Nana (8 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

BOOK: Nana
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Puede que haya matado al edificio entero.

12

Nash está en el bar de la Tercera, comiendo salsa de cebolla con los dedos. Se mete dos dedos relucientes en la boca y chupa con tanta fuerza que se le hunden las mejillas. Saca los dedos y coge más salsa de cebolla de un envase de plástico.

Le pregunto si eso es el desayuno.

—Si tienes alguna pregunta —dice—, tienes que enseñarme el dinero antes. —Y se mete los dedos en la boca.

Al otro lado de Nash, en el otro extremo de la barra, hay un joven con patillas y vestido con un traje elegante de raya diplomática. A su lado hay una chica, de pie sobre el riel de la barra para poder besarlo. El joven se mete la guinda del cóctel en la boca. Se besan. Luego ella mastica. La radio que hay detrás de la barra sigue anunciando los menús de la escuela.

Nash no para de girarse para mirarlos.

Eso es lo que te venden como amor.

Pongo un billete de diez dólares sobre la barra.

Nash se lo queda mirando sin sacarse los dedos de la boca. Luego levanta las cejas.

Le pregunto si alguien murió anoche en mi edificio.

Son los apartamentos que hay en la Diecisiete con Loomis Place. Los Loomis Place Apartments, ocho pisos, con los ladrillos de un color como de riñones. ¿Alguien en el quinto piso, quizá? ¿En la parte de atrás? Un joven. Esta mañana había una mancha rara en mi techo.

El teléfono móvil del joven de las patillas empieza a sonar.

Nash se saca los dedos de la boca, rodeándolos con los labios fruncidos. Nash se mira las uñas, muy de cerca, bizqueando.

El muerto tomaba drogas, le digo. En ese edificio hay mucha gente que toma drogas. Le pregunto si había muerto alguien más. ¿Por casualidad murió un montón de gente en los Loomis Place Apartments anoche?

Y el tipo de las patillas agarra un mechón de pelo de la chica y le aparta la cara de su boca. Con la otra mano, se saca un teléfono móvil de la chaqueta, lo abre y dice:

—¿Hola?

Le digo que los deben de haber encontrado muertos sin causa aparente.

Nash remueve la salsa de cebolla con el dedo y dice:

—¿Ese es su edificio?

Sí, ya se lo he dicho.

Sin soltar el pelo de la chica, hablando por teléfono, el tipo de las patillas dice:

—No, cariño. —Y dice—: Ahora mismo estoy en la consulta del médico y no tiene muy buena pinta.

La chica cierra los ojos. Arquea el cuello hacia atrás y se frota el pelo contra la mano del tipo.

Y el tipo de las patillas dice:

—No, parece que ha metastatizado. —Y dice—: No, estoy bien.

La chica abre los ojos.

Él le guiña un ojo.

Ella sonríe.

Y el tipo de las patillas dice:

—Eso significa mucho para mí en estos momentos. Yo también te quiero.

Cuelga y se acerca la cara de la chica a la de él.

Y Nash coge el billete de diez de la barra y se lo mete en el bolsillo. Dice:

—No. No he oído nada.

Los pies de la chica resbalan sobre el riel de la barra y se ríe. Se vuelve a subir y dice:

—¿Era ella?

Y el tipo de las patillas dice:

—No.

Y sin que yo me lo proponga, sucede. Mientras miro al tipo de las patillas, la canción me pasa por la cabeza. La canción, mi voz en la ducha, la voz del destino, retumba en mi interior. Tan deprisa como un reflejo. Sucede tan deprisa como un estornudo.

Con el aliento apestando a cebolla, Nash dice:

—Me parece curioso que me preguntes eso. —Se mete el dedo que acaba de untar en la boca.

Y la chica de la barra dice:

—¿Marty?

Y el tipo de las patillas que estaba apoyado en la barra se desliza hasta el suelo.

Nash se gira para mirar.

La chica está arrodillada junto al tipo en el suelo, con las manos abiertas justo encima de sus solapas de raya diplomática pero sin llegar a tocarlas, y dice:

—¿Marty?

Tiene las uñas pintadas de color púrpura chispeante. La boca del tipo está toda manchada del pintalabios de color púrpura de ella.

Y tal vez sea verdad que el tipo está enfermo. Tal vez se ha asfixiado con una guinda. Tal vez yo no acabo de matar a otra persona.

La chica nos mira a Nash y a mí, con la cara brillante por culpa de las lágrimas, y dice:

—¿Alguno de ustedes sabe hacer la reanimación cardiopulmonar?

Nash hunde los dedos otra vez en la salsa de cebolla, yo paso por encima del cuerpo, al lado de la chica, me pongo mi chaqueta y me dirijo a la puerta.

13

En la sala de Redacción, Wilson, de Información Internacional, me pregunta si hoy he visto a Henderson. Baker, de la sección de Literatura, dice que Henderson no ha llamado para avisar de que estaba enfermo y tampoco contesta al teléfono de su casa. Oliphant, de Artículos Especiales, dice:

—Streator, ¿has visto esto?

