Napoleón en Chamartín (30 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: Napoleón en Chamartín
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—La señora condesa, ¿dónde está?

—Esta tarde ha marchado al Pardo —me contestó respetuosamente, sombrero en mano.

—¿A dónde quiere usía que le llevemos?

—Al Pardo —contesté con resolución.

—Dijo la señora condesa que saldríamos por la puerta de Toledo, camino de Illescas, ¿es que quiere usía dar un rodeo?

—Al Pardo, majadero, al Pardo derecho y sin rodeos —exclamé con furia—. ¿No he dicho que al Pardo? A toda prisa.

Las mulas partieron a escape, llevándome camino del real sitio.

- XXVI -

Fue detenido el coche en la puerta de San Vicente, abrieron la portezuela, presenté mi carta de seguridad, y después de abrumarme con cumplidos y cortesías, me dejaron pasar. Sufrí nueva detención hacia San Antonio, y una tercera en la puerta de Hierro de cuyas repetidas molestias deduje que era arriesgadísimo salir disfrazado y enteramente imposible sin el documento prescrito. Pero yo pasé el camino felizmente, y ninguno de los que echaron su mirada importuna dentro de mi coche, sospechó el papel que un servidor de ustedes estaba representando.

Yo iba en un estado de agitación indefinible, y la marcha de las mulas me parecía tan desproporcionada a mi febril impaciencia, que sentía impulsos de bajar y correr a pie, creyendo de este modo llegar más pronto. Arrastrado por una ciega e invencible determinación, yo la había formulado en estos términos sencillísimos: «Llegaré, haré por ver a la condesa, informarela de la alevosa intención de D. Diego, y partiré después. No es preciso nada más». Yo no pensaba en dificultades de ninguna clase, y las contrariedades subalternas eran despreciadas entonces por mi impetuosa voluntad. Tampoco atendía en manera alguna a mi proyectada fuga, ni me cuidaba de si iba vestido de esta o de la otra manera. Caer en poder de la policía, una vez llevado a efecto mi pensamiento, me importaba poco.

Por fin, en poco más de una hora llegamos a la plaza de Palacio, donde vi una gran escolta de caballería y muchos coches. El cochero del mío azotó las mulas y las hizo penetrar por la ancha puerta hasta el vestíbulo de donde arranca la gran escalera. Todo lo vi iluminado; todo lleno de guardias españolas y francesas. Una música militar tocaba el himno imperial en la galería que domina la escalera. Napoleón, que había ido a comer con su hermano, estaba allí todavía.

Figuraos que uno se muere y despierta en otro planeta, en otro mundo, encontrándose con forma distinta, en atmósfera diversa, en un medio diferente, donde crecen Fauna y Flora que no se parecen a la Flora y Fauna del mundo donde nació. Esta fue mi impresión: yo estaba aturdido y atontado. Sin embargo, saliendo precipitadamente del coche, pregunté al primer criado que se me apareció por los aposentos del señor marqués de X. En el mismo instante, el lacayo me decía: —Venga vuecencia por aquí, que es en este piso bajo a la izquierda».

Dos o tres, no sé cuántos se apresuraron a franquearme la entrada, y mi lacayo, entrando delante de mí, dijo a los criados que salían a su encuentro:

—Ya está aquí el señor duque; avisad que ha llegado el señor duque de Arión.

Yo no sé por dónde me llevaron; yo no sé por dónde entré; yo no sé en qué sitio me encontraba; yo sólo sé que me vi en un recinto muy alumbrado y caliente, y que el diplomático, estrechándome en sus brazos, exclamaba:

—¡Picarón, gracias a Dios que te vemos!… Pero ¿por qué has venido tan tarde? Ya se ha acabado la comida… ¡Ah, picarón, qué alto estás!

Yo balbucí algunas excusas; pero comprendiendo al punto que era preciso disipar aquel engaño, dije:

—¿No está la señora condesa?

—No ha venido. Estoy solo con mi hija. Pero, chico, no tienes acento francés, y me dijeron que hablabas como un amolador. Ven, ven, al instante te voy a presentar al rey José, que tanto desea verte. Ahí está el Emperador. ¡Albricias!… Ha convenido en que su hermano vuelva a ser Rey de España, y ya están zanjadas todas las diferencias. Conque ven… ven… Pero primo, ¿cómo es eso? —añadió examinando mi traje—. ¿Cómo no has venido de etiqueta? Pues oiga… también te has venido sin relojes… Pues ¿y tus cruces, y tu Legión de Honor, tu Cristo de Portugal, y tu Carlos III, y tu San Mauricio y San Lázaro, y tu Águila Negra?

