Authors: Chuck Palahniuk
Y al otro lado de la sala está Mona.
Zarzamora.
Se está riendo con Madreselva. Se ha recogido las rastas rojas y negras en un montón con solamente su carita asomando por debajo. En los dedos lleva anillos con joyas enormes con cristales rojos. Alrededor del cuello, la alfombra de cadenas plateadas termina en un montón de amuletos y colgantes y talismanes sobre sus pechos. Bisutería. Una niña jugando a disfrazarse. Descalza.
Tiene la edad que tendría mi hija, si yo todavía tuviera una hija.
Helen entra dando tumbos en la sala. Se moja los dedos con la lengua y va por la sala, usando los dedos húmedos para apagar los conos de incienso. Apoya la espalda en la repisa de la chimenea y se lleva el vaso de vino a la boca de color rosa. Mira la sala por encima del vaso. Mira cómo Ostra da vueltas a mi alrededor.
Tiene la edad que tendría su hijo Patrick.
Helen tiene la edad que tendría mi mujer si yo todavía tuviera una mujer.
Ostra es el hijo que ella tendría si tuviera un hijo.
Hablando hipotéticamente, por supuesto.
Esta sería la vida que yo tendría si tuviera una vida. Mi esposa distante y borracha. Mi hija explorando alguna secta de chiflados. Avergonzados de nosotros, de sus padres. Su novio sería este gilipollas hippy, intentando iniciar una pelea conmigo, con su padre.
Y tal vez se pueda retroceder en el tiempo.
Tal vez se pueda resucitar a los muertos. A todos los muertos, los del pasado y los del presente.
Tal vez esta sea mi segunda oportunidad. Esta es exactamente la forma en que mi vida podría haber sido.
Helen, vestida con su abrigo de chinchilla, está mirando cómo el loro se come a sí mismo. Está mirando a Ostra.
Y Mona está gritando:
—Todo el mundo, todo el mundo. —Está diciendo—: Es hora de empezar la invocación. Así que si podemos crear el espacio sagrado, podemos empezar ya.
En el apartamento de al lado, los veteranos de la guerra civil vuelven cojeando a casa al son de una música triste y de la reconstrucción.
Ostra sigue dando vueltas a mi alrededor y la piedra que tengo en el puño ya está caliente. Y cuento, once, cuento doce...
Mona Sabbat tiene que venir con nosotros. Alguien sin sangre en las manos. Mona y Helen y yo, y Ostra, los cuatro nos echaremos a la carretera. Una familia disfuncional entre tantas. Unas vacaciones familiares. La búsqueda del Grial No Santo.
Con cien tigres de papel a matar por el camino. Con cien bibliotecas que saquear. Libros que desarmar. El mundo entero debe ser salvado del sacrificio.
Lobelia le dice a Granadina:
—¿Te has enterado de toda esa gente muerta en el periódico? Dicen que es la legionela, pero a mí me parece magia negra.
Y con los brazos extendidos, con todo el pelo marrón de los sobacos a la vista, Mona conduce a la gente al centro de la sala.
Gorrión señala algo que hay en su catálogo y dice:
—Esto es lo mínimo que hace falta para empezar.
Ostra se aparta el pelo de los ojos y me señala con la barbilla. Se acerca para clavarme el dedo índice en el pecho, me lo clava, con fuerza, en medio de mi corbata azul, y dice:
—Escuche, papi. —Me lo clava y dice—: La única canción sacrificial que conoce usted es «la carne ni muy hecha ni poco hecha».
Y yo paro de contar.
Rápido como una contracción muscular, doy un empujón y lo aparto de una palmada, mis manos hacen mucho ruido contra la piel desnuda del chaval, todo el mundo está callado y mirando, y la canción sacrificial me viene a la cabeza.
Y he vuelto a matar. Al novio de Mona. Al hijo de Helen. Ostra se me queda mirando un momento, con el pelo colgando ante los ojos.
Y el loro se cae del hombro de Tejón.
Ostra levanta las manos, con los dedos extendidos, y dice:
—Tranqui, papi.
Y se va junto con Gorrión y el resto a mirar al loro, muerto a los pies de Tejón. Muerto y medio desplumado del todo.
Y Tejón le da un golpecito al pájaro con su sandalia y dice:
—¿Pelón?
Y tal vez si matas a alguien, tal vez lo puedes traer de vuelta.
Y Helen ya me está mirando, con el cristal manchado de rosa en la mano. Niega con la cabeza y me dice:
—Yo no lo he hecho.
Levanta tres dedos, con el pulgar y el meñique tocándose por delante, y dice:
—Palabra de bruja, lo juro.
Aquí y ahora, mientras escribo esto, estoy cerca de Biggs Junction, Oregón. Aparcados junto a la Interestatal 84, el Sargento y yo hemos puesto una vieja chaqueta de piel en el recodo de la carretera al lado de nuestro coche. La chaqueta de piel, manchada de ketchup, rodeada de moscas, es nuestro cebo.
Esta semana hay otro milagro en los periódicos sensacionalistas.
