Andreas soltó la carcajada.
—No, claro que no, ¿sabes lo que ha sido de ella? Me la encontré en el centro hace unos meses. Recién casada y con un niño en camino, vive en un chalé en Saltsjöbaden y es jefa de una gran agencia de publicidad. ¡Y además está guapísima!
—Ahí lo tienes, ¿qué sabe uno de la gente? —se rio Johan.
Empezaron a hablar con tres simpáticas chicas de Västberga y siguieron hasta el famoso bar de Södermalm, Kvarnen.
Johan se encontró con otros amigos periodistas y se enzarzaron en discusiones tan profundas sobre el panorama informativo en el mundo que tanto Andreas como las chicas se cansaron y se largaron.
Cuando Johan tomó un taxi para volver a casa a las tres de la mañana, Emma ocupó de nuevo sus pensamientos. ¿Qué estaría haciendo ahora? Quería enviarle un mensaje al móvil, pero se contuvo. Habían acordado que la próxima vez llamaría ella.
O
lle la había llamado de pronto y la había invitado a cenar. Por fin iba a poder ver a los niños. Apenas había pasado una semana desde la última vez que los vio, pero le parecía como un mes. Por lo menos. La había telefoneado la tarde anterior y entonces Emma pudo hablar con ellos por primera vez desde que la echó de casa. Los dos parecían alegres y asombrosamente tranquilos a pesar de lo que había ocurrido. Se preguntó qué ideas rondarían dentro de sus cabecitas.
A lo largo de la semana habían revoloteado por su cabeza diversos escenarios. Un momento le parecía acertado separarse, al siguiente lo que anhelaba era que volvieran a ser una familia y no haber conocido nunca a Johan.
En medio de todo ello, fue consciente de sus condiciones de vida. Estaba rodeada de bastidores aparentemente estables pero que podían venirse abajo en cualquier momento y dar un vuelco a su vida.
Al mismo tiempo le sorprendía su propia estupidez. ¿Qué se había pensado? ¿Que podía tener una aventura sólo para satisfacer su propio ego? No se había dado cuenta de que estaba jugando con fuego.
¿Estaba dispuesta a sacrificarlo todo por Johan? Esa pregunta tenía que habérsela hecho cuando se dieron el primer beso.
Su marido le había dado su amor y se había comportado como una persona responsable, había cumplido lo que prometió cuando se casaron. ¿Pero ella?
Cuando reaccionó echándola de casa se abrió el suelo a sus pies.
En estos momentos no sabía qué penar. Sólo quería que el encuentro con Olle fuera bien. Tenía un miedo mortal a que hiciera algo definitivo, como presentarle los papeles del divorcio. Había notado algo en la voz de Olle cuando llamó, un tono distinto que demostraba que algo había cambiado. Eso la preocupaba.
S
e sentía como una extraña de visita, una invitada en su propia casa. Olle parecía de buen humor cuando abrió la puerta. Le recogió el abrigo y se lo colgó como si fuera la primera vez que ella estaba allí. La situación era absurda. El rostro de Emma estuvo a punto de traslucir la irritación que sentía. Los niños salieron corriendo a la entrada.
La colmaron de besos mojados y de fuertes abrazos. Se sintió dichosa al notar la calidez de sus cuerpos contra el suyo y su olor. Los dos estaban impacientes por enseñarle la casita de galletas de jengibre que habían hecho con papá.
—¡Oh! Qué bonita —exclamó ante los niños, que le mostraban las almenas y la torre—. ¡Si parece un castillo de verdad!
—Es un castillo de galletas de jengibre, mamá —dijo Filip.
Olle llegó y se colocó en el vano de la puerta. Llevaba puesto el delantal, el pelo revuelto y parecía un atractivo hombre de su casa. Instintivamente a Emma le entraron ganas de abrazarlo, pero se controló.
—La cena está lista. Venga, vamos a la mesa.
Cuando terminaron de cenar y los niños se sentaron frente al televisor para ver una película de dibujos animados, Olle llenó sus copas de vino.
—Bueno, quería hablar contigo en serio y por eso te he pedido que vinieras esta tarde. No quería hablarlo por teléfono.
—Está bien —dijo Emma prudentemente.
—Le he dado muchas vueltas. Al principio me cabreé mucho. Jamás pensé que tú pudieras hacerme una cosa así. Cuando descubrí aquel mensaje, me puse hecho una fiera. Sentí realmente que te odiaba y quise contarle a todo el mundo lo que habías hecho. Fue como si hubiera vivido engañado. Cómo podía haber sido tan tonto y no sospechar nada, todo me parecía tan tremendamente absurdo. Por no hablar de lo que pensaba de ese gilipollas de la tele. He estado varias veces a punto de ir a Estocolmo y darle una paliza.
Tomó un sorbo de vino.
—De todos modos, me di cuenta de que no tenía nada que ganar partiéndole la cara. Posiblemente un juicio por lesiones, pero eso seguro que le iba a hacer más gracia a él que a mí.
Emma no pudo evitar sonreír.