—Déjese Vd. de bromas —repliqué sin poder disimular mi impaciencia—. Ahora vengo para un asunto urgente y del cual depende…

—¿La suerte de Europa? —dijo interrumpiéndome—. Corro, corro al instante a ponerlo en conocimiento de Urquijo. ¿Vienes del cuartel general? ¿Ha llegado allí algún correo de Francia con noticias del Austria?

—No, no es eso —repuse sin atreverme a disipar el engaño—. ¿Pero dice Vd. que no está aquí mi señora la condesa?

—¿Tu prima? Esta tarde la esperábamos; pero debía pasar por la Moncloa a ver a su madrina, y como ésta se halla
in articulo mortis
, presumo que Amaranta y mi hermana habrán determinado quedarse allí toda la noche. ¿Vienes tú de Madrid, o directamente de Chamartín?

—Siento mucho —manifesté con la mayor zozobra— que no esté aquí la señora condesa.

—Te presentaré a mi hija, ven. Pues es lástima que no hayas venido de etiqueta. Verdad es que tú tienes familiaridad con el Emperador, y si te anuncias, puedes pasar a verle con ese traje… Pero dime, ¿qué noticias traes? ¿Ha llegado algún correo al cuartel general? A que me he salido yo con la mía… ¿apostamos a que el Austria?… A mí puedes contármelo. Ya sabes que el Emperador me consulta todo… Pero chico, ¿sabes que tienes una arrogante
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figura? A mí me habían dicho que eras… así… un poco cargado de espaldas y… la nariz chata, y un ojo un poco… pero no… veo que me habían engañado. Eres mejor de lo que yo suponía, y lo que es tu cara… casi juraría que no me es desconocida… pues… que te he visto en alguna parte.

Estábamos en un lujoso salón, con magníficos muebles alhajado. Sentíase ruido de voces en las habitaciones inmediatas; pero allí no había nadie más que nosotros dos. El diplomático, asiendo las solapas de mi casaquín, me sacudía, me sofocaba, me volvía loco con su charlar inacabable. En vano era que yo pretendiese quitarle la palabra, hablando de otras cosas y principalmente indicando algo del móvil de mi viaje. Aquel insensato me quitaba la palabra de la boca, ávido y hambriento de hablárselo él todo, y con sus gesticulaciones, su cotorreo sempiterno, semejante al son de una matraca, me tenía aturdido, colérico, nervioso.

—¡Ay sobrinillo de mi alma! —continuó—. Si me confiaras las noticias que traes… Ya habrá llegado a tu conocimiento que yo soy la misma reserva… Porque no me queda duda de que tú traes algo, sí señor, algo grave. Si hubieras venido a la comida, habríaslo hecho más temprano y con otro traje. Y no es más sino que estabas en el cuartel general, y el mayor general Berthier te envió a toda prisa con una comisión. A ver, dímelo a mí solo, a mí solo… ¿Vas ahora mismo a ver al Emperador? Si quieres pasaré aviso al gentil-hombre para que te introduzca. Ya han concluido de comer, y están conferenciando juntos el Emperador, el Rey, el secretario Hugues Maret, Urquijo y monseñor de Pradt, ex-arzobispo de Malinas. Anda, anúnciate, subamos…

—Señor mío —dije bruscamente sin poder disimular ya mi impaciencia y desasosiego—. Yo no vengo a hablar con el Emperador ni con el Rey, ni con el arzobispo, ni tengo nada que ver con ninguno de esos señores. Yo vengo a…

Y callé, sin atreverme a decirle el objeto de mi visita.

—¿Conque no está aquí la señora condesa? —volví a preguntar después de una pequeña pausa.

—Dale con la condesa. Que no, que no está. La esperábamos esta tarde; pero según entiendo, se ha detenido en la Moncloa por acompañar a su madrina, que se muere por momentos. Puede ser que llegue antes de media noche.

—Pues la esperaré —dije resueltamente sentándome en un sillón.

—Veo que Amaranta te interesa más, y es para ti de mayor importancia que la suerte del mundo. ¿Pero no querrás decírmelo?… Aquí en confianza… a mí solo —dijo sentándose junto a mí y poniéndome la mano en el muslo.

—¿Qué, hombre de Dios, qué le he de decir, si no sé nada?

—Pesado estás sobrino. Para mí sería muy satisfactorio saberlo antes que el mismo Emperador y poderlo decir a todos esos que están ahí muertos de sed por una noticia.

