Napoleón en Chamartín

Read Napoleón en Chamartín Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: Napoleón en Chamartín
9.28Mb size Format: txt, pdf, ePub

 

El gran friso narrativo de los Episodios Nacionales sirvió de vehículo a Benito Pérez Galdós (1843-1920) para recrear en él, novelescamente engarzada, la totalidad de la compleja vida de los españoles —guerras, política, vida cotidiana, reacciones populares— a lo largo del agitado siglo XIX. En NAPOLEÓN EN CHAMARTÍN, de nuevo es Madrid escenario de las aventuras de Gabriel de Araceli. Su asendereada existencia y su amor por Inés lo llevan a la capital de España, a la que se aproximan los ejércitos franceses. Asiste —y con él los lectores, gracias a la viveza descriptiva del novelista— a la entrada del Emperador en la Villa y Corte. Sin embargo, por encima del hecho histórico predomina en este episodio un escenario de tipos y aspectos de la realidad cotidiana madrileña —artesanos, frailes, hombres públicos—, de cuya pintura es Galdós el gran maestro. Quinto episodio de la primera serie de los Episodios Nacionales.

Benito Pérez Galdós

Napoleón en Chamartín

Episodios Nacionales, Primera Serie, Libro V

ePUB v1.0

Dbooti
07.03.12

Autor:
Pérez Galdós, Benito 1843-1920

Título:
Napoleón en Chamartín

Publicación:
Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001

Notas sobre edición original:
Edición digital basada en la 2ª ed., Madrid, Imprenta de José M.ª Pérez, 1876. Ilustraciones de los Sres. Mélida y Lizcano a partir de la edición del T. III, Madrid, Administración de La Guirnalda y Episodios Nacionales, 1882.

- I -

El Sr. D. Diego Hipólito Félix de Cantalicio Afán de Ribera, Alfoz, etc., etc., conde de Rumblar y de Peña-Horadada, hacía en Madrid la siguiente vida:

Levantábase tarde, y después de dar cuerda a sus relojes, se ponía a disposición del peluquero, quien en poco más de hora y media le arreglaba la cabeza por fuera, que por dentro sólo Dios pudiera hacerlo. Luego daba al reloj de su cuerpo
la cuerda del necesario alimento
, como decía Comella, la cual cuerda pasaba aún más allá de la media docena de bollos de Jesús reblandecidos en dos onzas de chocolate. Incontinenti tenía lugar la operación de vestirse y calzarse, no consumada a dos tirones, sino con toda aquella pausa, aplomo, espaciosidad y mesura que la índole de los tiempos exigía. Una vez en la calle, dirigía sus pasos a cierta casa de la Cuesta de la Vega, donde es fama que habitaba la discreta mayorazga, con cuyo linaje la casa de Rumblar concertara genealógico y utilitario ayuntamiento. Esta visita no era de mucho tiempo, y al poco rato salía D. Diego para encaminarse ligero como un corzo a la calle de la Magdalena, donde vivía un señor de Mañara, de quien era devotísimo y fiel amigo. Era creencia general que comían juntos, y luego leían la
Gaceta
, el
Semanario patriótico
, el
Memorial literario
y cuantos papeles impresos venían de Valencia, Sevilla o Bayona, tarea que les entretenía hasta el anochecer; y por fin a la hora y punto en que las calles de Madrid se tapujaban con aquel manto de simpática oscuridad que el positivismo alumbrador de estos tiempos ha rasgado en mil pedazos, nuestros dos galanes salían juntos en luengas capas embozados, y a veces con traje muy distinto del que usaban durante el día. Aquí tenía principio, según opinión de los sesudos autores que se han ocupado de D. Diego de Rumblar, la verdadera existencia de aquel insigne rapazuelo, así como también es cierto que todos los cronistas, si bien desacordes en algunos pormenores de sus escandalosas aventuras, están conformes en afirmar que siempre le acompañaba el supradicho Mañara, y que casi nunca dejaban de visitar a una altísima dama, la cual lo era sin duda por vivir en un tercer piso de la calle de la Pasión, y tenía por nombre la
Zaina
o la
Zunga
, pues en este punto existe una lamentable discordancia entre autores, cronistas, historiógrafos y demás graves personas que de las hazañas de tan famosa hembra han tratado.