Es algo que la gente llama el Jesucristo de los Animales Atropellados. Los periódicos sensacionalistas lo llaman «El Mesías de la I-84». Algún tío que se para en la autopista siempre que ve un animal muerto, le impone las manos y amén. El gato maltrecho o el perro aplastado, o incluso el ciervo doblado por la mitad por una rodada de tractor, jadean o husmean el aire. Se ponen de pie sobre sus patas rotas y parpadean con sus ojos picoteados por los pájaros.
La gente lo ha grabado en vídeo. Tienen fotos colgadas en Internet.
Los gatos, los puercoespines y los coyotes se quedan ahí un minuto, mientras el Jesucristo de los Animales Atropellados les mece la cabeza con las manos y les susurra.
Dos minutos después de haber sido un montón raído de piel y huesos, simple comida para las urracas y los cuervos, el ciervo o el perro o el mapache echan a correr enteros, restaurados, perfectos.
Un poco más adelante en la misma autopista donde estamos nosotros, un viejo aparca su camioneta en el arcén. Sale de la cabina y coge una manta a cuadros del fondo de la camioneta. Se pone en cuclillas para dejar la manta en el arcén, con el tráfico pasando a toda leche a su lado en el aire tórrido de la mañana.
El viejo abre los bordes de la manta a cuadros para revelar un perro muerto. Un montón arrugado de pelo marrón, no muy distinto al montón de mi abrigo de piel.
El Sargento saca el cargador de su pistola, comprueba que está lleno de balas y lo vuelve a meter.
El viejo se inclina, con las dos manos planas sobre el asfalto, mientras pasan coches y camiones en ambas direcciones, y frota la mejilla sobre el montón de pelo marrón.
Se pone de pie y mira a un lado y a otro de la autopista. Vuelve a la cabina de su camioneta y enciende un cigarrillo. Espera.
El Sargento y yo esperamos.
Aquí estamos, una semana tarde. Siempre un paso por detrás. Después de los hechos.
El primer avistamiento del Jesucristo de los Animales Atropellados lo llevó a cabo una cuadrilla de empleados públicos que estaban recogiendo a un perro muerto a pocas millas de aquí. Antes de que pudieran meterlo en la bolsa, un coche de alquiler se detuvo en el recodo de la autopista detrás de ellos. Eran un hombre y una mujer, el hombre al volante. La mujer se quedó en el coche y el hombre se bajó de un salto y corrió hasta la cuadrilla de empleados de carreteras. Les gritó que esperaran. Les dijo que podía ayudar.
El perro no era más que larvas y huesos dentro de un pellejo maltrecho.
El hombre era joven, rubio, con el pelo largo y rubio ondeando al viento levantado por los coches que pasaban a su lado. Tenía una perilla roja y cicatrices horizontales en las dos mejillas, justo debajo de los ojos. Las cicatrices eran de color rojo oscuro, y el joven miró dentro de la bolsa de basura donde estaba el perro muerto y les dijo a la cuadrilla que... no estaba muerto.
Y los operarios de carreteras se rieron. Guardaron la pala en su camioneta.
Y algo gimió dentro de la bolsa de basura.
Y ladró.
Ahora, aquí y ahora, mientras escribo esto, mientras el viejo espera más adelante en la carretera, fumando. Con el tráfico pasando a toda velocidad. Al otro lado de la Interestatal 84, una familia en un coche familiar despliega una colcha sobre la grava del arcén de la carretera y dentro aparece un gato naranja muerto. Un poco más allá, una mujer y un niño están sentados en sillas de jardín al lado de un hámster sobre una servilleta de papel.
Un poco más allá, una pareja de edad mediana está de pie sosteniendo una sombrilla para cubrir a una mujer joven, una joven huesuda y retorcida de lado en una silla de ruedas.
El viejo, la madre y la criatura, la familia y la pareja de edad mediana, sus ojos escrutan cada coche que pasa.
El Jesucristo de los Animales Atropellados aparece en un coche distinto cada vez, en un coche de dos puertas, de cuatro o en una camioneta, a veces en moto. Una vez en una autocaravana.
En las fotos que toma la gente, en los vídeos, siempre aparece el mismo pelo rubio revuelto, la misma perilla roja, las cicatrices. El perfil de una mujer esperando en un coche a lo lejos, en un camión, en lo que sea.
Mientras escribo esto, el Sargento encañona con su pistola el montón que forma nuestro abrigo de piel. Con el ketchup y las moscas. Nuestro cebo. Y como todos los demás que están aquí, estamos esperando un milagro. Un mesías.
Todo lo que había fuera del coche era amarillo. Amarillo hasta el horizonte. No un amarillo limón, más bien un amarillo pelota de tenis. Era del color de una pelota sobre una pista de tenis de color verde brillante. El mundo a ambos lados de la autopista es todo de este color.
Amarillo.
