Nana (2 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

BOOK: Nana
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Y quizá esta vez el nuevo propietario dice que no. Pero después de que se le aparezca esa cara repulsiva entre las piernas cuando se está bañando, después de que empiecen a desfilar las sombras por las paredes, en fin, al final todos dicen que sí.

El nuevo propietario dice por teléfono:

—¿Y no les va a contar el problema a quienes quieran comprarla?

Y Helen dice:

—No terminen de deshacer las maletas. Diremos a la gente que están mudándose a otro lugar.

Si alguien pregunta, dígales que los han trasladado a otra ciudad. Dígales que les encantaba la casa.

Dice:

—El resto será un secreto entre nosotros.

Mona dice desde el vestíbulo de la oficina:

—Tengo a Bill Burrows en la línea dos.

Y el escáner de la policía dice:

—¿Me recibe?

Nuestra heroína aprieta el botón de al lado y dice:

—¿Bill?

Articula la palabra «café» para que Mona le lea los labios. Hace una señal con la cabeza en dirección a la ventana y articula la palabra «fuera».

Y el escáner de la policía dice:

—¿Me recibe?

Así era Helen Hoover Boyle. Nuestra heroína. Ahora está muerta, pero no del todo. Así era un día normal en su vida. Así era su vida antes de que yo apareciera. Tal vez esta sea una historia de amor o tal vez no. Depende de en qué medida pueda creerme a mí mismo.

Esta historia trata de Helen Hoover Boyle. De cómo sigue conmigo. Igual que se queda una canción en tu cabeza. De cómo crees que debería ser la vida. De cómo todo te llama la atención. De cómo tu pasado te acompaña todos los días de tu futuro.

Eso es. De eso va. Eso es todo, Helen Hoover Boyle.

Todos estamos rondados por fantasmas y todos rondamos a alguien. Aquel día, el último de su vida normal, nuestra heroína le dijo al teléfono:

—¿Bill Burrows?

Dijo:

—Tienes que hacer que Emily se ponga en el supletorio porque os he encontrado la casa perfecta.

Escribe la palabra «caballo» y dice:

—Tengo la impresión de que los propietarios están muy motivados para venderla.

1

El problema de todas las historias es que se cuentan después de que hayan pasado.

Hasta los comentarios jugada a jugada que hace la radio de los home runs y los strike outs llevan unos minutos de retraso. Hasta la televisión en directo lleva un par de segundos de retraso.

Hasta la luz y el sonido tienen un límite de velocidad.

Otro problema es el que las cuenta. El quién, el qué, el dónde, el cuándo y el porqué del reportero. La influencia del medio. La forma que el mensajero da a los hechos. Lo que los periodistas llaman «el Guardián». El hecho de que la presentación lo es todo.

La historia que hay detrás de la historia.

Todo esto lo cuento yendo de café en café. Este libro lo estoy escribiendo, capítulo a capítulo, desde pueblos y ciudades y paradas para camiones en medio de la nada que nunca son los mismos.

Lo que tienen en común todos estos sitios son los milagros. Esa clase de noticias que salen en los periódicos sensacionalistas, la clase de curaciones y visiones que nunca salen en la prensa de masas.

Esta semana es la Virgen de Welburn, Nuevo México. La semana pasada recorrió Main Street volando. Con sus rastas rojas y negras flotando a su espalda, con los pies descalzos y sucios, con una falda india de algodón estampada en dos tonos distintos de marrón y un top vaquero sin espalda. La noticia sale en el World Miracles Report de esta semana, al lado de la caja registradora de todos los supermercados de América.

Y aquí estoy yo, con una semana de retraso. Siempre un paso por detrás. Después de que haya pasado.

La Virgen Voladora llevaba las uñas pintadas de rosa brillante con las puntas blancas. Manicura francesa, de acuerdo con algunos testigos. La virgen Voladora llevaba un bote de aerosol insecticida de marca Bug-Off y lo usó para escribir por todo el cielo azul de Nuevo México la siguiente inscripción:

PARAD DE TENER IJOS

(Sic.)

Luego dejó caer el bote de Bug-Off. Ahora el bote está de camino hacia el Vaticano. Para que lo analicen. Ya se pueden comprar postales del fenómeno. Y hasta vídeos.

Casi todo lo que se puede comprar aparece después de que los hechos hayan pasado. Está muerto. Listo. Fiambre.

En los vídeos de souvenir, la Virgen aparece agitando el bote de aerosol. Flota por encima del final de Main Street y saluda a la multitud con la mano. Y tiene una mata de pelo castaño en el sobaco. Justo un momento antes de que empiece a escribir, una ráfaga de viento le levanta la falda y se puede ver que la Virgen Voladora no lleva bragas. Tiene la entrepierna rasurada.

