Authors: Chuck Palahniuk
Los gatos no se sientan encima de los niños y les roban la vida.
Solamente sabemos que no sabemos nada.
Nash, el enfermero, me enseña los hematomas purpúreos y rojos que tienen los niños, el livor mortis, en las partes inferiores del cuerpo donde se acumula la hemoglobina. La espuma sanguinolenta que les sale de la nariz y la boca es lo que los forenses llaman purga de fluidos, una parte natural de la descomposición. La gente que busca desesperadamente una respuesta mira el livor mortis y la purga de fluidos, o incluso a los sarpullidos que causan los pañales, y da por sentado que son abusos infantiles.
El truco para olvidar la situación general es mirar las cosas muy de cerca.
La manera más fácil de cerrar una puerta es sepultarte a ti mismo en los detalles. En los datos. Lo mejor de hacerse reportero es que te puedes esconder detrás de tu cuaderno. Todo es pura investigación.
En la biblioteca del condado, en la sección juvenil, el libro vuelve a estar en la estantería, a la espera.
Poemas
y
rimas del mundo entero.
Y en la página 27 hay un poema. Un poema tradicional africano, según dice el libro. Tiene ocho versos y no me hace falta escribirlo. Lo tengo apuntado desde el primer bebé, el de la caravana en los suburbios. Arranco la página y devuelvo el libro a la estantería.
En la redacción Duncan dice:
—¿Cómo va con la ronda de bebés muertos? —Y dice—: Necesito que llames a este número a ver de qué va la cosa.
Y me pasa unas galeradas de la sección de Cosas de la Vida con un anuncio rodeado por un círculo rojo.
El anuncio tiene tres columnas por seis pulgadas de altura y dice:
ATENCIÓN CLIENTES DEL GIMNASIO
Y CLUB DE TENIS MEADWO DOWNS
Y dice:
«¿Ha contraído usted una infección micótica abrasiva transmitida por el equipo del gimnasio o por el contacto íntimo con las superficies de los lavabos? De ser así, por favor, llame al siguiente número para entablar un pleito por demanda colectiva».
En el número de teléfono en cuestión, responde la voz de un hombre:
—Despacho de abogados Deemer, Duke y Diller.
El hombre dice:
—Necesitamos su nombre y su dirección para nuestros registros. —Y dice, al teléfono—: ¿Puede describir su erupción? El tamaño. La ubicación. El color. Los daños o pérdida de tejidos. Sea tan específico como pueda.
Ha habido un error, digo. No tengo ninguna erupción. Le digo que no llamo para formar parte del pleito.
Por alguna razón, me viene a la cabeza Helen Hoover Boyle.
Cuando le digo que soy de la prensa, el hombre dice:
—Lo sentimos, pero no estamos autorizados a discutir la cuestión hasta que se entable el pleito.
Llamo al club de tenis, pero tampoco quieren hablar. Llamo al Treeline Dining Club, pero no quieren hablar. Los dos anuncios tienen el mismo número de teléfono. Con el mismo prefijo extraño de teléfono móvil. Llamo otra vez y me contesta la misma voz de hombre.
—Despacho de abogados Deemer, Duke y Diller.
Cuelgo.
En la facultad de periodismo te enseñan a empezar con los datos más importantes. Lo llaman la pirámide invertida. El quién, el qué, el dónde, el cuándo y el porqué al principio del artículo. Luego vas dando los datos menos importantes en orden descendente. De esa forma, el redactor jefe puede cortar el artículo por cualquier parte sin perder nada demasiado importante.
Todos los pequeños detalles, el olor de la colcha, la comida que queda en los platos, el color del adorno del árbol de Navidad, todo eso se queda siempre en el suelo de la sala de redacción.
La única pauta recurrente de la muerte en la cuna es que tiende a hacerse más frecuente cuando empieza a hacer frío, en otoño. Ese es el detalle con el que mi editor quiere que abra mi primera entrega. Algo para transmitir pánico a la gente. Cinco bebés, cinco entregas. Así podemos hacer que la gente siga la serie durante cinco domingos consecutivos. Podemos prometer que exploraremos las causas y detalles recurrentes de la muerte súbita infantil. Podemos mantener la esperanza viva.
Hay gente que sigue pensando que el conocimiento es poder.
Podemos garantizar a los anunciantes un público entregado.
En la redacción, le pido a mi redactor jefe que me haga un pequeño favor.
Le digo que tal vez haya encontrado una pauta recurrente. Parece que todos los padres les leyeron a sus hijos el mismo poema en voz alta la noche en que murieron.
—¿Los cinco? —dice.
Le digo que hagamos un pequeño experimento.
Ya es de noche y los dos estamos cansados después de un día largo. Estamos sentados en su despacho y le digo que escuche.
