Nana (10 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

BOOK: Nana
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En el espejo, retuerce el tubito dorado hasta que le crece un pintalabios de color rosa.

Y desde detrás, le digo: ¿Qué pasaría si no fuera únicamente una cuestión de trabajo para mí?

Tal vez no soy un simple depredador bidimensional aprovechándome de una situación interesante.

Por la razón que sea, me viene a la cabeza Nash.

Le digo que tal vez me fijé en el libro en primer lugar porque yo tenía un ejemplar. Tal vez también tenía una mujer y una hija. ¿Y si le hubiera leído el maldito poema a mi propia familia una noche con la intención de mandarlos a dormir? Hablando hipotéticamente, por supuesto, ¿y si los hubiera matado? Digamos. ¿Es esa la clase de credenciales que está buscando?

Ella frunce los labios hacia arriba y hacia abajo y aplica el pintalabios a la pintura de labios que ya lleva.

Me acerco un paso renqueando y le pregunto si eso me convierte a sus ojos en una persona lo bastante herida.

Ella endereza la espalda y junta los labios. Se separan despacio, quedándose un último momento pegados.

Dios no quiera que alguien sufra alguna vez más que Helen Hoover Boyle.

Y yo le digo que tal vez he perdido tanto como ella.

Y ella retuerce su pintalabios para guardarlo. Se lo guarda en el bolso y se gira para mirarme.

Allí de pie, resplandeciente y quieta, me dice:

—¿Hablando hipotéticamente?

Yo compongo una sonrisa y digo que por supuesto.

Con la mano abierta sobre el armario, graba una flecha que apunta a la derecha y empieza a caminar, pero despacio, arrastrando la mano por la pared de armarios y cómodas, todos barnizados y pulimentados, estropeando todo lo que toca.

Llevándome con ella, dice:

—¿Alguna vez se ha preguntado de dónde viene ese poema?

De África, le digo, caminando a su lado.

—Pero el libro del que salió —dice. Caminando entre armeros, armarios y sillas Farthingale, dice—: Las brujas llaman a sus colecciones de conjuros Libro de Sombras.

Poemas y rimas del mundo entero
se publicó hace once años, le digo. He estado haciendo llamadas. El libro tuvo una tirada de quinientas copias. El editor, KinderHaus Press, quebró más tarde, y las planchas de impresión y los derechos de reimpresión pertenecen a alguien que se los compró a los herederos del autor original. El autor murió sin causa aparente hace tres años. No sé si eso hace que el libro sea ahora del dominio público. No he podido averiguar quién tiene ahora los derechos.

Y Helen Hoover Boyle deja de arrastrar su diamante en mitad de la superficie de un espejo ancho y biselado y dice:

—Yo poseo los derechos. Y ya sé adonde va con todo esto. Los tratantes de libros han conseguido encontrar trescientos de esos quinientos ejemplares originales y yo los he quemado todos.

Ella dice:

—Pero lo importante no es eso.

Estoy de acuerdo. Lo importante es descubrir los pocos que quedan y contener el desastre. Llevar a cabo un control de daños. Lo importante es aprender una forma de olvidarlo nosotros. Tal vez eso es lo que Mona Sabbat y su grupo pueden enseñarnos.

—Por favor —dice Helen—. No me diga que sigue planeando ir a su aquelarre —dice—, ¿Qué descubrió sobre el autor original del libro?

Se llamaba Basil Frankie y no tenía nada de original. Encontraba relatos antiguos, descatalogados y del dominio público y los combinaba para crear antologías. Viejos sonetos medievales, quintillas jocosas de contenido obsceno y cuentos en verso para niños. Algunos los copiaba de libros viejos que encontraba. Otros los sacaba de Internet. No era muy exigente. Cualquier cosa que pudiera encontrar gratis la metía en un libro.

—Pero ¿y la fuente de este poema en concreto? —dice.

—No la conozco. Probablemente sea algún libro viejo todavía empaquetado en una caja en el sótano de alguna casa en alguna parte.

—No en la casa de Frankie —dice Helen Hoover Boyle—, Le compré la finca entera. La basura de la cocina seguía debajo del fregadero. Su ropa todavía estaba en los cajones de su tocador. Todo igual. No estaba allí.

Y le tengo que preguntar si ella lo mató también.

—Hablando hipotéticamente —dice—, si acabara de matar a mi marido, después de matar a mi hijo, ¿acaso no estaría enfadada porque un tonto plagiador, perezoso, irresponsable y codicioso hubiera puesto aquella bomba que había destruido a todos mis seres queridos?

Del mismo modo que mató hipotéticamente a los Stuart.

Ella dice:

—Lo que quiero decir es que el Libro de Sombras original sigue en alguna parte.

Estoy de acuerdo. Y tenemos que encontrarlo y destruirlo.

Y Helen Hoover Boyle sonríe con su sonrisa de color rosa. Dice:

—Tiene que estar de broma. —Y dice—: Tener el poder de dar la vida y la muerte no es bastante. Hay que preguntarse qué otros poemas hay en ese libro.