Grandes olas ondeantes y espumeantes de color amarillo se mueven bajo el viento cálido de los coches que pasan, desde el arcén de grava de la autopista hasta las colinas amarillas. Todo amarillo. Proyectando su luz amarilla hacia nuestro coche. Helen, Mona, Ostra y yo, todos nosotros. Nuestra piel y nuestros ojos. Todos los detalles del mundo. Amarillos.
—Brassica tournefortii
—dice Ostra—. Mostaza marroquí en flor.
Estamos sentados en los asientos de cuero del coche enorme de la inmobiliaria de Helen con Helen al volante. Helen y yo vamos sentados delante, Ostra y Mona en la parte de atrás. En el asiento entre Helen y yo está su agenda, con las tapas de cuero rojo pegadas al cuero marrón del asiento. Hay un atlas de Estados Unidos. Hay una impresión por ordenador de las ciudades en donde hay bibliotecas que tienen el libro de poemas. Está el bolso azul de Helen, que parece verde bajo la luz amarilla.
—Daría lo que fuera por ser nativa americana —dice Mona, y apoya la frente en la ventanilla—. Por ser una blackfoot libre o una sioux hace doscientos años, ya sabéis, viviendo en armonía con toda esta belleza natural.
Para ver qué es lo que siente Mona, pongo la frente contra la ventanilla. Por contraste con el aire acondicionado, el cristal está ardiendo.
Es una coincidencia siniestra, pero en el atlas todo el estado de California es del mismo color amarillo vivo.
Y Ostra se suena las narices, con una sonada brusca que le hace echar la cabeza hacia atrás. Niega con la cabeza mirando a Mona y dice:
—Ningún indio vivió nunca con eso.
Los vaqueros no tenían plantas rodadoras, dice. No fue hasta finales del siglo
XIX
cuando las semillas de planta rodadora, los cardos rusos, llegaron de Eurasia en la lana de las ovejas. La mostaza marroquí vino en la tierra que los barcos usaban como lastre. Esos árboles plateados que hay ahí fuera son olivos rusos,
Elaeagnus augustifolia.
Los centenares de orejas de conejo blancas y peludas que crecen en los márgenes de los arcenes de la autopista son
Verbascum thapsus,
verbascos lanosos. Los árboles oscuros y retorcidos junto a los que hemos pasado son
Robinia pseudoacacia,
algarrobos negros. Los matorrales verde oscuro con flores de color amarillo vivo son retamas escocesas,
Cytisus scoparius.
Todo es parte de una pandemia biológica, dice.
—Esos viejos westerns de Hollywood —dice Ostra, mirando por la ventanilla el paisaje de Nevada que rodea la autopista, dice—, con las plantas rodadoras y la cebadilla y todo esa mierda. —Niega con la cabeza y dice—: Nada de todo eso es nativo, pero es lo único que nos queda. —Y dice—: Casi nada es natural ya en la naturaleza.
Ostra le da una patada a la parte de atrás del asiento de delante y dice:
—Eh, papi, ¿cuál es el periódico más importante de Nevada?
¿De Reno o de Las Vegas?, le digo.
Y mirando por la ventanilla, con los ojos amarillos por la luz que se refleja, Ostra dice:
—De las dos. Y también de Carson City. De todas.
Se los digo.
Los bosques que bordean la costa Oeste están infestados de retama escocesa y de retama francesa y de hiedra inglesa y de zarzas del Himalaya, dice. Los árboles nativos se están muriendo por culpa de las lagartas importadas en mil ochocientos sesenta por Leopold Trouvelot, que quería usarlas para criar seda. Los desiertos y las praderas están infestados de mostaza y de cebadilla y de matojo de playa europeo.
Ostra se desabotona la camisa y debajo, sobre la piel de su pecho, hay algo hecho con cuentas. Es del tamaño de una billetera y cuelga de su cuello de un collar de cuentas.
—Es una bolsa de curandero hopi —dice—. Muy espiritual, ¿no?
Helen, mirándolo por el retrovisor, con las manos en el volante enfundadas en guantes de conducir de becerro ajustados, dice:
—Bonitos abdominales.
Ostra se saca la camisa por los hombros y la bolsa de cuentas queda colgando entre sus pezones, con los pectorales hinchados a ambos lados. Su piel está bronceada y no tiene pelos por encima del ombligo. La bolsa está completamente recubierta de cuentas azules salvo por una cruz de cuentas rojas en el centro. Su bronceado parece anaranjado bajo la luz amarilla. Su pelo rubio parece en llamas.
—Se la he hecho yo —dice Mona—. Llevo haciéndola desde febrero.
Mona con sus rastas y sus collares de cristal. Le pregunto si es una india hopi.
Ostra hurga con los dedos dentro de la bolsa.
Y Helen dice:
—Mona, no eres nativa de nada. Tu verdadero apellido es Steinner.
—No hace falta ser hopi —dice Mona—. La hice copiando el dibujo de un libro.
—Entonces no es nada hopi de verdad —dice Helen.
Y Mona dice:
—Lo es. Es idéntica a la del libro. —Y dice—: Te lo enseñaré.
Ostra saca un teléfono móvil de su bolsita de cuentas.