—La rabia fue cediendo pasados unos días y entonces pude empezar a reflexionar con claridad. He pensado en nosotros, en nuestra relación. He repasado toda nuestra vida aquí dentro.
Olle se dio unos golpecitos en la sien con dos dedos.
—Todo lo que hemos hecho juntos y lo que siento por ti. He llegado a la conclusión de que no quiero. Que nos separemos, me refiero. Aunque me has hecho un daño terrible, porque me lo has hecho de verdad. Por duro que sea, reconozco que yo también tengo mi parte de culpa en todo esto. Que no me he preocupado lo suficiente de ti, no te he hecho caso cuando tenías ganas de hablar conmigo y demás. No es que eso justifique lo que has hecho, pero quizá haya contribuido. Tardaré en atreverme a volver a confiar en ti, pero estoy dispuesto a intentarlo.
Emma se quedó absolutamente perpleja. No se esperaba algo así.
—Olle, no sé. No me lo esperaba. No sé qué decir.
—No tienes que decir nada. Ahora, de todos modos, ya sabes lo que quiero —le dijo y se levantó para poner el café.
T
omaron el café con los niños y luego los llevaron a la cama. Emma dejó la casa sin haber dado una respuesta, ni a sí misma ni a Olle.
H
abían pasado cinco días desde la desaparición de Fanny Jansson y no habían avanzado nada. La chica había desaparecido y seguían sin saber su paradero. A medida que transcurrían los días la policía estaba cada vez más convencida de que tras su desaparición había algún hecho delictivo. La frustración de Knutas iba en aumento. Además de que estaba cada día de peor humor, también tenía el sueño alterado. Era domingo, el primer domingo de Adviento, y se despertó a las seis. Había dormido mal y había tenido una noche agitada. En sus sueños se habían mezclado unas imágenes con otras: el asesinado Henry Dahlström, Fanny vagando por el Jardín Botánico, Martin Kihlgård comiendo las chuletas de cerdo que le servía el fiscal Birger Smittenberg. Todo se confundía en su aturdida cabeza y se despertó agotado, sin saber ni dónde estaba ni la hora que era. Se quedó mirando fijamente la oreja de su mujer y se dio cuenta de que sólo había sido una pesadilla. Quizá le hubiera despertado el viento, que ululaba y bufaba en el tejado y silbaba en los canalones.
El tiempo había cambiado durante la noche. El viento soplaba del norte y la temperatura había caído varios grados. Fuera estaba oscuro como boca de lobo y la nieve se arremolinaba con el vendaval. Line se estiró en la cama.
—¿Estás despierto? —le preguntó muerta de sueño.
—Sí. He tenido unos sueños muy raros.
—¿Qué era?
—Ya casi no me acuerdo, era todo un embrollo.
—Pobrecito mío —le susurró en la nuca—. Es el trabajo, que te consume. Vaya tiempo. ¿Tienes gana?
Line mezclaba el danés con el sueco al hablar y solía meterse con ella porque aún sonaba como si tuviera gachas de avena en la garganta al hablar. A él también se le habían pegado bastantes palabras y expresiones danesas, y los niños hablaban una curiosa mezcla del dialecto de Gotland y del danés.
Cuando se sentaron a desayunar, sintió el dolor con claridad. Un cosquilleo incesante en los codos, alrededor de las muñecas y en la parte posterior de las rodillas que presagiaba un cambio de tiempo. Era una molestia con la que había vivido desde que tenía uso de razón. Luego, cuando el tiempo se estabilizaba un par de días, desaparecía el dolor tan rápido como había llegado. No había ninguna explicación y nadie de su familia padecía nada por el estilo. Knutas estaba tan acostumbrado que ya apenas pensaba en ello. Era bastante peor cuando el tiempo se tornaba más frío, como ahora.
Se sirvió otra taza de café. La incertidumbre sobre lo que le podía haber ocurrido a Fanny Jansson lo corroía por dentro.
Ciertos colegas insinuaban que se trataba de un suicidio. Era una teoría que él no compartía, pero por pura rutina había ordenado rastrear algunos de los lugares más populares entre quienes decidían acabar con su vida. Uno de ellos era Högklint, a las afueras de Visby, una roca que caía en picado hacia el mar y que los candidatos a suicidarse solían utilizar. La búsqueda no dio ningún resultado.
Y en cuanto al asesinato de Dahlström, tampoco habían avanzado nada. La investigación había entrado en vía muerta y lo único positivo de todo ello era que el interés de los periodistas se había enfriado.
Aquel punto muerto hizo que Knutas pudiera cogerse un día libre para estar con la familia. La Navidad estaba a la vuelta de la esquina. Aquél era el domingo en que se ponían las decoraciones navideñas en los escaparates y habían quedado con Leif y con Ingrid Almlöv para dar una vuelta por la ciudad.
K
nutas había contado con poder desconectar de la investigación, pero los Almlöv empezaron inmediatamente a hablar del caso.
