LaRoque se encogió de hombros. Fagin guardó silencio. Ni siquiera las hojas plateadas se agitaron en los extremos de sus ramas verdeazuladas.
—Siéntese, Helene —dijo el médico—. Estoy seguro de que los demás vendrán pronto. —Su expresión era suficientemente expresiva.
Entrar en esta habitación era como internarse en una charca de agua muy fría y no muy limpia.
DeSilva encontró un asiento lo más alejado posible de los otros. Se preguntó con tristeza qué pretendía Jacob Demwa.
Espero que no sea lo mismo, pensó. Si en este grupo hay algo en común, es el hecho de que ni siquiera quieren que se mencionen las palabras «Navegante Solar». Están a punto de lanzarse a la garganta de los demás, pero al mismo tiempo existe esta conspiración de silencio.
Sacudió la cabeza. Me alegro de que este viaje termine pronto. Tal vez las cosas mejorarán dentro de otros cincuenta años.
No albergaba muchas esperanzas al respecto. El único lugar donde se podían escuchar las canciones de los Beatles era en una orquesta sinfónica, menuda monstruosidad. Y el buen jazz no existía fuera de una biblioteca.
¿Por qué me marché de casa?
Entraron Mildred Martine y el jefe Donaldson. A Helene le parecieron patéticos sus intentos por aparentar despreocupación, pero nadie más pareció advertirlo.
Interesante. Me pregunto qué tendrán esos dos en común.
Contemplaron la sala y luego se dirigieron a un rincón tras el único sofá, donde Kepler, LaRoque y la tensión entre ellos ocupaba todo el espacio. LaRoque miró a Martine y sonrió. ¿Un guiño de conspiración?
Martine evitó su mirada y LaRoque pareció decepcionado. Volvió a encender su pipa.
—¡Ya he tenido suficiente! —anunció Bubbacub por fin, y se volvió hacia la puerta. Pero antes de que llegara a ella se abrió, al parecer por su cuenta. Entonces Jacob Demwa apareció en el umbral, con un saco blanco al hombro. Entró en la habitación silbando suavemente. Helene parpadeó, incrédula. La canción se parecía enormemente a «Santa Claus viene a la ciudad». Pero seguramente...
Jacob hizo girar el saco en el aire. Lo dejó caer sobre la mesa con un golpe que hizo que la doctora Martine saltara de su asiento.
Kepler frunció aún más el ceño y se agarró al brazo del sofá.
Helene no pudo evitarlo. La anacrónica canción, el ruido, y la conducta de Jacob rompieron el muro de tensión como si fueran una tarta en la cara de alguien que a uno no le cae especialmente bien. Se echó a reír.
Jacob hizo un guiño.
—¿Ha venido a jugar? —preguntó Bubbacub—. ¡Me roba mi tiempo! ¡Ex-plíquese!
Jacob sonrió.
—Naturalmente, Pil Bubbacub. Espero que se encuentre satisfecho con mi demostración. Pero siéntese primero, por favor.
Las mandíbulas de Bubbacub se cerraron con un chasquido. Los ojillos negros parecieron arder por un instante, luego bufó y se tendió en un cojín cercano.
Jacob observó los rostros. Las expresiones eran confusas u hostiles, con excepción de LaRoque, que permanecía desdeñosamente distante, y Helene, que sonreía insegura. Y Fagin, por supuesto. Por enésima vez deseó que Fagin tuviera ojos.
—Cuando el doctor Kepler me invitó a Mercurio —empezó a decir—, tenía algunas dudas sobre el Proyecto Navegante Solar, pero en general aprobaba la idea. Después de la primera reunión esperaba verme envuelto en uno de los acontecimientos más emocionantes desde el Contacto: un complejo problema de relaciones entre especies con nuestros vecinos más cercanos y extraños, los Espectros Solares.
»Pero el problema de los solarianos parece ser secundario en una complicada maraña de intrigas y asesinatos interestelares.
Kepler alzó la cabeza tristemente.
—Jacob, por favor. Todos sabemos que ha estado usted bajo presión. Millie piensa que deberíamos ser amables con usted y estoy de acuerdo. Pero hay límites.
Jacob extendió las manos.
—Si ser amable significa seguirme la corriente, hágalo, por favor.
Estoy harto de que me ignoren. Si usted no me escucha, estoy seguro de que las autoridades terrestres lo harán.
La sonrisa de Kepler se congeló. Se echó atrás en su asiento.
—Adelante. Escucharé.
—Primero: Pierre LaRoque ha negado fehacientemente haber matado al chimpancé Jeffrey o usado su aturdidor para sabotear la Nave Solar pequeña. Niega ser un condicional y sostiene que los archivos de la Tierra han sido manipulados de algún modo.
»Sin embargo, desde nuestro regreso del sol, se ha negado a pasar una prueba-C, que podría demostrar su inocencia. Al parecer cree que los resultados de la prueba también pueden ser falsificados.
—Eso es —asintió LaRoque—. Otra mentira más.
