Llegué en taxi a La Zarzuela y rápidamente acudió a la sala de espera a buscarme. Le entregué unas anchoas y pasamos a su despacho. «¿Qué opinas de lo que está pasando?». Le pedí una aclaración: «¿Lo que yo le voy a decir aquí lo puedo hacer público?». Me dijo que sí. Yo le aseguré que lo que él me dijera lo mantendría en secreto.
Le noté preocupado y con toda franqueza le expuse mi opinión. Que en España haya grupos minoritarios que se manifiesten contra la Corona me parece normal. Hay republicanos activos, grupos antisistema, nacionalistas radicales… Creo que le dije que más de un 70 por ciento de los españoles le aprecian y valoran su papel. Más preocupante me parecía la campaña desatada en la Cadena Cope, que llevaba una temporada dándole caña. Eso sí me parecía preocupante, porque hablamos de una emisora con muchos oyentes y capacidad para influir en ciudadanos conservadores, de centro-derecha.
Pero insistí en que la percepción de su figura en la calle era muy positiva. Cuando salí de La Zarzuela, me llevaron en un coche de la Casa Real hasta la entrada de la finca, que está a unos cuatro kilómetros. Allí me esperaba un taxi. Y allí me encontré con un montón de periodistas. Les trasladé lo que yo le había comentado al rey, en ningún momento lo que él me había dicho. Un periodista me preguntó si le había notado preocupado por la campaña mediática en su contra. «Supongo que no le hará ninguna gracia», respondí.
Al día siguiente, algún periódico tituló: «El rey muy molesto por las críticas de algún medio de comunicación de la derecha». En los días posteriores tuve que aclarar en muchos sitios mis palabras. Federico Jiménez Losantos publicó en El Mundo varios artículos en los que me ponía a parir. Uno se llegó a titular «El bufón del rey». Su contenido venía a decir, más o menos, que los reyes siempre se habían valido de tontos útiles para decir lo que ellos no se atrevían. En este caso, decía que habían escogido a un botarate con cierto eco mediático como lanzadera contra la emisora donde predicaba todas las mañanas. Al hilo de estos comentarios, algún periodista me preguntó si no había tenido la sensación de haber sido utilizado. «Para nada», contesté yo.
Sobre la cercanía del rey y su afición a romper los protocolos tengo numerosísimas anécdotas que contar. En una ocasión fui invitado por el grupo Repsol-Gas Natural a la inauguración del majestuoso edificio de cristal que tienen en Barcelona, cerca del puerto. Estaban el rey y la reina. Al acabar los discursos, unas cuarenta personas asistimos a un lunch en la última planta del edificio, desde donde se contempla una maravillosa vista de Barcelona. Eran las once de la noche y yo no había llamado a mi mujer. Me aparté del grupo y cuando estaba en plena conversación se acercó el rey y me preguntó que con quién estaba hablando. Le digo que con Aurora, mi esposa. Me quitó el teléfono de la mano y le dijo:
—Aurora, tranquila, que tu marido está con buena gente.
Ella le preguntó quién era y él contestó:
—El rey.
—¿Qué rey? —insistió mi mujer.
—¡Coño, el único que hay!
—Ala, venga, tú eres Miguel Ángel Aguilar —le espetó ella.
Creo que estas bromas son una constante en su vida.
Respecto a la reina, pienso que es toda una señora. Sin duda alguna, todo un baluarte de la monarquía. Esa misma noche, en un momento en el que yo estaba solo contemplando la vista nocturna de Barcelona desde aquella maravillosa plataforma, doña Sofía se acercó a mí y me dijo:
—¡Revilla, te veo muy solo!
—No, Majestad, estoy viendo la ciudad. He venido más de veinte veces, pero hoy la estoy descubriendo de otra manera.
Estuvimos comentando lo bien trazada que estaba y ubicando los lugares más emblemáticos. Al despedirse me dijo una frase que se me ha quedado grabada:
—En nuestra casa se le quiere mucho.
—Y a ustedes en la mía —le contesté.
En estos momentos el rey debe estar muy preocupado, porque una de las cosas que más le obsesionan es la continuidad de la monarquía, que como repite constantemente hay que ganársela cada día.
En muchas ocasiones me ha preguntado mi opinión sobre el príncipe y siempre le he contestado con comentarios muy favorables. Le divirtió mucho lo que le conté de una experiencia con él. Era el año 1998 y yo era vicepresidente y consejero de Obras Públicas en el Gobierno de coalición
PP-PRC
, que presidía José Joaquín Martínez Sieso. Se anunció una visita oficial del Príncipe de Asturias a Cantabria, de tres días de duración. La primera jornada comenzó con un Consejo de Gobierno extraordinario presidido por don Felipe, a las diez de la mañana. El entonces presidente nos advirtió de que no tuviéramos encima de la mesa ningún papel y que nos limitáramos a contestar sus preguntas. Todas las que hizo denotaban su profundo conocimiento de la región. Pero hizo una en concreto que dejó en blanco a Martínez Sieso. «Cantabria es la región del norte de España con menor tasa de natalidad. ¿Qué medidas están tomando para revertir esta situación?».
