Napoleón en Chamartín (17 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: Napoleón en Chamartín
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—¡No me lo nombres! —exclamó Majoma afectando una indignación que más tenía de cómica que de trágica—. Ahí tienes al traidor más que Judas, al gabachón más que Copas… Gabriel, ¿eres tú traidor también? ¿Estás vendido a los franceses, como ese regidorcillo hambrón? Dime que sí y verás… mia tú… aquí mismo te pongo en pipitoria con esto que traigo debajo de la capa.

—¿La navajita? Guarda tu coraje para mejor ocasión, Majomilla —le respondí—. Me parece que estás borracho.

—¿Borracho yo? Si no lo he probao, chico… Esta mañana me convidó el Sr. de Santorcaz a beber unas copas, y… por esta que no bebí más que dos azumbres… ¿qué hacer sin la calorcilla en el estómago?… Pero di, ¿eres tú traidor? Di que no, porque te rajo… pues yo (y se daba fuertes golpes en el pecho) tengo un corazón como un bronce, y soy más valiente que el Ciz y nadie me tosa, si no quiere ver quién es Majoma.

Y sin oír más, nos apartamos del insigne varón.

—Esto no me gusta —dijo Fernández—, y me parece que si la alta empresa que entre manos traemos no sale tan bien como debiera, consistirá en esta inmunda canalla motinesca, díscola y bullanguera, que en circunstancias tan críticas se vuelve contra sus jefes. Gabriel, de buena gana te digo que si nuestro D. Tomás de Morla nos mandase cerrar contra esta gentuza, la meteríamos en un puño prontamente. Y has de saber que estos perdularios chillones, más sirven de estorbo que de ayuda en la defensa, y verás cómo son ellos los primeros que se rinden.

Miramos al balcón de la casa de Correos y vimos que en él aparecía un hombre alto, moreno, hosco, vestido de uniforme; le vimos accionar hablando a la multitud; pero no pudimos oír sus palabras, porque la femenil chillería de abajo habría impedido oír tiros de cañón, que no digo humanas voces. Después aquel militar, el cual no era otro que D. Tomás de Morla, encogíase de hombros y cruzaba los brazos. Este lenguaje le entendimos mejor, y evidentemente quería decir: «No hay nada de lo que me pedís: se acabaron las armas y los cartuchos».

Pero la multitud se enfurecía con la negativa y le silbaba, pidiendo con su omnipotente antojo y volubilidad que saliese Castelar, personaje más conocido que Morla. Salió el marqués de Castelar, habló sin poder apaciguar a sus admiradores, y repitiose el encogimiento de hombros y el gesto desconsolador. Aquí de los silbidos, de los gritos, de las amenazas: poco después el pueblo empezó a arremolinarse y a culebrear como dragón de mil colas que se dispone a emprender movimiento; y vimos que muchos se desparramaban por la calle Mayor y que otros subían hacia Santa Cruz.

—Vamos allá a ver en qué para esto —dijo D. Santiago apoyándose en mi brazo y siguiendo el general torrente—. Estos majaderos primero dejarán de existir que de hacer alguna atrocidad. ¿Por qué piden armas, si con las que hay repartidas basta y sobra? ¿A qué piden cartuchos, si no hay cartucho que mate más franceses que el entusiasmo español, ni mejor pólvora que nuestra indignación?

—Todo eso es verdad, Sr. D. Santiago —repuse—; pero no habría sido malo que la Junta Central o el Consejo, en vez de ocuparse en discutir sus rivalidades, hubiera depositado en Madrid unos cuantos barriles de indignación, de esa que se hace con salitre, carbón y azufre, que la otra sin esta de poco sirve. Pero aquí no ha habido previsión, ni iniciativa, ni actividad, ni eminentes cabezas que dirijan, sino que la defensa ha quedado a merced de la voluntad, de la invención y del buen sentido del pueblo, Sr. D. Santiago; y no llamo pueblo a esa miserable turba gritona que de nada sirve, sino a todos nosotros, altos y bajos, grandes y chicos… ¿Pero quién es aquel que corre? Es el insigne patriota a quien llaman Pujitos. ¡Eh… Sr. de Pujitos, lléguese acá y díganos lo que ocurre!

—Ahora va la gente hacia la calle de la Magdalena —contestó—, donde vive el regidor Mañara. Esta mañana estuvimos allí: salió al balcón y nos dijo que los miles de cartuchos que ha fabricado los entregó ya, y que no hay más pólvora. ¿Van Vds. hacia el Avapiés? Por allá hay gran alboroto, y dicen que Mañara es un traidor, y que acá y allá.

—¿Y Vd. qué piensa de Mañara?