—¿Dice Vd. que la Condesa vendrá antes de media noche? ¿Cuánto hay de aquí a la Moncloa?

—¿Pero qué traes tú con la Amarantilla?… Todo eso es para disimular. Pero ven… quiero que conozcas a mi hija. Ya tendrás noticias de ella. ¡Pobrecita! La he recogido y reconocido… Es preciso reparar de algún modo los errores de nuestra juventud. En París habrás oído hablar mucho de mí. Bastantes ruinas hay allí todavía de mi ímpetu destructor en materias amorosas. Pero ven… conocerás a Inés… es guapísima. No se ha recogido aún, y si está acostada, haré que se levante.

—No —dije yo—, la veré mañana.

Mi situación, queridos señores míos, era bastante comprometida. La condesa, a quien necesitaba ver y hablar, no estaba allí. Yo no quería faltar al solemne compromiso contraído con ella, cuando le prometí no presentarme jamás a su hija; y en verdad si Amaranta me hubiera sorprendido allí en compañía de Inés, todas mis explicaciones le habrían parecido artificios y malas artes y la aventura de mi disfraz un ardid alevoso para arrebatarle aquel tesoro de su familia, que por la sociedad y por otras mil consideraciones, me estaba tan implacablemente vedado. En todo esto pensé, mientras D. Felipe de Pacheco y López de Barrientos me volvía loco para que le contara las noticias del cuartel general. Discurriendo rapidísimamente sobre aquella situación vine a deducir que era preciso valerme del mismo diplomático para mi objeto, no hallándose en palacio ninguna otra persona de la familia; mas para esto era también preciso no perder el disfraz, ni correr el velo de aquel gracioso engaño, pues si esto ocurría, todo acababa con echarme a la calle o ponerme a disposición de un alguacil. Meditando en breves términos mi plan, di principio a su ejecución de la siguiente manera:

—Después, mi querido tío, informaré a usted de todo lo que se dice en el cuartel general. Por ahora quiero hablarle a Vd. de otro importante asunto.

—¿Importante? Vamos a ver —dijo en voz baja y tan impaciente como un niño.

—Importantísimo.

—Ya adivino. La Inglaterra, el enemigo común…

—No es nada de eso. Lo que digo es que ese condesito del Rumblar… ¡oh! es un joven de malísimas costumbres.

—Ya lo sabemos; pero dejemos ahora a don Diego, ¡qué majadería! —exclamó con desagrado.

—Es preciso que Vd. esté prevenido, por si…

Entraron en aquel momento en la sala dos personajes vestidos de uniforme, uno de los cuales era español y el otro francés; pero los dos se expresaban en nuestra lengua. Levantámonos y el diplomático me presentó gravemente a ellos, diciendo después:

—Por más que le pincho, nada, no suelta una palabra. Viene del cuartel general, con noticias interesantísimas.

—¿Sube Vd. a ver al Emperador? —me preguntó uno de ellos.

—No señor —respondí, obligado a llevar adelante la farsa—. No necesito ver por ahora a Su Majestad Imperial.

—En el cuartel general —me dijo el otro—, ¿qué se dice de la actitud del Emperador respecto a su hermano?

—¡Oh! —exclamé yo, dándome importancia—, se dicen muchas cosas.

—¡Muchas cosas! —repitió el marqués haciendo aspavientos.

—Aún no está decidido —añadió el que parecía francés—, que el Emperador, nuestro señor, ceda el reino de España a su hermano. ¿Qué ha oído Vd. en Chamartín? ¿Insiste el Emperador en la idea de considerar a España como país conquistado?

—Sí señores, como país conquistado —dije con mucho aplomo, metiendo mi cucharada en los arreglos y desarreglos del mundo.

—La verdad es —dijo otro—, que los dos hermanos no están muy acordes. ¿Va tomando cuerpo la idea de agregar la España al territorio de Francia?

—Sí señores —afirmé condoliéndome de la suerte de mi país—. España se unirá a Francia.

—¡Oh! ¡qué calamidad! —clamó D. Felipe—. No podemos en modo alguno seguir al servicio de la causa francesa. ¿Y se insiste en dividir a nuestro país en cinco virreinatos
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?

—¡Pues qué duda tiene, señores! —repuse en tono de hombre listo—. Pero aún se duda si serán cinco o seis.

—Sin embargo _dijo el que parecía francés—, yo creo que esta noche se reconciliarán.

—Por supuesto que si el Emperador se decide a tratar a España como país conquistado, le mueven a ello las intrigas de Inglaterra.

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