El presidente se puso colorado y empezó a divagar. Realmente no teníamos en marcha ninguna medida. Ante el atolladero en que estaba metido mi presidente, pedí la palabra.
—Aquí, Alteza, no hay más que una solución y es predicar con el ejemplo. Yo, con cincuenta y seis años, acabo de tener a mi tercera hija, que se llama Lara. Y usted tiene que pensar en casarse ya.
El príncipe tiene aspecto de serio, bastante diferente de su padre, pero lo cierto es que tiene mucho sentido del humor. En esa misma reunión se dirigió al consejero de Ganadería, José Álvarez Gancedo, y le dijo:
—A usted le conozco mucho de las ferias alimentarias, hemos coincidido en varias ocasiones.
Y le preguntó:
—Toda esa promoción que hacen por España de los productos autóctonos de la región, ¿realmente repercute luego en las ventas?
Pepe Gancedo le respondió con contundencia:
—No puede imaginarse la repercusión. Lo tenemos todo vendido.
El príncipe esbozó una sonrisa:
—Le creo, le creo… porque en todas las ferias me ha prometido mandarme unos quesos de Cantabria y no he recibido ninguno.
La cara de Pepe Gancedo era una bombilla encendida. Cuando se marchó, allí estaba el consejero a pie de avión con una cesta de quesos.
Al día siguiente me tocó a mí acompañar a don Felipe a visitar Santoña y pude comprobar su cercanía a la gente. Y cómo aguantó, sobre todo de las mujeres, piropos subidos de tono.
Y llegó el tercer día. Se despedía con una recepción a mil invitados en el hotel Bahía. Nos habían dado instrucciones muy rigurosas respecto al acto. El príncipe saludaría una a una a las mil personas presentes, por lo que nos insistieron por activa y por pasiva en que nadie podía pararse ni un segundo para conversar con él. Se trataba de que aquello no durase horas. Debíamos limitarnos a decirle nuestro nombre y saludarle.
Le advertí a mi mujer que nada de llamarle guapo o cosas parecidas.
—Como vas detrás de mí, le dices «Aurora Díaz, esposa de Miguel Ángel Revilla», y suela.
Todo iba según el guion previsto. Llegué yo, le di la mano y él me dio un semiabrazo. Sigo mi camino y cuando llevaba recorridos unos quince metros, observé a mi mujer hablando con él. Volví como una bala, la cogí del brazo y le dije:
—¿Qué haces?
—¡Que me está preguntando por la niña! —exclamó ella.
A eso se le llama tener reflejos. Y estas cosas que yo le contaba al rey hacían que casi se le cayese la baba.
Quien me conoce sabe que digo lo que pienso y no guardo más pleitesía que la que impone el protocolo. Suelo asistir cada año al acto de entrega de los premios Príncipe de Asturias. Me gusta mucho por el amor que siento hacia Asturias y por la intensidad con que vive el acontecimiento el pueblo asturiano. Yo era el único presidente autonómico invitado, porque hice valer el derecho de Cantabria como origen de la monarquía española. La última vez que acudí como presidente, estaba en el escenario junto al príncipe, el presidente de Asturias, el ministro que representaba al Gobierno central, la presidenta de la Asamblea del Principado y los premiados. Don Felipe nombró a todos los que estaban en la presidencia menos a mí. Cuando acabó el acto y ya en el hall del teatro, se dirigió a mí y me pidió perdón por no nombrarme. Yo le contesté: «Esto a su padre no le pasa». Se quedó un poco cortado.
En el último acto de entrega de los premios Príncipe de Asturias, en octubre de 2011, yo ya no era presidente de Cantabria. Fui invitado por la organización y ocupé un discreto lugar entre las casi mil personas que llenaban el Teatro Campoamor. Debieron informarle de que me encontraba entre el público asistente, porque al acabar el acto me mandó a su jefe de protocolo. El príncipe quería verme. Compartimos unos minutos en un salón del hotel Reconquista. Él me esperaba acompañado por la reina. Estuvo muy cariñoso conmigo, interesándose por mi situación personal y mis perspectivas de futuro.
Era el 1 de noviembre de 2003, sobre las seis y media de la tarde. Nunca olvidaré esa fecha. Era sábado. Recibí una llamada del jefe de la Casa Real, Alberto Aza. Me dijo:
—Presidente, estoy llamando a todos los presidentes porque dentro de dos horas se va a hacer público el compromiso matrimonial del Príncipe de Asturias.
Siempre que había llamada de la Casa Real, uno se ponía firme. Y en este caso, además me quedé sorprendido.
—¿Quién es la afortunada? —pregunté.