Es una vieja canción sobre animales que se van a dormir. Es nostálgica y sentimental y noto la cara amoratada y acalorada por la hemoglobina oxigenada mientras leo el poema en voz alta, bajo las luces fluorescentes, sentado al otro lado de la mesa de mi redactor jefe, que tiene la corbata desanudada y el cuello de la camisa abierto y está reclinado en su asiento con los ojos cerrados. Tiene la boca entreabierta y sus dientes y su tazón de café están manchados del mismo color marrón del café.
Lo bueno es que estamos solos y solamente tardo un minuto.
Cuando termino, abre los ojos y dice:
—¿Qué coño se supone que quiere decir eso?
Los ojos de Duncan son verdes.
Su saliva me aterriza en el brazo en forma de motitas, trayendo gérmenes, pequeños perdigones de humedad, trayendo virus. Saliva marrón de café.
Le digo que no lo sé. El libro la llama una canción sacrificial. En ciertas culturas antiguas, se la cantan a los niños durante las sequías o las hambrunas, en las épocas en que el territorio se ha quedado pequeño para la tribu. Se la cantan a los guerreros mutilados en la batalla o a la gente enferma, a cualquiera que uno espere que se vaya a morir pronto. Para acabar con su dolor. Es una nana.
Por lo que respecta a la ética, lo que he aprendido es que juzgar los hechos no es trabajo del periodista. Que tu trabajo es examinar la información. Tu trabajo es reunir datos. Registrar lo que hay. Ser un testigo imparcial. Lo que he aprendido es que llega un día en que no te lo piensas dos veces antes de llamar a los padres en Nochebuena.
Duncan mira su reloj, luego me mira a mí y dice:
—¿Y en qué consiste tu experimento?
Mañana sabré si hay una relación causal. Una pauta recurrente. Mi trabajo consiste únicamente en contar la historia. Meto la página 27 en su trituradora de papel.
«Los palos y las piedras te pueden romper los huesos, pero las palabras no pueden hacer daño.»
No se lo quiero explicar hasta que lo sepa con seguridad. Sigue siendo una situación hipotética, así que le pido a mi redactor jefe que me siga la corriente. Le digo:
—Los dos necesitamos descansar, Duncan. —Y le digo—: Tal vez podamos seguir hablando por la mañana.
Mientras me estoy tomando la primera taza de café, Henderson viene desde la sección de Información Nacional. Algunos cogen sus abrigos y echan a caminar hacia el ascensor. Algunos cogen una revista y se encaminan al lavabo. Otros se esconden detrás de las pantallas de sus ordenadores y fingen que hablan por teléfono mientras Henderson se detiene en el centro de la sala de redacción con la corbata aflojada alrededor del cuello de la camisa abierto y grita:
—¿Dónde coño está Duncan?
Grita:
—La primera edición va camino de la imprenta y necesitamos el resto de la jodida portada.
Algunos se encogen de hombros. Yo descuelgo el teléfono.
Los detalles sobre Henderson son: tiene el pelo rubio y peinado de un lado a otro de la frente. Siempre está al tanto del estado de la nieve y lleva un forfait de pista de esquí colgando de todos sus abrigos. Su contraseña del ordenador es «contraseña».
De pie junto a mi mesa, me dice:
—Streator, ¿solamente tienes esa corbata azul horrible o qué?
Con el teléfono pegado a la oreja, articulo con los labios la palabra «Entrevista». Le pregunto al tono de marcado si se escribe con «b» de bobo.
Por supuesto que no le voy a contar a nadie que le leí el poema a Duncan. No se lo puedo contar a la policía. En cuanto a mi teoría, no le puedo contar a Helen Boyle por qué necesito la información sobre su hijo muerto.
Llevo el cuello de la camisa tan prieto que tengo que tragar con fuerza para que me baje el café.
Incluso aunque la gente me creyera, lo primero que me preguntarían es: «¿Qué poema?».
Enséñanoslo. Demuéstranoslo.
La pregunta no es: «¿Se filtraría el poema?».
La pregunta es: «¿Cuánto tardaría en extinguirse la especie humana?».
He aquí el poder de decidir entre la vida y una muerte fácil, limpia y sin sangre a disposición de cualquiera. De todo el mundo. Una muerte de Hollywood, instantánea y sin sangre.
Incluso si no lo cuento, ¿cuánto tiempo tardará
Poemas y rimas del mundo entero
en llegar a un aula? ¿Cuánto falta para que la canción sacrificial de la página 27 sea leída a cincuenta niños antes de la hora de la siesta?
¿Cuánto falta para que alguien se la lea por la radio a miles de personas? ¿Para que le pongan música? ¿Para que la traduzcan a otros idiomas?
Joder, no hace falta que la traduzcan para que funcione. Los bebés no hablan ningún idioma.
Hace tres días que nadie ha visto a Duncan. Miller cree que Kleine ha llamado a Duncan a casa. Kleine cree que lo ha llamado Fillmore. Todo el mundo está seguro de que ha llamado otro, pero nadie ha hablado con Duncan. No ha contestado sus e-mails. Carruthers dice que Duncan ni siquiera se ha molestado en llamar para avisar de que estaba enfermo.