—Mañara es hombre cabal, porque lo igo yo —afirmó Pujitos en tono misterioso—. Los traidores son otros y andan por ahí revolviendo la gente y armando estas tramoyas. Gabriel, acuérdate de lo dicho. Los que más chillan son los piores: pero yo ando con mucho ojo, porque así me lo ha mandado el jefe, y como les eche la mano encima, verán quién es Pujitos.

Siguió a toda prisa hacia la Puerta del Sol, y nosotros atravesando la plaza Mayor, entramos en la calle de Toledo, arteria de toda la circulación manolesca, centro de las chulerías, metrópoli de las gracias, bazar de las bullangas, cátedra de picardías y teatro de todas las barrabasadas madrileñas.

- XV -

Pasando luego a la calle de Embajadores oímos de nuevo que hacia el Avapiés había gran marejada, por lo cual atravesando por los Abades hacia el Mesón de Paredes, nos fuimos a presenciar el tumulto, que no era flojo, según el rumor de voces que desde lejos se oía. En efecto, habíase armado un zipizape que déjelo usted estar.

De manos a boca tropezamos con el tío Mano de Mortero, que se llegó a nosotros diciendo:

—¡Cómo nos engañan, Gabriel! ¡Quién lo había de decir en un caballero tan bueno como el Sr. de Mañara!

—¿Pero es traidor el Sr. de Mañara? Vamos, tío Mano. ¿Vd. también? Vd. que es una persona de tantísimo talento…

—Es verdad, niño de mi alma; ¿pero qué quieres tú? Lo dicen por ahí. A mí no me consta; pero al son que me tocan, bailo. Pues dicen que hay traidores, ¡abajo los traidores!

—¿Y qué dicen de Mañara?

—Que tiene arreglado con los franceses el entregarle la puerta de Toledo.

—¿Y cómo lo saben?

—¡Qué sé yo! Pero cuando el río suena agua lleva. Yo no he de ser menos que los demás, y pues hay traidores,¡abajo los traidores!

—¿Y la Zaina?

—¿Pues no la oyes? Si es la que más grita en medio de la plaza ¡Santa Virgen! ¡Y no está poco furiosa esa leoncilla! Ahora se ha vuelto la patriota más patriota de todo Madrid. ¡Ay mi Dios, qué nacionala tengo a mi niña!

De rato en rato aumentaba el gentío en la plazuela del Avapiés, y los hombres de mala facha unidos a las mujeres más desenvueltas de los cercanos barrios, menudeaban sus gritos y vociferaciones de tal modo, que ninguna persona honrada podría ante tal espectáculo permanecer tranquila.

—Acerquémonos —me dijo Fernández—. Yo con todo mi corazón te aseguro que si Su Majestad y en su real nombre la sala de Alcaldes de Casa y Corte, me mandase despejar este sitio, lo haría de mil amores con dos lanzazos o sablazos, que para el caso lo mismo daría.

—Guárdese Vd. de decir en alta voz tales cosas, y acerquémonos a aquel grupito de damas.

La Primorosa salió del grupo.

—Eh… Primorosa, ¿qué traes por aquí? —le pregunté.

—¡Cachiporros! —exclamó la harpía alzando los brazos, cerrando los puños, y dirigiéndose a algunos hombres que la rodeaban—. ¿Pa qué estáis aquí? ¿No vos quieren dar cartuchos? Pues iz ca el regidor y sacárselos de las asaúras. ¡Él los tiene escondíos! Él los tiene enterraos en paquetes pa dárselos a los franceses.

Entonces la Zaina abriéndose paso presentose en el centro del corrillo formado en torno a la Primorosa. Estaba la hermosa verdulera amoratada y ronca, con los ojos encendidos, las ropas hechas pedazos, y con tan fiera expresión retratada en su semblante y en toda su persona, que causaba espanto. En el momento de presentarse, traía un cartucho entre los dedos, y lo mordía y derramaba en la palma de la mano lo que debía ser pólvora y resultaba ser arena.

—¡De arena! Los cartuchos están llenos de arena —exclamó la muchacha, mostrando a todos aquel objeto.

Y al mismo tiempo los hombres allí presentes sacaban de sus sacos otros cartuchos, los mordían, y en efecto, en todos o en casi todos aparecía arena.

—¡Ese traidor nos ha dado cartuchos de arena!

La terrible voz cundió por la plaza. Allí cerca había un retén de guardia de voluntarios. Sacaron el depósito de cartuchos, mordíanlos, y por cada dos o tres con pólvora había uno con arena. Esto lo vimos el Gran Capitán y yo, y ambos nos quedamos mudos de indignación.

—Pues indudablemente ha habido traición —dije yo.