—La conoces, porque es copresentadora de los telediarios de La Primera, junto con Urdaci; se llama Letizia Ortiz. Os estoy llamando porque el compromiso se va a hacer público en el telediario de esta noche. La boda va a ser el día 22 de mayo de 2004; ya iréis recibiendo más información y todos los detalles poco a poco, pero cuenta con que estás invitado junto con tu esposa.
A partir de esa noticia, que se dio efectivamente esa noche, comenzaron todo tipo de preguntas por parte de los medios de comunicación. No hay nada en este país que despierte más expectación que una boda de tronío o una gran final de fútbol. Son las dos pasiones de los españoles.
«Señor Revilla, ¿qué le parece a usted que el príncipe se case con una mujer plebeya y divorciada?». Era la pregunta que reiteradamente me planteaban en esos días. Y hay constancia en todos los medios de mi respuesta, que no fue otra que un apoyo total a esa boda. Me parecía extraordinario que el príncipe, el futuro rey de España, se casara con alguien que tenía una trayectoria personal normal. Eso suponía popularizar la monarquía, así que por mi parte todo fueron parabienes.
Pero no todos coincidían con mi opinión, y también hubo en aquellos días comentarios negativos. Siempre fui muy beligerante con ellos, allí donde me pidieron opinión. Yo defendí que si estaban enamorados la boda era positiva para la monarquía, en la medida en que la humanizaba. Letizia me parecía una mujer como tantas de nuestro país y hasta su divorcio era algo muy normal, a la vista del porcentaje de divorciados que existe en España.
En definitiva, defendí a ultranza esta boda.
A partir de ahí, viví una serie de acontecimientos que me marcaron. Con la distancia del tiempo transcurrido, aún no sé si para bien o para mal, pero desde luego me marcaron.
Superada la sorpresa inicial del compromiso, pronto empezaron a preguntarme qué le iba a regalar a los príncipes. Con la naturalidad que yo suelo comentar las cosas, en un primer momento dije que me lo iba a pensar y, más tarde, fui dando algunas pistas pero sin revelar cuál sería el objeto, lo cual dio lugar a todo tipo de especulaciones en la prensa.
Finalmente anuncié el regalo: una campana de tres mil quinientos kilos de peso, llamada Virgen Bien Aparecida (la Patrona de Cantabria), fabricada en Pedreña por un artesano que aún las elabora según los métodos tradicionales, con el fin de que fuera instalada en el jardín de la residencia de don Felipe y doña Letizia.
Al anunciar que era una campana, recibí todo tipo de críticas. En el periódico de mayor tirada de Cantabria se llegó a publicar un artículo que proponía que en el badajo de la campana fuera colgado yo mismo. «Volvemos al ruralismo de Revilla», «Revilla es un populachero», «Es de pueblo», «Qué van a decir los reyes» y otras lindezas similares fueron algunas de las respuestas que recibí tras anunciar el que iba a ser el regalo de la Comunidad Autónoma a los príncipes.
Pero yo tenía reservado un cartucho que hizo que las críticas se volvieran pronto en contra de quienes las hacían, porque pusieron de manifiesto su desconocimiento de la historia de Cantabria. De hecho, la mayoría de los cántabros no conocía cuáles habían sido los oficios tradicionales de nuestro pueblo, por lo que la polémica me permitió explicarles a qué se habían dedicado nuestros antepasados durante siglos y siglos.
Desde el siglo
XIII
y hasta casi el
XIX
, los cántabros fueron sobre todo canteros y campaneros. Los mejores canteros de España, que recorrían los pueblos de todo el país haciendo grandes palacios, iglesias y casonas. El más ilustre fue Juan de Herrera, autor de El Escorial.
Y grandes campaneros. Se dice que durante los siglos
XVI
y
XVII
salían de Cantabria más de dos mil artesanos a instalar campanas por todo el mundo, cosa que está demostrada, porque quien hace una campana la firma. Gracias a ello sabemos que la grande de Toledo, las grandes de Santiago de Compostela o que la primera que Hernán Cortés llevó al Nuevo Mundo en 1522 fueron hechas por cántabros. Esta última, la primera que llegó a América, fue fabricada en Meruelo y está instalada en un pueblecito muy cerca de la capital de México.
Los cántabros, por lo tanto, vivimos durante muchos años emigrando para participar en la construcción de casas y campanas. No hay que olvidar que la campana fue durante siglos algo así como lo que es el teléfono móvil en nuestros días. Era el medio de comunicación entre las gentes. Los barcos llevaban campana, las había en las iglesias, en los pueblos. Por el sonido de las campanas, yo que nací en un pueblo a dos mil metros de altura en Polaciones, sabíamos si se llamaba a los ganaderos para que abriesen los apliscos del ganado y subir a los pastos comunales. Por la campana se conocía si había un incendio, un muerto, cualquier cosa importante.