Tan deprisa como un ataque de hipo, mientras apoyo todo mi peso en mi pie bueno, mirándola, le digo que no.

Ella dice:

—A lo mejor puede usted vivir para siempre.

Yo le digo que no.

Y ella dice:

—A lo mejor puede hacer que cualquiera lo ame.

No.

Y ella dice:

—A lo mejor puede convertir paja en oro.

Y yo le digo que no y le doy la espalda.

—A lo mejor puede traer la paz al mundo.

Y yo le digo que no y empiezo a alejarme por entre las paredes de armarios y librerías. Entre las barricadas de aparadores y cabeceras de camas, me adentro en otro cañón de muebles.

A mi espalda, ella me llama:

—A lo mejor puede convertir la arena en pan.

Y yo continúo cojeando.

Y ella me llama:

—¿Adónde va? La salida es por aquí.

Al llegar a una vitrina de pino irlandesa con un frontón partido en forma de tímpano, giro a la derecha. Al llegar a un escritorio Chippendale lacado en negro, giro a la izquierda.

Su voz dice desde detrás de todo:

—A lo mejor puede curar a los enfermos. A lo mejor puede curar a los lisiados.

Al llegar a una alacena belga con molduras de huevos y dardos en la cornisa giro a la derecha y luego a la izquierda al llegar a una vitrina de especímenes de pie eduardiana con un mural en vidrio ornamental bohemio.

Y la voz dice a mi espalda.

—A lo mejor puede limpiar el medio ambiente y convertir el mundo en un paraíso.

Una flecha grabada en una mesa auxiliar de tapa de masa señala en una dirección, de forma que tomo la dirección contraria.

Y la voz dice que tal vez yo puedo generar una energía limpia e ilimitada.

A lo mejor puede usted viajar por el tiempo para evitar una tragedia. Aprender. Conocer a gente.

A lo mejor puede darle a la gente vidas ricas, plenas y felices.

Tal vez cojear por un apartamento lleno de ruidos durante el resto de su vida no es bastante.

En una persiana plegable de bordado en seda negra, una flecha señala en una dirección y yo giro por la contraria.

Mi busca empieza a sonar nuevamente y es Nash.

Y la voz dice: Si puedes matar a alguien, tal vez puedes traerlos de vuelta.

Tal vez esta es mi segunda oportunidad.

La voz dice: Tal vez no va uno al infierno por las cosas que hace. Tal vez se va al infierno por lo que no se hace. Por lo que no se termina.

Mi busca empieza a sonar otra vez y dice que el mensaje es importante.

Y yo sigo cojeando.

16

Nash no está de pie frente a la barra. Está sentado solo ante una mesilla en el fondo del bar, a oscuras salvo por la luz de una velita en la mesa, y yo le digo: Eh, tengo diez mil llamadas en mi busca. Le pregunto qué puede ser tan importante.

En la mesa hay un periódico, doblado, cuyo titular dice:

SIETE MUERTOS EN UNA MISTERIOSA PLAGA

El subtítulo dice:

APRECIADO REDACTOR JEFE DE DIARIO LOCAL Y LÍDER PÚBLICO

ES PRESUNTAMENTE LA PRIMERA VÍCTIMA

Tengo que leer la noticia para averiguar a quién se refiere. Se trata de Duncan, y resulta que su nombre de pila era Leslie. No hace falta ser un genio para saber de dónde han sacado lo de «apreciado». Y lo de «líder».

Y después dicen que el periodista y la noticia son mutuamente excluyentes.

Nash da un golpecito al periódico con el dedo y dice:

—¿Ves esto?

Y le digo que he estado toda la tarde fuera de la oficina. Y maldición. Me he olvidado de enviar mi última entrega sobre muertes en la cuna. Leo la portada y me veo a mí mismo citado. Duncan era más que mi redactor jefe, digo, más que mi simple mentor. Leslie Duncan era como un padre para mí. El maldito Oliphant y sus manos sudorosas.

Tan deprisa como un escalofrío, recorriéndome la espalda, la canción sacrificial se desenvuelve en mi cabeza y aumenta el recuento de cadáveres. En alguna parte, Oliphant debe de estar cayéndose al suelo o desplomándose de su silla. Mi barril de pólvora interior empieza a temblar de nuevo.

Cuanta más gente muere, menos cambian las cosas.

Hay un plato de papel vacío delante de Nash con restos de papel encerado y manchas amarillas de ensalada de patata, y Nash está retorciendo una servilleta de papel con las manos, retorciéndola hasta formar una soga larga y gruesa, mirándome desde su lado de la vela, y dice:

—Esta tarde hemos recogido al tipo en tu edificio de apartamentos. —Y dice—: Entre los gatos del tipo y las cucarachas, no queda mucho para la autopsia.

El tipo al que vimos caer esta mañana aquí, el tipo de las patillas y el teléfono móvil, Nash dice que ha dejado perplejo al forense. Además, después, tres personas han caído muertas entre aquí y el edificio del periódico.