Me pasa una impresión de prueba con un anuncio que dice:

ATENCIÓN, CLIENTES DEL FRENCH SALON

Dice:

«¿Ha sufrido hemorragias intensas y cicatrices como resultado de tratamientos de cutis recientes?».

El número de teléfono es nuevo, y cuando llamo, contesta una mujer:

—Despacho de abogados Doogan, Diller y Dunne —dice.

Cuelgo.

Oliphant viene a mi mesa y dice:

—Ya que estás aquí, di algo bueno de Duncan. —Están haciendo un artículo entre todos, dice, un tributo a Duncan, con un retrato amable y un resumen de su carrera, y necesitan gente que piense en buenas citas. Alguien del departamento de Arte está usando la foto de la insignia de empleado de Duncan para pintar el retrato—. Sonriendo —dice Oliphant—. Sonriendo y más parecido a un ser humano.

Antes, caminando desde el bar de la Tercera, de vuelta al trabajo, he contado mis pasos.

Para mantener la mente ocupada, he contado 276 pasos hasta que un tipo con una gabardina de cuero negro me ha dado un empujón en una esquina y me ha dicho:

—Despierta, gilipollas. El semáforo está en verde.

Tan inesperada como un bostezo, y mientras miro la espalda enfundada en cuero negro del tipo, la canción sacrificial me viene a la cabeza.

A medio cruzar la calle, el tipo de la gabardina levanta un pie para ponerlo encima del bordillo, pero no termina la maniobra. La punta de su zapato golpea la mitad del bordillo y el tipo se cae hacia delante sobre la acera, de cara. Es como el ruido que hace un huevo al caerse sobre el suelo de la cocina, solo que un huevo enorme y lleno de sangre y de sesos. Tiene los brazos pegados a los costados. Las puntas de sus zapatos negros de vestir sobresalen un poco del bordillo, por encima de la alcantarilla.

Paso a su lado, contando 277, contando 278, contando 279.

A una manzana del periódico, un muro de caballetes bloquea la acera. Al otro lado hay un agente de policía con uniforme azul negando con la cabeza.

—Tiene que volver atrás y cruzar la calle —dice—. En esta manzana están rodando una película.

Tan deprisa como un calambre, mientras le miro la insignia con el ceño fruncido, los ocho versos de la canción me vienen a la mente.

El agente de policía pone los ojos en blanco. Se lleva una mano enguantada cerca del pecho y se le doblan las rodillas. La barbilla le golpea con tanta fuerza en la parte superior del caballete que se le oyen entrechocar los dientes. Algo de color rosa sale disparado por el aire. Es la punta de su lengua.

Contando 345, contando 346, contando 347, paso una pierna por encima de los caballetes, luego la otra y sigo caminando.

Una mujer con un walkie-talkie en la mano se cruza en mi camino, extiende el brazo y trata de detenerme con la mano. Justo un momento antes de que su mano me agarre el brazo, se le ponen los ojos en blanco y se le abre la boca. Un hilo de baba se le escapa de una comisura de la boca entreabierta y la mujer se me cae delante, con el walkie-talkie diciendo: «¿Jeanie? ¿Jean? Presta atención».

Las últimas palabras de la canción sacrificial me vienen a la mente.

Contando 359, contando 360, contando 362, sigo caminando mientras la gente pasa a mi lado en la dirección contraria. Una mujer con un fotómetro colgando de un cordón alrededor del cuello dice:

—¿Alguien ha llamado a una ambulancia?

Gente vestida con harapos, con mucho maquillaje y bebiendo agua de botellitas de cristal azul, permanecen de pie junto a carritos de la compra llenos de basura bajo focos y reflectores enormes y estiran el cuello para ver en la dirección de la que vengo. La acera está llena de camiones enormes y autocaravanas que huelen a dinamos a diésel goteando entre vehículo y vehículo. Hay vasos de cartón medio llenos de café por todas partes.

Contando 378, contando 379, contando 380, paso por encima de los caballetes del otro lado y sigo caminando. He necesitado 412 pasos para llegar a la redacción. El ascensor de subida está demasiado lleno de gente. En la quinta planta otro hombre intenta entrar en el ascensor abriéndose paso a codazos.

Tan de repente como uno empieza a sudar, y apretado contra la pared del fondo del ascensor, mi mente escupe la canción sacrificial con tanta fuerza que mis labios articulan las palabras.

El hombre nos mira a todos y parece retroceder a cámara lenta. Antes de que lo veamos caer al suelo, las puertas ya se han cerrado y el ascensor sube de nuevo.

Henderson está ausente de la redacción. Oliphant se me acerca mientras estoy marcando un número en el teléfono. Me habla del tributo a Duncan. Me pide citas. Me enseña el anuncio de la página de prueba. El que habla del French Salón y de los tratamientos de cutis sanguinolentos. Oliphant me pregunta dónde está mi nueva entrega de la serie sobre las muertes en la cuna.