—¿Aunque el doctor Laird, la doctora Martine y yo lo supervisáramos?
LaRoque gruñó.
—Podría perjudicar mi juicio, sobre todo si decido interponer una demanda.
—¿Por qué ir a juicio? No tenía usted motivos para matar a Jeffrey cuando abrió la placa de acceso al sintonizador R.Q....
—¡Cosa que niego haber hecho!
—...y sólo un condicional mataría a un hombre en un arrebato.
¿Por qué permanecer entonces detenido?
—Tal vez esté cómodo aquí —comentó el enfermero. Helene frunció el ceño. La disciplina se había ido al infierno últimamente, junto con la moral.
—¡Se niega a hacer la prueba porque sabe que no la pasará! —gritó Kepler.
—Por eso los Hombres-Solares lo eligieron para que matara —añadió Bubbacub—. Eso es lo que me dijeron.
—¿Y yo soy un condicional? Algunas personas parecen pensar que los Espectros me hicieron intentar suicidarme.
—Su-fría estrés. La doc-tora Mar-tine lo dice. ¿Verdad? —Bubbacub se volvió hacia Millie. Sus manos se retorcieron, pero no dijo nada.
—Llegaremos a eso dentro de unos minutos —dijo Jacob—. Pero antes de empezar me gustaría tener unas palabras en privado con el doctor Kepler y con el señor LaRoque.
El doctor Laird y su ayudante se apartaron amablemente.
Bubbacub puso mala cara al verse obligado a moverse, pero obedeció.
Jacob rodeó el sofá. Mientras se inclinaba entre los dos hombres, se puso una mano a la espalda. Donaldson se inclinó y le entregó un objeto pequeño.
Jacob miró alternativamente a Kepler y a LaRoque.
—Creo que deberían dejarlo. Sobre todo usted, doctor Kepler.
—Por el amor de Dios, ¿de qué está hablando? —siseó Kepler.
—Creo que tiene algo que pertenece al señor LaRoque. No importa que lo consiguiera ilegalmente. Lo quiere. Tanto que no le importa soportar temporalmente una acusación que sabe no aguantará.
Tal vez sea suficiente para cambiar el tono de los artículos que escribirá sobre esto.
»No creo que el trato aguante. Verá, yo tengo el aparato ahora.
—¡Mi cámara! —susurró LaRoque roncamente, con los ojos brillantes.
—Vaya cámara. Un espectrógrafo sónico completo. Sí, la tengo.
También tengo las copias de las grabaciones que estaban ocultas en las habitaciones del doctor Kepler.
—T-traidor —tartamudeó Kepler—. Creía que era un amigo...
—¡Cállese, piel bastardo! —gritó LaRoque—. ¡El traidor es usted!
—El desdén pareció hervir en el pequeño escritor como vapor largamente contenido.
Jacob dio una palmadita a cada hombre.
—¡Los dos se encontrarán en órbitas sin retorno si no bajan la voz!
¡LaRoque puede ser acusado de espionaje, y Kepler de chantaje y complicidad en el espionaje!
»De hecho, ya que la prueba del espionaje de LaRoque es también una evidencia circunstancial de que no tuvo tiempo de sabotear la nave de Jeffrey, la sospecha inmediata recaería en la última persona que inspeccionó los generadores de la nave. Oh, no creo que lo hiciera usted, doctor Kepler. ¡Pero me andaría con cuidado si estuviera en su pellejo!
LaRoque guardó silencio. Kepler se mordisqueó la punta del bigote.
—¿Qué quiere? —dijo por fin.
Jacob intentó resistirse, pero su yo reprimido estaba ahora demasiado despierto. No pudo evitar una pequeña pulla.
—Bueno, todavía no estoy seguro. Ya se me ocurrirá algo. Pero no dejen que su imaginación se desborde. Mis amigos en la Tierra lo saben ya todo.
No era cierto. Pero Mister Hyde era cauteloso.
Helene deSilva se esforzó por oír lo que decían los tres hombres.
Si creyera en posesiones diabólicas habría pensado que los rostros familiares se movían siguiendo las órdenes de espíritus invasores. El amable doctor Kepler, taciturno y silencioso desde su regreso del sol, murmuraba como un sabio furioso a quien niegan su voluntad. LaRoque, pensativo y cauto, se comportaba como si todo el mundo dependiera de una cuidadosa selección de situaciones.
Y Jacob Demwa... Gestos anteriores apuntaban que había carisma bajo aquel silencio reflexivo y a veces acuoso. Era algo que la había atraído a pesar de que la frustraba. Pero ahora radiaba. Ardía como una llama.
Jacob se enderezó.
—Por ahora el doctor Kepler ha accedido amablemente a olvidar los cargos contra Pierre LaRoque —anunció.
Bubbacub se levantó de su cojín.
—Está loco. Si los hu-manos perdonan la muer-te de sus pupilos, es su pro-blema. ¡Pero los Hombres Solares pueden obligarle a causar daño otra vez!