Ante el inconveniente de aplicar a Ignacia Rejoncillos los dos apodos con que la apellidaban sus amigos, yo me decido a llamarla siempre la
Zaina
, y en verdad que ignoro por qué la aplicaron tal nombre, pues aunque a los caballos castaños se les llama
zainos
, no sé si esto cuadra a los cabellos del mismo color: ello es, sin embargo, que la palabreja significa también
traidor
,
falso
y
poco seguro en el trato
, y falta saber si la hija del tío Rejoncillos, alias
Mano de mortero
, merecía aquellos dictados, y por lo tanto, el ser tenida por la flor y espejo de la
zainería
.

Pero no quiero desviarme de mi principal objeto, que ahora es decir a cuáles sitios iba D. Diego y a cuáles no: y firme en tal propósito, afirmo y juro en realidad de verdad, y sin que ninguna persona honrada me pueda desmentir, que D. Diego y el Sr. de Mañara iban de noche a una reunión de masonería incipiente del género tonto, que se celebraba en la calle de las Tres Cruces, y a otra del género cómico fúnebre, que tenía su sala, si no me falta la memoria, en la calle de Atocha, número 11 antiguo, frente a San Sebastián; en cuyas reuniones, amén de las muchas pantomimas comunes a esta orden famosa, leíanse versos y se pronunciaban discursos, de cuyas piezas literarias espero dar alguna muestra a mis pacienzudos leyentes.

Sobre todo en la calle de Atocha, donde estaba la logia
Rosa-Cruz
, el rito era tal, que algunas veces púseme a punto de reventar conteniendo las bascas y convulsiones de mi risa, pues aquello, señores, si no era una jaula de graciosos locos, se le parecía como una berenjena a otra. En una oscurísima habitación, que alumbraban macilentas luces, y toda colgada de negro, se reunían los tales masones; y porque allí fuera todo misterioso, tenían a la cabecera un Santo Cristo acompañado del compás, escuadra y llana, y a la derecha mano, un esqueleto muy bien puesto en un sillón, con la cabeza apoyada en la mano, en ademán meditabundo, y por debajo un letrerito que decía:
Aprende a morir bien
.

Debo indicar que en aquel año la masonería española era pura y simplemente una inocencia de nuestros abuelos, imitación sosa y sin gracia de lo que aquellos benditos habían oído tocante al
Grande Oriente Inglés
y al
Rito Escocés
. Yo tengo para mí que antes de 1809, época en que los franceses establecieron formalmente la masonería, en España ser masón y no ser nada eran una misma cosa. Y no me digan que Carlos III, el conde de Aranda, el de Campomanes y otros célebres personajes eran masones, pues como nunca les he tenido por tontos, presumo que esta afirmación es hija del celo excesivo de aquellos buscadores de prosélitos que no hallándolos en torno a sí, llevan su banderín de recluta por los campos de la historia, para echar mano del mismo padre Adán, si le cogen descuidado.

Después de 1809 ya es otra cosa. De aquellas dos logias infantiles, que yo conocí en la calle de las Tres Cruces y en la de Atocha, y donde se regocijaban con candorosas ceremoniasunos cuantos desocupados, salieron la famosa logia de la
Estrella
, la de
Santa Justa patrona de Córcega
, la sociedad de caballeros y damas
Philocoreitas
, la de los
Filadelfios
de Salamanca, la Gran logia nacional que estuvo en el edificio ocupado antes por la Inquisición, la logia de Santiago el Mayor en Sevilla, y las de Jaén, Orense, Cádiz y otras ciudades. Entrometiéndome en la Gran logia nacional, oí hablar de cosas más serias y graves que los discursitos
filosóficos en verso
que le echaban al esqueleto de la
Rosa-Cruz
; oí hablar mucho de política, de igualdad, y entonces fue cuando anduvo de boca en boca, y llegó a ser muy de moda la palabra
democratismo
, que luego desapareció para presentarse de nuevo al cabo de medio siglo, aunque reformada en su forma y tal vez en su significación. De la larva de aquellas logias, no es aventurado afirmar que salió al poco tiempo la crisálida de los clubs, los cuales a su vez, andando el voluble siglo, dieron de sí la mariposa de los comités.

