Napoleón en Chamartín (21 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: Napoleón en Chamartín
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—¡Que hayamos vivido para ver esto!

—Ni la Junta, ni el Consejo, ni los generales, ni el corregidor, ni ninguno de esos Caifases tienen tanto así de vergüenza.

De este modo, en diversos estilos, expresaba el pueblo de Madrid su rabia, no tanto por verse casi vencido, como por echar de menos el amparo de las autoridades, y encontrarse solo entre un enemigo formidable y un poder débil, incapaz de imitar las desesperadas sublimidades de Zaragoza y Valencia. Así es que desde la suspensión de la lucha cundió el desaliento tan rápidamente, y la idea de una capitulación indispensable se apoderó tan pronto de todos los ánimos, que las armas se caían de las manos. Cercados por poderoso enemigo, ¿qué podía hacerse sin entusiasmo, y qué entusiasmo cabía allí donde los jefes no contaban para nada con lo extraordinario, con lo divino, con aquella táctica ideal y no aprendida, que o detiene las catástrofes o las hace gloriosas, no dejando al vencedor sino lo material de la victoria, la posición topográfica, aquello que podrá ser lo principal en los hechos de un día, pero que es lo secundario y lo último en la historia?

El pueblo español, que con presteza se inflama, con igual presteza se apaga, y si en una hora es fuego asolador que sube al cielo, en otra es ceniza que el viento arrastra y desparrama por la tierra. Ya desde antes del sitio se preveía un mal resultado por la falta de precaución, la escasez de recursos y la excesiva confianza en las propias fuerzas, hija de recuerdos gloriosos a todas horas evocados, y que suelen ser altamente perjudiciales, porque todo lo que aumenta la petulancia, lo hace quitándoselo al verdadero valor. Lo que habían preparado las discordias, la impremeditación y la soberbia, rematolo la excesiva prudencia de autoridades timoratas, que, además de no ver dos palmos más allá de sí mismas, no comprendieron que la capital no debía rendirse con menos aparato que la última aldea de Castilla. La presencia de Napoleón traía a aquellos pobres señores muy azorados, y tanto se preocuparon de sus togas, de sus posiciones, de sus fajas y de sus sueldos, que con todas estas telarañas ante los ojos era imposible que pudieran ver otra cosa.

- XVIII -

Diose orden de que los cuerpos ocuparan sus primitivas posiciones, y partí otra vez a los Pozos, contemplando por el camino el espectáculo de Madrid abatido y desilusionado. En algunas partes, escenas de escandalosa protesta contra las autoridades y amenazas y gritos: en otras, vergonzoso silencio y raras manifestaciones de la general angustia.

Cuando llegué a la puerta de los Pozos, los soldados y voluntarios estaban en actitud un tanto sediciosa. El Gran Capitán, que continuaba en el jardín de Bringas, no quería creer la noticia de la próxima y ya inevitable capitulación.

—Gabriel —me dijo—, eso que cuentan no puede ser cierto, y sin duda es alguna estratagema de D. Tomás de Morla. ¡Cómo se miente! ¡Creerás que unas desvergonzadas mujeres llegaron aquí diciendo que el Prado y media calle de Alcalá estaban en poder de la Francia! Me dio tal enfado que si no estuviera mi mujer entre las que tal insolencia decían, las habría atravesado de parte a parte.

No quise darle un disgusto, y callé.

—Aquí hemos tenido un combate terrible —continuó—. Se atrevieron a acercarse, y esa compañía de voluntarios salió y les hizo tan terrible fuego que no han vuelto a asomar las narices. En tan grande acción, no tuvimos más que cinco muertos y once heridos.

Vi en efecto, que Pujitos se ocupaba en acomodar estos últimos en las casas inmediatas con auxilio del generoso vecindario, y que en torno a los cinco primeros una multitud de mujeres entonaban estrepitoso miserere de imprecaciones y lamentos. En las cuatro puertas septentrionales no había ocurrido otra lucha importante que aquella que Fernández me refería.

El cual prosiguió así:

—Pensar que aquí nos rendiremos, es pensar en lo imposible. Ríndase todo Madrid; mas no se rendirán Los Pozos. ¿No es verdad, muchachos?

Los
muchachos
, sentados en el suelo del citado jardín, y a la redonda, despachaban unas sopas, acompañados de mujeres y chiquillos; y con tanta gana comían, y tal era su pachorra y tranquilidad, que no me parecieron dispuestos a secundar los gigantescos planes del portero de la oficina de Cuenta y Razón. Antes bien, el uno con su reumatismo, el otro con sus toses, y aquel con sus escalofríos, tenían cara de satisfechos por el fin de una aventura que empezó con visos de ser broma pesada.

