Resumiendo, dije que era la hora de la democracia, la pluralidad política y el fin del centralismo. España debía articularse en un sistema autonómico descentralizado. Y en ese Estado autonómico la provincia de Santander tenía que recuperar su glorioso nombre perdido, Cantabria, y ser una Comunidad Autónoma como Cataluña o Euskadi.
Lo que al día siguiente dijeron de mí los medios de comunicación no fueron precisamente lindezas. «¡Otro separatista!, ¡somos castellanos!, ¿de dónde ha salido este tío?». Pero además de las críticas, también fueron muchos los que me llamaron para apoyarme.
Tengo muchos defectos, pero también alguna virtud. Y si tengo clara una idea, la defiendo con uñas y dientes. En aquel momento tenía claro que el centralismo como sistema de gobierno era nefasto. Recordaba cuando me preguntaban, en el bachiller, qué era Castilla la Vieja y yo tenía que contestar Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia, Ávila, Valladolid y Palencia. Y yo me preguntaba si quien diseñó esa región estaba bebido o qué.
Una región no se puede diseñar en un despacho. Existe o no existe. Es un espacio orográfico cohesionado por la historia, la cultura, las tradiciones, la economía. Independientemente de su tamaño, Cantabria es una región de libro, con absoluta cohesión humana, con sentimiento de pertenencia. Es cierto que esa conciencia estuvo dormida durante siglos de apatía, pero existía.
Las críticas me espolearon el amor propio. Se acabó la pesca. Terminaba mi jornada laboral y cogía mi Peugeot 505 para recorrer Cantabria de pueblo en pueblo, dando charlas sobre el tema. A veces no encontraba ni oyentes, pero cuando los tenía los convencía.
En 1976 reuní a cien personas para crear la Asociación para la Defensa de los Intereses de Cantabria (
ADIC
), de la que fui presidente. El objetivo era despertar la conciencia regional de los cántabros, recuperar el nombre de Cantabria y reivindicar la constitución de una Comunidad Autónoma uniprovincial. Mi idea no iba más allá de presidir una asociación cultural que promoviese la reivindicación autonómica.
En 1978 el ministro Clavero Arévalo fijó por decreto las regiones que accedían a la preautonomía. Cantabria no estaba incluida, para estupor de muchos. Castilla y León proclamó pues su preautonomía incluyendo en su territorio a Cantabria. Aquel decreto señalaba para los territorios excluidos del mapa preautonómico la posibilidad de acceder a la autonomía siguiendo un curioso referéndum. Se podía obtener si dos tercios de los ayuntamientos, que a su vez representasen a dos tercios de la población del territorio, así lo pedían.
Para alcanzar ese objetivo no bastaba una asociación cultural. Era necesario un partido político para dar la cara en las elecciones municipales de 1979 y contar con alcaldes y concejales que desde los ayuntamientos forzaran los plenos precisos para solicitar la autonomía para Cantabria.
En octubre de 1978, reuní en Puente Viesgo la asamblea de
ADIC
y propuse la creación del Partido Regionalista de Cantabria (
PRC
) como único instrumento válido para luchar por la autonomía. Los alcaldes y concejales que obtuvimos en las elecciones de 1979 no fueron muchos, pero sí muy activos. En junio, el Ayuntamiento de Cabezón de la Sal abanderó la primera votación a favor de la autonomía. Como una mancha de aceite se fueron sumando los demás. Cuando votó Santander ya se superaba los dos tercios de ayuntamientos. La población de la capital sumó el segundo requisito.
Se había conseguido la autonomía de Cantabria, que refrendó el rey el 30 de diciembre de 1981. Habíamos conseguido una gesta y me cabía el honor de haber sido el primero en iniciar el proceso.
Todos los partidos políticos de Cantabria, salvo Alianza Popular, acabaron entrando en la senda abierta por
ADIC
en 1976. Yo me sentía orgulloso. Jamás había podido imaginar que algo tan complicado se lograría en tan poco tiempo. Había merecido la pena tanto esfuerzo.
Conseguidas las dos metas iniciales del Partido Regionalista con la recuperación del nombre de Cantabria y su constitución en Comunidad Autónoma, ya no veía demasiado sentido a la permanencia del partido. Además, mi compromiso con el banco era no involucrarme en candidaturas electorales. Soportaban, aunque no de buen grado, el liderazgo ideológico de la organización, pero de ninguna manera querían que fuera concejal, alcalde o diputado.
Después de seis años recorriendo Cantabria de cabo a rabo y logrados mis objetivos, que eran para mí un problema de conciencia, quería centrarme en los trabajos que me garantizaban las alubias, máxime después de casarme en 1980 y empezar a tener hijos.