Hoy estoy escribiendo desde aquí. Desde una cafetería de carretera, hablando con testigos de Welburn, Nuevo México. Conmigo está sentado el Sargento, un viejo poli irlandés con pinta de patata asada. Tenemos sobre la mesa el periódico local, doblado de forma que se ve un anuncio a tres columnas que dice:

ATENCIÓN, CLIENTES DE LAS TIENDAS DE MUEBLES

ALL PLUSH INTERIORS

El anuncio dice:

«Si han salido arañas venenosas de sus muebles tapizados nuevos, tal vez reúnan los requisitos para entablar un pleito por demanda colectiva».

Y el anuncio da un número de teléfono para que la gente llame, pero no nos sirve de nada.

El Sargento tiene esa clase de piel fláccida en el cuello que si la pellizcas y la sueltas se queda con la forma del pellizco. Tiene que irse a buscar un espejo para alisarla otra vez.

Fuera de la cafetería, la gente sigue llegando al pueblo. La gente se arrodilla y reza para que haya otra aparición. El Sargento junta las manazas y finge que reza, mirando de reojo al otro lado de la ventana, con la pistolera desabrochada, con la pistola cargada y lista para tirar al plato.

Cuando terminó de escribir en el cielo, la Virgen Voladora tiró besos a la gente. Hizo la señal de la paz levantando dos dedos. Flotó en el aire por encima de los árboles, sujetándose la falda con un puño, agitó hacia atrás las rastas rojas y negras, saludó con la mano y amén. Desapareció, tras las montañas, en el horizonte. Desapareció.

Pero uno no se puede fiar de lo que dicen los periódicos.

La Virgen Voladora no era ningún milagro.

Era magia.

No se trata de santos. Se trata de conjuros.

El Sargento y yo no estamos aquí para presenciar nada. Estamos cazando brujas.

Con todo, esta historia trata del aquí y el ahora. De mí, del Sargento y de la Virgen Voladora. Y de Helen Hoover Boyle. Lo que estoy escribiendo es la historia de cómo nos conocimos. De cómo llegamos hasta aquí.

2

Solamente te hacen una pregunta. Antes de licenciarte en la facultad de periodismo te piden que te imagines que eres reportero. Que te imagines que trabajas en un periódico de una gran ciudad y que una Nochebuena el jefe de redacción te manda a investigar una muerte.

La policía y los enfermeros ya están allí. El vestíbulo de la casa de vecinos de barrio pobre está abarrotado de gente en bata y zapatillas de estar por casa. Dentro del apartamento, una pareja joven está llorando junto al árbol de Navidad. Su hijo se ha asfixiado con un adorno del árbol. Consigues lo que necesitas, el nombre del niño, su edad y todo eso, y vuelves cerca de medianoche a la redacción y escribes el artículo antes del cierre.

Se lo envías al jefe de redacción y el jefe te lo rechaza porque no dices de qué color era el adorno. ¿Era verde o rojo? No pudiste mirar y no se te ocurrió preguntar.

Mientras la imprenta pide a gritos la portada, tienes las siguientes opciones:

Llamar a los padres y preguntar de qué color era.

O negarte a llamar y perder tu trabajo.

Era el cuarto poder. El periodismo. Y en la facultad a la que fui, esta era la única pregunta del examen final del curso de ética. Mi respuesta fue que llamaría a los enfermeros. Esa clase de objetos se catalogan. El adorno tenía que haber sido guardado en una bolsa y fotografiado para algún registro de pruebas. Ni loco iba a llamar a los padres después de medianoche y en la víspera de Navidad.

La facultad me puso un insuficiente en ética.

En lugar de aprender ética, aprendí a decirle a la gente lo que quiere oír. Aprendí a apuntarlo todo. Y aprendí que los jefes de redacción pueden ser unos gilipollas rematados.

Todavía hoy me pregunto qué pretendía aquel examen. Ahora soy reportero en un periódico de una ciudad grande y ya no me hace falta imaginarme nada.

Mi primer bebé de verdad fue un lunes de septiembre por la mañana. No había vecinos rodeando la caravana situada en el suburbio. Uno de los enfermeros estaba sentado en la
kitchenette
con los padres y les estaba haciendo las preguntas convencionales. El segundo enfermero me llevó al cuarto infantil y me enseñó lo que suelen encontrar en la cuna.

Las preguntas convencionales de los enfermeros incluyen: ¿Quién encontró muerto al niño? ¿Cuándo lo encontraron? ¿Cuándo se vio vivo al niño por última vez? ¿El niño se alimentaba de leche materna o de biberón? Las preguntas parecen formuladas al azar, pero lo único que pueden hacer los médicos es reunir estadísticas y confiar en que algún día aparezca alguna pauta recurrente.

La habitación del bebé era de color amarillo y azul, tenía cortinas floreadas en las ventanas y una cómoda blanca de mimbre junto a la cuna. Había una mecedora pintada de blanco. En la cómoda había un libro abierto por la página 27. En el suelo había una alfombra trenzada de color azul. En una pared había un bordado en cañamazo enmarcado. El bordado decía: «Los nacidos en jueves llegan lejos». La habitación olía a polvos de talco.