—Pues si está de Dios que nos rindamos, nos rendiremos —dijo un bravo, que lo menos tenía a cuestas sesenta años y pico.

—Hemos hecho todo lo que exigía el honor. No es posible más —dijo otro—. Cuando los jefes han acordado la rendición, ya sabrán que es imposible resistir.

—Yo —añadió un tercero— he cumplido con mi deber. Lo menos he disparado tres tiros.

—Y yo, aunque no he disparado ninguno, le cargaba la escopeta a aquel soldadillo del bigote rubio.

—Esto no se puede oír —exclamó bramando de ira D. Santiago—. Pero ¿qué se puede esperar de unos hombres que se ponen a comer sopas, cuando tenemos a cien varas de nosotros al vencedor de Europa? ¡Fuera de aquí, almas de mazapán, cuerpos momios y sangre de arrope! ¿De qué os valen esas canas que estáis deshonrando? De qué vuestros años, hasta ahora no envilecidos? ¿De qué el haber asistido a aquellas gloriosas campañas?… Nada, lo dicho dicho. Se rendirá Madrid; pero no se rendirán los Pozos.

—Mira, marido mío —dijo a esta sazón doña Gregoria que en unión de las otras vecinas, había venido con un canastillo y algo de bebida para D. Santiago—, ya has cumplido con tu deber; ya te has portado como un valiente, y tan verdad es esto, que por todo Madrid andan contando tus hazañas que has hecho, y hasta el capitán general dicen que echó un discurso poniéndote por modelo de los buenos patriotas. Basta ya, y puesto que todo se acabó, y no hay más guerra por ahora, no seas testarudo. ¿Qué vas a hacer tú solo?

El Gran Capitán no contestaba, y paseo arriba, paseo abajo, con el arma al brazo, atendía tan sólo a sus agitados pensamientos.

—Dejémonos de tonterías, marido mío —añadió doña Gregoria—, y vamos a despachar este cocidito y esta botella de vino. ¿Acaso puede Napoleón decir que te ha vencido? Eso no, porque buen cuidado tuvo de no asomar por aquí; que si tú lo llegas a coger…

—Quítate de mi vista, vete de aquí —gritó de improviso el veterano—, y no me seduzcas con tu cocidito y tu bebida, que no soy hombre que se entrega a la molicie en días de peligro. Afuera los cantos de sirena, y las seducciones del amor y los ricos manjares. No como: he dicho que no como, y basta. He dicho que no volveré a mi casa vencido, y no volveré. Se rendirá Madrid; pero yo no me rindo.

—¡Hay hombre más cabezudo!

Entonces el Gran Capitán llamó a su mujer y llevándola aparte conmigo a un rincón de la huerta de Bringas, que era donde estábamos, le habló así muy gravemente:

—Señora doña Gregoria Conejo, ¿cuánto hace que nos casamos?

—Cuarenta y cinco años, tres meses y nueve días, si no cuento mal —respondió absorta la anciana, sin comprender en que pararía aquello.

—En estos cuarenta y cinco años, tres meses y nueve días, ¿le he dado algún disgusto a la señora doña Gregoria Conejo?

—No, marido mío —respondió algo conmovida.

—Pues bien: si le he dado alguno, le ruego que me lo perdone, y está dicho todo.

—Tú estás loco, Santiaguillo. ¿A qué dices esas necedades?

—¿Tiene Vd. alguna queja de su marido?

—Yo no, y como él no la tenga de mí…

—Pues por mi parte —dijo el Gran Capitán con alguna emoción—, yo le digo a doña Gregoria Conejo que la quiero hoy lo mismo que el día que nos casamos, y que todavía me parece tan guapa, tan mona y tan salada como cuando éramos novios, y que no tengo ninguna queja de ella, más que la de no haberme dado hijos, lo cual en verdad ha sido voluntad de Dios.

—Sí, niñito mío —respondió la vieja—; pero ¿a dónde va tanto hablar?

—Esto va a que te retires y me dejes, porque si no, reñimos por primera vez. Pero te has de ir perdonándome todo agravio que te haya hecho en el discurso de nuestra común vida. En mi testamento te dejo todo lo que poseo, que no es mucho, y además de las ocho misas que dejo mandadas, harás que me digan otras ocho. Y quiero que me entierren con mi lanza y con los dos reales que me dio D. Luis Daoiz, cuando le llevé las botas a la calle de la Ternera, y basta ya de palabras.