—Luego han encontrado otro en el edificio del periódico —dice—. Se ha muerto esperando el ascensor.

Dice que el forense cree que toda esa gente podría haber muerto por la misma causa. Hablan de una epidemia, dice Nash.

—Pero la policía piensa en drogas —dice—. Probablemente sucinilcolina, bien autoadministrada o bien alguien se la inyectó. Es un agente bloqueador neuromuscular. Te relaja tanto que dejas de respirar y te mueres de anoxia.

La mujer, la de detrás de las vallas en el rodaje que vino corriendo con un brazo extendido para detenerme, la del walkie-talkie, sus detalles eran pelo largo y negro, una camiseta ajustada sobre unas tetas firmes. Tenía un culo decente enfundado en vaqueros ajustados. Podría ser que ella y Nash se lo hayan montado en el hospital.

Otra conquista.

Sea lo que sea lo que Nash tiene tantas ganas de contarme, no quiero saberlo.

Dice:

—Pero creo que la policía se equivoca.

Nash pasa la servilleta de papel enrollada a través de la llama de la vela, y la llama da un salto, emitiendo un rizo de humo negro. La llama vuelve a la normalidad y Nash dice:

—En caso de que quieras encargarte de mí igual que te has encargado de toda esa gente —dice—, tienes que saber que he escrito una carta explicando todo esto, y se la he dejado a un amigo, diciendo lo que sé en este punto.

Yo le sonrío y le pregunto de qué habla. Qué es lo que sabe.

Y Nash sostiene la punta de su papel retorcido un poco por encima de la llama de la vela y dice:

—Sé que creías que tu vecino estaba muerto. Sé que vi a un tipo caer muerto en este bar cuando tú lo miraste y que cuatro más murieron cuando pasaste junto a ellos de camino al trabajo.

La punta del papel se está poniendo marrón, y Nash dice:

—Cierto, no es mucho, pero es más de lo que la policía tiene en estos momentos.

La punta se enciende, suelta solamente una llamarada diminuta, y Nash dice:

—Quizá tú le puedas contar el resto a la policía.

La llama crece. Hay bastante gente aquí como para que alguien se dé cuenta. Nash está aquí sentado, encendiendo un fuego en el bar, y alguien va a llamar a la policía.

Le digo que son fantasías suyas.

La pequeña antorcha crece.

El camarero nos mira a nosotros y la pequeña mecha de Nash arde y se vuelve cada vez más corta.

Nash se queda mirando cómo el fuego se escapa de control en su mano.

El calor del fuego en mis labios, el humo en mis ojos.

El camarero grita:

—¡Eh! ¡Para de hacer el idiota!

Y Nash mueve la servilleta en llamas hacia el papel encerado y el plato de papel en la mesa.

Yo le agarro de la muñeca, él tiene el puño del uniforme amarillo por la mostaza, y la piel de debajo blanda y fláccida, y yo le digo que ya vale. Le digo: Para ya, ¿vale?

Le digo que tiene que prometer que no se lo va a contar a nadie.

Y con la mecha todavía encendida entre nosotros, Nash dice:

—Claro.

Y dice:

—Lo prometo.

17

Helen camina con un vaso de vino en la mano, con solamente una pizca de rojo en el fondo, el vaso casi vacío.

Y Mona dice:

—¿De dónde has sacado eso?

—¿Mi copa? —dice Helen.

Lleva un abrigo grueso de alguna piel en distintos tonos del marrón con blanco en las puntas. Está abierto por delante con un traje de color azul pálido debajo. Da el último sorbo de vino y dice:

—Lo he sacado del bar. Está allí, junto a la fuente de las naranjas y aquella estatua metálica pequeña.

Y Mona mete las dos manos en sus rastas negras y rojas y se frota la coronilla. Dice:

—Ese es el altar. —Señala el vaso vacío y dice—: Te acabas de beber mi sacrificio a la Diosa.

Helen le pone el vaso vacío en la mano a Mona y dice:

—Bueno, ¿por qué no le haces otro sacrificio a la Diosa, y esta vez que sea doble?

Estamos en el apartamento de Mona, donde todos los muebles han sido sacados a una pequeña terraza detrás de unas puertas de cristal correderas y cubiertos con una lona de plástico azul. Lo único que queda es la sala de estar vacía con una habitación pequeña a un lado donde debería estar la vajilla de diario. Las paredes y la alfombra de pelo largo son beige. La fuente de las naranjas y la estatua metálica de alguien hindú bailando están en la repisa de la chimenea con margaritas amarillas y claveles rosados a su alrededor. Los interruptores de la luz están tapados con cinta aislante para que no se puedan usar. En cambio, Mona ha puesto unas cuantas piedras planas en el suelo con velas encima, velas purpúreas y blancas, algunas encendidas y otras no. En la chimenea, en vez de un fuego, arden más velas. Hilos de humo blanco ascienden desde pequeños conos de incienso marrón colocados sobre las piedras planas junto con las velas.

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