Pero otra vez, sin quererlo, me aparto de mi objeto, y no ha de ser así, sino que vuelvo atrás para deciros que el señor conde de Rumblar, luego que esparcía su ánimo en aquello del esqueleto, y hablaba por los codos durante una hora, iba en busca de entretenimientos más agradables, y aquí es donde viene como anillo en el dedo la ocasión de nombrar a la Zaina, porque a eso de las once era cuando penetraba en sus
salones
el joven de que me ocupo, no acompañado sólo por el citado Mañara, sino también por D. Luis de Santorcaz, que siempre se le unía en la Rosa-Cruz para seguir juntos hasta la madrugada.

Es preciso tener presente que no era la Zaina la única gran dama de aquellos aristocráticos barrios que abría de par en par las puertas de la casa y de su alma a nuestros tres amigos, y a fe mía que si hubiera yo de enumerar todas las ilustres casas de los cuarteles de San Lorenzo y San Millán que por aquellos días obsequiaban a un pequeño número de
habitués
(¿por qué no decirlo en francés?) llenaría de seguro todo este libro y medio más. Pero, sin renunciar a ser cronista de los saraos de aquella matritense
high life
(¿por qué no decirlo en inglés?) seré muy breve por ahora, señores míos. Estenme atentos, y no me interrumpan con exclamaciones de admiración, que me harían perder mal de mi grado el hilo del relato.

Los salones de la
Zancuda
, en la calle de Ministriles, se abrían muy temprano, y allí había cierta grave etiqueta, con poco de fandango y menos de seguidillas, razón por la cual escaseaba la concurrencia. Era la
Zancuda
mujer de grandes atractivos, a pesar de su feísimo nombre, pero no gustaba de alborotos, porque su marido o lo que fuera, el Sr. Regodeo, era al modo de diplomático, hombre estirado, serio, ceñudo, y que en esto de burlar con sutilísima perspicacia las socaliñas de las aduanas, almojarifazgos o arbitrios de puertas, no se cambiaría por los más famosos de Sevilla y Ronda en el tal oficio. D. Diego y sus dos amigos frecuentaban poco esta casa, donde comúnmente se estaba como en misa.

En los salones de la
Pelumbres
(calle de la Torrecilla del Leal, tienda de hierro viejo) era todo animación, todo alegría, no sólo por ser la dueña de la casa una de las mujeres más malignamente graciosas, más divertidas y de mejor mano para tocar las castañuelas que han existido a principios del siglo, sino porque allí concurrían personajes célebres en varias artes y oficios, tales como el distinguido curtidor
Tres pesetas
; el Sr.
Medio diente
, uno de nuestros más esclarecidos trajineros, natural de las Tenerías de Toledo, y
Majoma
, curtidor de carne, el cual, cuando contaba sus viajes por las distintas cortes del mundo, tales como Melilla, Ceuta y el Peñón, les dejaba a todos con la boca abierta. Y como no faltaban tampoco ni la Narcisa, ni Menegilda, ni Alifonsa, todas tres estrellas esplendorosas del firmamento manolesco, la una vendedora de castañas, la otra de callos y caracoles y la postrera de sal; como no se escatimaba el vino, ni las boleras, ni se ponía fin a los dichos, ni a la sabrosísima libertad en lengua y manos, D. Diego tenía sumo gusto en frecuentar aquella casa. Verdad es (y la historia no debe permanecer silenciosa en este punto) que las tertulias solían concluir con un refresco de palos, que, a oscuras y cual lluvia del cielo, caían de improviso sobre la escogida reunión; pero aquellos más bien regocijaban que afligían a D. Diego, el cual, ocupándose antes en darlos que en recibirlos, no se apuraba por unos cuantos cardenales más o menos, ni renunciaría a las fiestas de la
Pelumbres
, aunque llevara en sus espaldas todo el cónclave romano.

Other books

The 39 Clues Invasion by Riley Clifford
Alva and Irva by Edward Carey
The Bear's Tears by Craig Thomas
Black Dawn by Cristin Harber
Into Thick Air by Jim Malusa
Picture This by Norah McClintock