En 1982 convoqué a los militantes del
PRC
, que no éramos más de cien, para proponerles la disolución del partido. Estábamos en vísperas de las primeras elecciones municipales y autonómicas en España. A la reunión, celebrada en un localucu de la calle Castilla, asistieron treinta y siete afiliados. Cuando terminé mi justificación razonada del cese de actividad del partido, intervino uno de los cinco alcaldes que teníamos, José Manuel Alonso Vega, del Valle de Ruesga. Tras criticar durísimamente mi intervención, me llamó «Capitán Araña».
—Nos has liado a todos y cuando llega la hora de la verdad, que son las elecciones autonómicas, abandonas el barco. ¡Eres como el Capitán Araña!
—Mira José Manuel, si me presento a las elecciones tengo que renunciar a mi puesto de trabajo en el banco —le respondí.
Por si fuera poco, una encuesta nos otorgaba un 0,3 por ciento de intención de voto. Pero de nada sirvieron mis justificaciones. «Si no te presentas, no volveré a hablarte jamás». Y en la misma línea se manifestaron el resto.
Aquella noche no pegué ojo. Aquello de Capitán Araña me revoloteaba la cabeza. Hablé con el banco y les planteé la papeleta.
—Me voy a presentar, es seguro que no saldré, pero podré justificar ante mis compañeros mi decisión de abandonar la actividad política para volver a centrarme en el banco y la universidad. Y en el caso hipotético de salir diputado, me comprometo a pedir la excedencia en la empresa.
Llegaron las elecciones de 1983 y encabecé la candidatura del
PRC
, optando a convertirme en uno de los treinta y cinco diputados del Parlamento de Cantabria. Para sorpresa general, aquel 0,3 por ciento de intención de voto se convirtió en un 7,2 por ciento de los votos, con los que obtuvimos dos diputados.
Mi vida volvió a dar un giro de 180 grados, con consecuencias económicas muy negativas. Abandoné el banco y pasé a tener una retribución como diputado regional de mera subsistencia. Me vi obligado a vender el barco, a darme de baja en el Club Marítimo, a abandonar El Sardinero… Y cuatro años después, el divorcio.
En 1983 se produjo una escisión en el Partido Popular. Se crearon unas nuevas siglas,
PDP
, Partido Demócrata Popular, que lideraba el abogado Óscar Alzaga, a las que pertenecía el entonces exalcalde de Madrid, José Luis Álvarez. Esa escisión también llegó a Cantabria. Con el objeto de explicarme sus propósitos en la región, me invitaron a comer en Madrid el día 6 de diciembre. El lugar de la cita, el restaurante Siglo
XXI
, y la hora, las dos y media. Entre Madrid y Santander no había entonces tantos vuelos como ahora. Había un avión a las ocho de la mañana y otro a las seis de la tarde. Suponiendo que la reunión duraría tiempo, yo saqué el billete de ida a las ocho de la mañana y el de regreso al día siguiente a la misma hora, pensando hacer noche en Madrid.
A las dos y media, José Luis Álvarez, Óscar Alzaga y yo empezamos la comida. Recuerdo que a las cuatro y media Álvarez recibió una llamada urgente y nos comunicó que tenía que ausentarse. Entonces le dije a Óscar que iba a intentar coger en Barajas el avión de las seis de la tarde, cambiando el billete, para así no hacer noche en Madrid. Llegué a las cinco y media a las taquillas de Barajas.
El vuelo a Santander estaba cerrado y completo, me dijeron. En ese momento vi llegar con la bolsa de los palos de golf a Severiano Ballesteros, que venía de ganar en Sudáfrica el Campeonato oficioso del mundo Match-Play. Venía con la misma intención que yo, adelantar el vuelo que tenía al día siguiente a las ocho de la mañana.
Rápidamente le reconocieron y le dijeron que iban a intentar acomodarle. Severiano les dijo que si no había hueco para mí, que estaba antes, él tampoco se subía al avión.
Estuvimos como quince minutos esperando y al final apareció una azafata de Aviaco, que nos indicó que la acompañáramos. A Seve le colocaron en la cabina y a mí en la cola, en un asiento supletorio. El avión iba a tope.
A la mañana siguiente, a las ocho y media y ya en mi puesto de trabajo en el banco, entró al despacho mi secretaria, Belén, que me dijo: «Qué cosa más rara, ya me han llamado tres personas preguntándome si estás en el despacho. Les digo que sí y me insisten en que si te he visto».
Unos minutos después se aclaró el porqué de las llamadas preguntando por mí. Radio Nacional había anunciado una gran catástrofe en Barajas. Con motivo de una intensa niebla, el avión Madrid-Santander se había equivocado de pista de despegue y había sido arrollado por otro avión. Los cuarenta y dos pasajeros que se dirigían a Santander habían fallecido. Entre los viajeros que se anunciaban como muertos, Severiano Ballesteros y Miguel Ángel Revilla. Aquella casualidad nos unió muchísimo. Fuimos íntimos amigos hasta el día de su muerte. Severiano Ballesteros, el más grande en su deporte y que en aquellos momentos estaba en la cresta de la ola, hizo bueno el título de este libro Nadie es más que nadie al poner como condición para volar él que también fuera yo. Me prolongó la vida como mínimo veintiocho años.