Una taza de café más tarde, Henderson viene a mi mesa con una impresión de prueba de la sección de Ocio. Está doblada de forma que se ve un anuncio de tres columnas por seis pulgadas de alto. Henderson me mira mientras yo me doy golpecitos en el reloj de pulsera y me lo acerco al oído, y él dice:
—¿Has visto este anuncio en la edición matinal?
El anuncio dice:
ATENCIÓN, PASAJEROS DE PRIMERA CLASE
DE LAS LÍNEAS AÉREAS REGENT-PACIFIC
El anuncio dice:
«¿Ha sufrido pérdida de cabello y/o molestias relacionadas con ladillas después de tener contacto con el tapizado, las almohadas o las mantas de estas líneas aéreas? De ser así, por favor, llame al siguiente número para entablar un pleito por demanda colectiva».
Henderson dice:
—¿Ya has llamado por esto?
Le digo que por qué no se calla y llama él.
Y Henderson dice:
—Tú te encargas de los Artículos Especiales. —Y dice—: Esto no es la cárcel. Yo no soy tu puta.
Esto está acabando conmigo.
No te haces periodista porque se te dé bien guardar secretos.
Ser periodista consiste en contar. En transmitir las malas noticias. En extender el contagio. La mejor historia de la Historia. Esto podría ser el fin de los medios de comunicación de masas.
La canción sacrificial podría ser una plaga propia de la Era de la Información. Imaginen un mundo donde la gente huye de la televisión, de la radio. De las películas, de Internet, de las revistas y de los periódicos. Donde la gente tiene que llevar tapones en los oídos igual que uno se pone condones o guantes de goma. En el pasado, a nadie le preocupaba mucho tener relaciones sexuales con desconocidos. Y antes todavía, nadie se preocupaba por las mordeduras de las pulgas. Ni por el agua sin tratar. Ni por los mosquitos. Ni por el amianto.
Imaginen una plaga que se transmita por los oídos.
Los palos y las piedras te pueden romper los huesos, pero es que ahora las palabras también te pueden matar.
La nueva muerte, esta plaga, puede venir de cualquier parte. De una canción. De un anuncio que has oído sin prestar atención. De un noticiario. De un sermón. De un músico callejero. Un vendedor telefónico te puede matar. Un profesor. Un archivo de Internet. Una tarjeta de felicitación por tu cumpleaños. Una galleta de la suerte.
Un millón de personas pueden ver un programa en la tele y a la mañana siguiente estar muertos por culpa de una melodía publicitaria.
Imaginen el pánico.
Imaginen una nueva Edad de las Tinieblas. La exploración y las rutas comerciales llevaron las primeras plagas de China a Europa. Con los medios de comunicación de masas, tenemos un montón de canales nuevos de transmisión.
Imaginen los libros ardiendo. Y las cintas y los archivos, las radios y los televisores, todo yendo a la misma hoguera. Todas las bibliotecas y librerías resplandeciendo en medio de la noche. Gente asaltando las estaciones repetidoras. Gente armada con hachas atacando los cables de fibra óptica.
Imaginen gente entonando oraciones, cantando himnos, para ahogar cualquier sonido que pudiera traer la muerte. Tapándose los oídos con las manos, imaginen a la gente rehuyendo cualquier canción o discurso donde la muerte pudiera estar codificada igual que un lunático envenenaría un frasco de aspirinas. Cualquier palabra nueva. Cualquier cosa que no entendieran sería sospechosa, peligrosa. Evitada. La comunicación en cuarentena.
Y si este es un hechizo letal, un conjuro, entonces habrá más. Si yo conozco la página 27, alguien más la conoce. Yo no soy el cerebro pionero de nada.
¿Cuánto falta para que alguien diseccione la canción sacrificial y cree otra variante, y otra, y otra? Hasta que Oppenheimer inventó la bomba atómica, era algo imposible. Ahora tenemos la bomba atómica y la bomba de hidrógeno y la bomba de neutrones, y la gente sigue desarrollando esa idea. Nos vemos impelidos a un nuevo paradigma de miedo.
Si Duncan está muerto, era una víctima necesaria. Él ha sido mi prueba nuclear atmosférica. Ha sido mi Trinity. Mi Hiroshima.
Con todo, Palmer, del departamento de Redacción, está convencido de que Duncan está en Composición.
Jenkins, de Composición, dice que lo más probable es que Duncan esté en el departamento de Arte.
Hawley, de Arte, dice que está en el Archivo de Prensa.
Schott, del Archivo, dice que Duncan está en Redacción.
Por aquí, esto es lo que te venden como realidad.
Imaginen que las mismas medidas de seguridad que ahora tienen en los aeropuertos, las instauran en todas las bibliotecas, escuelas, cines y librerías, después de que se filtre la canción sacrificial. En cualquier sitio donde se pueda diseminar información uno encontrará guardias armados.