—¡Poner arena en los cartuchos! ¡Qué alevosía! Esto es entregar la patria villanamente al extranjero.

—El que tal ha hecho —exclamé no ocultando mi rabia—, es un miserable que debe ser castigado.

Gabriel, no lo creí —vociferó mi amigo, derramando lágrimas de coraje—; no creí que hubiera españoles capaces de semejante vileza. No, el que tal ha hecho no es español.

Y los dos casi sin darnos cuenta de ello, hicimos coro con la rabiosa multitud, gritando: ¡Mueran los traidores!

—¡Ese Mañara, ese ladrón! —gritaron a nuestro lado.

—¡Él ha sido! ¡Mueran los traidores y viva Fernando VII!

¡De arena! ¡Los cartuchos de arena! Esta funesta frase corrió por todo Madrid más rápidamente que si la llevara la electricidad. En muchas partes, que no en todas, pudo confirmarse la verdad de la afirmación; pero la iraera general, y el que había puesto arena en los cartuchos fue condenado a muerte por la indignación popular. Mi amigo y yo observamos que la multitud corría en todas direcciones; pero los más iban hacia la Merced. Desapareció de nuestra vista la Pelumbres, el tío Mano, y desapareció también la Zaina. Corrimos por la calle de Jesús y María, y al llegar a la de la Magdalena, la vimos completamente llena de gente: todo el vecindario estaba en los balcones, y un clamor inmenso llenaba la vasta longitud de la calle.

Hacia el centro de ella existía entonces, y existe aún, una casa suntuosa, pero de bastarda y ridícula arquitectura, por haber puesto en ella su mano D. Pedro de Ribera, autor de la fachada del Hospicio. A aquella casa histórica, residencia antes y también hoy de una respetabilísima familia, por mil títulos merecedora de la estimación pública, se dirigían las amenazas de la muchedumbre, borracha de ira. Todos querían entrar; pero las puertas estaban cerradas. Este obstáculo no tardó en desaparecer, y terribles hachazos hicieron temblar las labradas maderas de la puerta señorial, protegida por el ancho escudo que en esculpidos emblemas representaba hazañas y virtudes de otros tiempos. Mas ¿quién reparaba en esto? El pueblo, que ya había pisoteado en Aranjuez la real corona, no vacilaba en pasar por sobre la de un noble.

Hicieron, pues, pedazos la puerta, y el pueblo entró desbordándose e invadiendo el palacio, como un río que rompe los diques que durante siglos le han contenido y se extiende por el llano con ímpetu destructor. Entraron todos, los que iban con algún objeto y los que no iban más que a gritar. No debía, pues, hacerse esperar mucho la satisfacción de la popular furia, y bien pronto nos quedamos helados de terror, oyendo decir: «Le han matado, ya le han matado».

¡Pobre y desgraciado Mañara! Ayer ídolo, ayer amigo, ayer compañero de la vil plebe, cuyo traje y costumbre, y hablar y modos imitaba, hoy inmolado por ella con barbarie inaudita, con esa cruel presteza que ella emplea ¡la infame furia! en todas sus cosas.

Pero lo espantoso, lo abominable, y más que abominable vergonzoso para la especie humana, fue lo que ocurrió después. La plebe tiene un sistema especial para celebrar las exequias de sus víctimas, y consiste en echarles una cuerda al cuello y arrastrarlas después por las calles, paseando su obra criminal, sin duda para presentarse a los piadosos ojos en la plenitud de su execrable fealdad. Esto pasó con el cadáver del infeliz regidor, a quien conocimos amante de Lesbia, amante de la Zaina, amante de todas, pues no hubo otro que como él prodigara su hermosa persona en altas y bajas aventuras; esto pasó con el cadáver del infeliz a quien llamo D. Juan de Mañara, no porque este fuera su nombre, sino porque me cuadra designarle así, para no andar trayendo y llevando los títulos de respetables casas, por los altibajos de esta puntual historia. Pero apartemos los ojos, no miremos, no, ese despojo sangriento que por la calle de la Magdalena, y después por la del Avapiés abajo, arrastran en inmunda estera unos cuantos monstruos, hombres y mujeres tan sólo en la apariencia: cerremos los oídos a sus infames gritos, y sobre todo no miremos ese destrozado cuerpo, aún caliente, a quien las puñaladas, los golpes, el frecuente tropezar van quitando la figura humana, haciendo un jirón lastimoso de lo que fue, de lo que era pocos minutos antes hombre gallardo y gentil, y lo que es más digno de consideración, hombre dichoso y amable. Y mientras pasa esa salvaje bacanal, ese río de sangre y de infamia y de crimen, meditemos sobre las mudanzas mundanas, y especialmente sobre las cosas populares, las más dignas de meditación y estudio.

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