—¡Ay, Santa Virgen de Maravillas, que mi marido está loco y se quiere matar! —exclamó doña Gregoria echándole los brazos al cuello—. Santiaguillo, no digas tales simplezas… ¿Me quieres dejar viuda? ¿Qué es eso de testamentos y misas?

—He dicho que si Madrid se rinde, no se rendirán los Pozos; y si los Pozos se rinden, no se rendirá el jardín de Bringas —afirmó secamente el anciano, deshaciéndose de los brazos de su esposa—. ¡Atrás, seductora; atrás, sirena; atrás, flaqueza de mi valor!

—¡Bárbaro, animal! —dijo llorando la buena mujer—. ¡Este pago me das, así tratas a la que te ha querido tanto! Si fue ayer cuando nos casamos, y me parece que te estoy viendo venir con tu gorra de cuartel, tan garboso y tan chusco, a la reja de la casa donde yo servía… A ver, chiquillo, si te acuerdas de aquellas coplitas que me cantabas…

—Yo no estoy para coplitas, señora. Retírese Vd.

—¡Y estar una queriendo a un hombre cincuenta años, estar una enamorada toda la vida y mirándose en los ojos de su marido, para recibir este pago!… Santiago, mira que me enfado. Vámonos a casa, y maldito sea el Emperador, causante de mis desgracias, y a quien vea yo comido de perros.

Ni los ruegos, ni las amenazas, ni los artificios de su mujer quebrantaron la entereza de mi ilustre amigo, el cual resistiéndose a tomar alimento, por no caer en la molicie, rechazando toda idea de descanso, volvió a pasearse de largo a largo en la extensión de la huerta, arma al brazo.

Y sucedió que una infinidad de chiquillos del barrio, a quienes antes se había prohibido introducirse allí, vencieron por fin con la gran fuerza de su curiosidad y travesura los rigores de la guardia; se colaron repentinamente y en tropel, recorrieron la fortificación metiendo las narices por todas partes, y tocando con sus manos los cañones y cureñas, gozosos de ver tan de cerca todo aquel tremendo aparato. Como el asedio se daba por concluido, nadie se cuidaba de estorbar su impertinentísima inspección y entrometimiento. Luego que en todo pusieron las manos, las narices y los ojos, empezaron a echárselas de soldados, dando gritos de guerra y marchando a compás, todo según en las personas mayores habían visto, y con estos militares aspavientos entráronse por la huerta de Bringas adelante, batiendo cajas, disparando tiros, soplando cornetas y relinchando al modo de caballos, todo hecho con la boca, en mil discordes sones que atronaban el espacio. Y en cuanto divisaron a D. Santiago Fernández, a quien los más conocían, fueron derechos a él y le rodearon, gritando entre saltos, brincos, cabriolas y corcovos: «¡Viva el Gran Capitán, viva el Grandísimo Capitán!».

Visto y oído lo cual por nuestro insigne veterano, parose, y quitándose el sombrero hizo varios saludos y cortesías diciendo:

—Gracias, mil gracias, señores míos. Ya he dicho que si Madrid se rinde, yo no me rindo.

Las aclamaciones y los chillidos siempre acompañados de zapatetas, cabriolas y vueltas de carnero, tocaron los límites del delirio.

—Todos vosotros sois grandes patriotas, ¿no es verdad? —prosiguió mi amigo—; y no como estos cobardes, corrompidos por los placeres. Ya veo que la juventud vale más que la edad madura, y a mi lado os quisiera ver, valientes españoles, defendiendo a nuestro amado Monarca.

La algazara y jaleo de los muchachos al oír esto fue tal, que no cabe en descripción ni en pintura, pues no parecía sino que cuantos angelitos engendraron los matrimonios de un siglo estaban allí haciendo de las suyas. Allí vierais el correr, el atropellarse, el darse de coscorrones, el cantar y gritar, el batir palmas, el tirar coces, el correr y dar vueltas arremolinándose en torno de mi amigo, cuyas piernas por largo tiempo estuvieron sin movimiento en medio de aquel zumbador enjambre.

—Tantas muestras de afecto, señores —dijo al fin—, me conmueven, y no las puedo considerar sino como una prueba de lo bien acogida que ha sido en Madrid mi conducta. Pero digan ustedes por ahí, que el cumplimiento del deber no merece alabanzas, pues estas sólo son para lo extraordinario y heroico. Mi deber es defender este sitio, y le defenderé. Conque basta ya de aclamaciones y aplausos.

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