—Es espantoso lo de esa chica que ha desaparecido —empezó Ingrid después de saludarse—. Trabajaba precisamente en la cuadra donde mi padre tiene a
Big Roy
. Bueno, la verdad, nosotros somos propietarios de la mitad del caballo.
—Sí, lo tenemos a medias, pero al único que le interesa el caballo es a tu padre. Fue él quien quiso comprarlo.
—De todos modos, es horrible. ¿Qué creéis que le ha ocurrido? —preguntó Ingrid volviéndose hacia Knutas.
—Puede haber pasado cualquier cosa. Es posible que haya sufrido un accidente o que se haya suicidado o, sencillamente, que se haya marchado de casa. No tiene por qué tratarse de un crimen.
—¿Pero eso es lo que vosotros sospecháis? —aventuró Ingrid.
Knutas evitó dar una respuesta. Entonces intervino Line y empezó a hablar de las decoraciones navideñas que habían puesto en el centro.
Los comerciantes se habían esforzado por crear un ambiente navideño. El viento había remitido y la nieve que caía confería al entorno un aspecto mágico. Por encima de sus cabezas colgaban entre las casas guirnaldas hechas con ramas de abeto y las bombillas dispuestas entre el ramaje difundían un cálido resplandor sobre las calles. En la plaza Stora Torget vendían
julgotter
, unas golosinas navideñas, y productos artesanos en los puestos provisionales montados para la ocasión. Invitaban a
glögg
, una especie de ponche navideño y a galletas de jengibre. En los altavoces resonaban villancicos y por la tarde se bailaría alrededor del enorme árbol de Navidad que habían colocado en el centro de la plaza. Un orondo Papá Noel, con su larga barba blanca, repartía bengalas a los niños. Estaban abiertos hasta los establecimientos más pequeños, y no habían visto tanta gente en la zona de tiendas de la calle Adelsgatan desde la temporada turística del verano anterior.
Hacia cualquier lado que se volvieran encontraban caras conocidas; se paraban a hablar con la gente cada dos pasos. Los cuatro eran muy conocidos en Visby, Knutas en calidad de comisario de la policía, Line como comadrona y los Almlöv eran los dueños de un restaurante. Estaban en una cafetería disfrutando de un batido de chocolate con nata y unos bollos de azafrán cuando sonó el móvil de Knutas. Era Karin.
—Ha llamado Agneta Stenberg. La chica que trabaja en la misma cuadra que Fanny Jansson, que estaba de vacaciones. Ha vuelto hoy a casa y asegura que Fanny mantenía una relación con ese tal Tom Kingsley.
—¿Qué pruebas tiene de lo que dice?
—Le he pedido que venga aquí para interrogarla. Quizá quieras estar presente tú también.
—Por supuesto, estaré ahí dentro de diez minutos.
A
gneta Stenberg se sentó en el sofá en el despacho de Knutas, enfrente de éste y de Karin. El polo blanco resaltaba su bronceado. «¡Por todos los santos! ¿Cómo ha conseguido esta chica ponerse tan morena en tan sólo una semana?», pensó Karin. Agneta fue directa al grano:
—Yo creo que son más que amigos. Los he visto abrazándose y eso varias veces.
—¿Estás segura?
—Pues claro.
—¿A qué te refieres con «y eso»? —preguntó Karin.
Agneta Stenberg se revolvió incómoda. Parecía que le daba vergüenza.
—Pues a esas cosas que se notan. Estaban muy juntos. Se le veía a él acariciándole el brazo. Gestos íntimos que dos personas sólo se hacen cuando ha habido algo, no sé si entendéis lo que quiero decir.
—Sí, claro que lo entendemos —dijo Knutas—. ¿Cuándo empezó?
—Verse en la explanada de las cuadras y estar hablando el uno con el otro, eso llevan haciéndolo mucho tiempo. Puede que fuera en octubre cuando los vi abrazándose por primera vez. Estaban al lado de uno de los boxes exteriores, a cierta distancia de la cuadra. La verdad es que me resultó bastante desagradable. Porque él, como poco, le dobla la edad.
—¿Qué es lo que te parece tan raro? ¿No pudo tratarse de un abrazo de amistad?
—No lo creo. Cuando me vieron, se soltaron. Y después los he visto abrazándose de nuevo en varias ocasiones.
—¿Hacían algo más?
—No, al menos que yo viera.
—¿Habéis hablado de ello en la caballeriza?
—Yo se lo comenté a un par de personas, pero ellos creían que no eran más que simples abrazos entre amigos, que sólo eran amigos.
—¿Por qué crees que piensan eso?
—Pues porque ella es muy joven. Nadie podía imaginarse que el bueno de Tom fuera a mantener una relación con Fanny. Todos lo consideran tan buena persona…
—¿Y tú no?
—Sí, no es mal chico, pero eso no es un obstáculo para que pudiera estar utilizándola. Fanny parece mayor de lo que es.
—¿Le has preguntado a Fanny sobre su relación con Tom?
—No.
—¿Y a Tom?
—Tampoco, pero quizá debería haberlo hecho.