Y tal vez no aprendí ética, pero aprendí a prestar atención. No hay detalle que sea tan nimio como para no apuntarlo.

El libro abierto se titulaba
Poemas y rimas del mundo entero,
y estaba sacado en préstamo de la biblioteca del condado.

El plan de mi jefe de redacción era hacer una serie en cinco entregas sobre el síndrome de la muerte súbita infantil. Todos los años mueren siete mil bebés sin causa aparente. Dos de cada mil bebés se van a dormir y nunca más se despiertan. Mi jefe de redacción, Duncan, lo llama muerte en la cuna.

Los detalles que hay que saber sobre Duncan son que tiene la cara llena de marcas de acné, que la piel de debajo de las raíces del pelo se le pone marrón cada dos semanas cuando se tiñe las raíces de las canas. Que la contraseña de su ordenador es «contraseña».

Lo único que sabemos de la muerte súbita infantil es que no hay pautas recurrentes. La mayoría de los bebés mueren a solas entre la medianoche y la mañana del día siguiente, pero el bebé también puede morir mientras duerme junto a sus padres. Puede morir en la silla del coche o en el cochecito. O puede morirse en brazos de su madre.

Hay un montón de gente que tiene niños pequeños, me dijo mi jefe de redacción. Es la clase de artículo que a todos los padres y abuelos les da demasiado miedo para leerlo y demasiado miedo para no leerlo. La verdad es que no hay información nueva, pero la idea es hacer un perfil de cinco familias que hayan perdido a un hijo. Mostrar cómo sobrevive la gente. Cómo siguen adelante con sus vidas. Aquí y allá, podemos dejar caer los datos usuales sobre la muerte en la cuna. Podemos mostrar las profundas reservas de fuerza y de compasión que descubren esas personas en su interior. Ese es el enfoque. Como no se ciñe a ningún suceso concreto, es lo que se llama una noticia de interés humano. Lo pondremos en la portada de la sección Tendencias.

Para ilustrarlo, podemos poner fotos de bebés sonrientes que hayan muerto.

Ese era su tono. Es la clase de artículo de investigación que se escribe para ganar un premio. Estábamos a finales del verano y había pocas noticias. Era la época del año en que había más finales de embarazos y más recién nacidos.

A mi jefe de redacción se le ocurrió que yo podía acompañar a los enfermeros.

El artículo navideño, la pareja llorosa, el adorno; para entonces llevaba tanto tiempo trabajando que se me había olvidado aquel rollo.

Aquella cuestión ética hipotética te la tienen que plantear al final de la carrera de periodismo porque para entonces ya es demasiado tarde. Tienes que devolver todo lo que has recibido en tus estudios. Ahora que ha pasado un montón de años, creo que la verdadera pregunta que estaban haciendo era: «¿De verdad te quieres dedicar a esto?».

3

A través de la pared se oye un estruendo de diálogos, luego un coro de risas. Luego más estruendo. La mayoría de las grabaciones de risas de la televisión se registraron a principios de los cincuenta. Hoy en día la mayoría de la gente a la que se oye reír está muerta.

A través del techo se oye el chumba, chumba, chumba de una batería. Luego el ritmo cambia. Tal vez los golpes se juntan y se aceleran o tal vez se espacian y se ralentizan, pero no se paran.

A través del suelo alguien está berreando la letra de una canción. Esa gente que necesita que su televisor o su radio o su equipo de música estén encendidos a todas horas. Esa gente a quien le aterra el silencio. Esos son mis vecinos. Esos ruidoadictos. Esos silenciofóbicos.

La risa de los muertos se filtra por todas las paredes.

Hoy en día, esto es lo que te venden como hogar, dulce hogar.

Este asedio de ruidos.

Después del trabajo, hice una sola parada. El hombre de detrás del mostrador levantó la vista cuando entré cojeando en la tienda. Sin quitarme la vista de encima metió la mano debajo del mostrador, sacó algo envuelto en papel marrón Y dijo:

—Con bolsa doble. Creo que este le va a gustar. —Lo puso encima del mostrador y le dio unos golpecitos con la mano.

El paquete era del tamaño de media caja de zapatos. Pesaba menos que una lata de atún.

Pulsó uno, dos y tres botones de la máquina registradora y la ventanita del precio indicó ciento cuarenta y nueve dólares. Luego me dijo:

—Para que no tenga que preocuparse, he cerrado bien las bolsas con cinta aislante.

Por si acaso llovía, metió el paquete en una bolsa de plástico y me dijo:

—Hágamelo saber si falta algo. —Y dijo—: No parece que ese pie esté mejorando.

El paquete estuvo traqueteando durante todo el camino de vuelta. El papel marrón me resbalaba y se me arrugaba debajo del brazo. Cada vez que yo daba un paso renqueante, lo que había dentro se movía ruidosamente de un lado a otro del paquete.

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