Con el teléfono en la mano, cuento 435, cuento 436, cuento 437...

Le digo que no me cabree.

Una voz de mujer me contesta al otro lado del teléfono.

—Agencia Inmobiliaria Helen Boyle. ¿Puedo ayudarlo?

Y Oliphant dice:

—¿Has probado a contar hasta diez?

Los detalles sobre Oliphant son: está gordo y el sudor de sus manos ha dejado huellas de color marrón en la impresión de prueba que me está enseñando. La contraseña de su ordenador es «contraseña».

Le digo que hace tiempo que he pasado de diez.

Y la voz en el teléfono dice:

—¿Hola?

Tapo el teléfono con la mano y le digo a Oliphant que debe de haber un virus. Probablemente es por eso que Henderson no está. Yo me voy a ir a casa, pero le prometo que enviaré el artículo desde allí.

Oliphant articula las palabras «Cerramos a las cuatro» y se da unos golpecitos en la esfera del reloj de pulsera.

Y le pregunto al teléfono si Helen Hoover Boyle está en su despacho. Le digo que me llamo Streator y que necesito verla enseguida.

Cuento 489, cuento 490, cuento 491... La voz dice:

—¿Sabe ella de qué se trata?

Sí, digo, pero va a fingir que no lo sabe.

Le digo que necesita detenerme antes de que siga matando.

Y Oliphant retrocede un par de pasos antes de romper el contacto visual y se dirige hacia Artículos Especiales. Y yo cuento 542, cuento 543...

De camino a la agencia inmobiliaria, le pido al taxi que espere delante de mi edificio de apartamentos mientras subo corriendo.

La mancha marrón de mi techo ha crecido. Ya tiene tal vez el diámetro de un neumático, solo que ahora la mancha tiene brazos y piernas.

De vuelta en el taxi, intento abrocharme el cinturón de seguridad, pero está demasiado ajustado para mí. Se me clava y hace que la panza se me monte por encima, y oigo a Helen Hoover Boyle decir:

—Mediana edad. Uno ochenta, tal vez ochenta y cinco kilos. Caucasiano. Marrón, verdes.

La veo debajo de su burbuja de pelo de color rosa, mirándome y parpadeando.

Le doy al taxista la dirección de la agencia inmobiliaria y le digo que puede conducir todo lo deprisa que quiera, pero que no me cabree.

Los detalles sobre el taxi son que apesta. El asiento es negro y pegajoso. Es un taxi.

Le digo que tengo un problema de furia.

El taxista me mira por el retrovisor y me dice:

—Pues tendría que asistir a clases de control de furia.

Y yo cuento 578, cuento 579, cuento 580...

14

De acuerdo con el
Architectural Digest,
las grandes mansiones rodeadas de enormes fincas y las granjas de caballos de pura sangre son sitios ideales para vivir. De acuerdo con
Town & Country,
los collares de perlas grandes son lustrosos. De acuerdo con
Travel & Leisure,
un yate privado anclado en el mediterráneo bajo el sol es relajante.

En la sala de espera de la Agencia Inmobiliaria Helen Boyle, esto es lo que te venden como avance de noticias bomba. Como primicias por todo lo alto.

En la mesilla de café hay ejemplares de todas esas revistas de lujo. Hay un sofá Chesterfield de respaldo encorvado y tapizado en seda a rayas de color rosa. La mesilla de sofá que hay detrás tiene largas patas de león cuyas garras están cogiendo bolas de cristal. Uno se pregunta cuántos de estos muebles llegaron aquí despojados de sus accesorios, de sus tiradores de cajones y sus detalles metálicos. Vendidos como trastos viejos, llegaron aquí y Helen Hoover Boyle los reunió.

Hay una joven, con la mitad de mi edad, sentada detrás de un escritorio Luis XIV y mirando un radiorreloj que hay sobre el escritorio. La placa de su escritorio dice «Mona Sabbat». Al lado del radiorreloj hay un escáner de la policía del que sale un crujido de estática.

En el radiorreloj, una mujer mayor le está gritando a una mujer más joven. Parece que la mujer joven se ha quedado embarazada fuera del matrimonio y ahora la mujer mayor la está llamando zorra y puta. Una zorra estúpida, dice la mujer mayor, porque la zorra se abrió de piernas sin que le pagaran siquiera.

La mujer del escritorio, la tal Mona, apaga el escáner de la policía y dice:

—Espero que no le importe. Me encanta este programa.

Esos adictos a los medios de comunicación. Esos calmofóbicos.

En el radiorreloj, la mujer mayor le dice a la zorra que dé la criatura en adopción si no quiere arruinar su futuro. Le dice a la zorra que crezca y termine su carrera de microbiología y que luego se case, pero que hasta entonces no vuelva a tener relaciones sexuales.

Mona Sabbat coge una bolsa de papel marrón de debajo de la mesa y saca algo envuelto en papel de aluminio. Abre el papel de aluminio por un extremo y llega un olor a ajo y a caléndulas.

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