Entre 1983 y hasta 1995, con altibajos coyunturales, el
PRC
fue creciendo y convirtiéndose en un partido durísimo en la oposición. Y 1995 marca un punto de inflexión en la historia de la organización y en mi trayectoria política.
El Partido Popular había roto con su carismático líder de los anteriores ocho años en Cantabria, el expresidente Juan Hormaechea. La derecha se fraccionó en dos partidos. El
PP
, con José Joaquín Martínez Sieso como candidato, y la Unión para el Progreso de Cantabria (
UPCA
) de Hormaechea. El
PSOE
estaba liderado por Julio Neira, Izquierda Unida concurría con Ángel Agudo al frente y yo encabezaba la candidatura del
PRC
. La fragmentación del Parlamento hacía difícil la gobernabilidad con mayoría. El
PP
había obtenido 13 diputados, el
PSOE
10, el partido de Hormaechea 7, el
PRC
6 e
IU
3.
Con el compromiso de abstención de
IU
, el
PP
y nosotros firmamos un pacto de gobernabilidad por cuatro años. Formamos gobierno, con José Joaquín Martínez Sieso como presidente y yo como vicepresidente y consejero de Obras Públicas. El mismo pacto se renovó otros cuatro años, de 1999 a 2003.
La primera legislatura funcionó muy bien, pero tuvimos problemas en la segunda. En vísperas de las elecciones de 1999, el
PP
pensaba que tenía la mayoría absoluta al alcance de la mano e incurrió en una serie de deslealtades que los regionalistas consideramos insoportables. Por si fuera poco, el apoyo del
PP
a la guerra de Irak resquebraja aun más el pacto, porque el
PRC
era beligerante contra la invasión.
El día 17 de febrero de 2003, el Parlamento de Cantabria debatió una moción en contra de la invasión de Irak. Yo mismo, vicepresidente del Gobierno, abandoné mi escaño junto al presidente Martínez Sieso para subir a la tribuna y defender esa resolución.
Tengo cierta fama de dar opiniones sobre materias conflictivas que luego el tiempo ratifica con hechos. Mis vaticinios, generalmente acertados, creo que son el fruto de haber aprobado una asignatura que no está incluida en los programas educativos y que simplemente se tiene o no se tiene. Esa asignatura se llama Sentido Común.
No me resisto a reproducir mi intervención del 17 de febrero de 2003 en el Parlamento de Cantabria, recogida en el Diario de Sesiones de la Cámara. Advierto que lo que reproduzco no fue leído, porque yo nunca leo los discursos. Los improviso:
Subo a la tribuna —dije— con la única representación política de ser en este momento y en esta sesión portavoz coyuntural del Grupo Regionalista.
Va a ser la primera vez, en ocho años de colaboración con el Grupo Popular en el Gobierno de Cantabria, que en este pleno vamos a poner de manifiesto una posición distinta y distante de nuestros socios. Y es que el tema es muy gordo. Vamos a hablar de la invasión de Irak. Vamos a hablar de la guerra. Una guerra que no nos ata al pacto de gobernabilidad de Cantabria. Es más, yo diría que un tema como este está por encima de ideologías, que está incluso por encima de disciplinas de partido y entra de lleno y directamente en una cuestión de conciencia y en un asunto moral.
Añado más. Esa pegatina que los manifestantes lucen en las manifestaciones y que de manera genérica dice ‘No a la guerra’ no es acertada. Porque aunque en un principio estoy en contra de las guerras, no todas las guerras son iguales. Algunas sirvieron para eliminar tiranos y hacer un mundo más habitable.
La Segunda Guerra Mundial nos libró del nazismo. Incluso la guerra del Golfo estaba justificada. Irak había invadido Kuwait.
El Grupo Regionalista está en contra de esta guerra y más de la participación de España. Sé que esta intervención va a ser testimonial, pero a muchos nos aliviará un problema de conciencia. Porque la decisión está tomada. Es una película con un guion firmado. No es una guerra porque el régimen de Sadam suponga en estos momentos un peligro ni para Washington, ni para el mundo. Sinceramente creo que esto es de risa. Es una guerra, y aquí voy a dar una opinión personal que no sé si comparten mis compañeros de partido, exclusivamente económica.
Hace ya mucho tiempo que Estados Unidos tiene una dependencia económica fundamental de la industria del armamento. De manera directa o indirecta, más del 27 por ciento del Producto Industrial Bruto de ese país depende de la industria bélica. Terminada la guerra fría, terminados los enemigos que tradicionalmente se enfrentaban a Estados Unidos, Rusia y China principalmente, hay que buscar enemigos para que el lobby industrial de la guerra dé salida a todo el armamento que no cabe en los almacenes.