Nada que temer (21 page)

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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

BOOK: Nada que temer
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Sospecho que si agonizo de alguna forma decente, preferiría música en vez de libros. ¿Habría espacio —espacio mental— para la maravillosa, aunque agotadora, labor de la ficción, el trabajo que implica: trama, personajes, situación...? No, creo que voy a necesitar música, intravenosa, como debe ser: directamente a la corriente sanguínea, derecha al corazón. «La mejor manera de digerir el tiempo» quizá nos ayude a digerir los albores de la muerte. Yo asocio la música con el optimismo. Tuve una instantánea sensación de camaradería cuando leí que uno de los placeres de Isaiah Berlín en su vejez era reservar entradas para conciertos con meses de antelación (yo le veía muchas veces en el mismo palco del Festival Hall). Comprar la entrada en cierto modo garantiza que escucharás la música, prolonga tu vida hasta que se apaga el último eco de los acordes finales que has pagado por oír. Por alguna razón, esto no vale para el teatro.

Sin embargo, dependería de hasta qué punto uno se mantiene fiel a su carácter. La primera vez que pensé en mi mejor forma de muerte (x meses, tiempo para doscientas o doscientas cincuenta páginas), di esta cuestión por sentada. Supuse que sería yo mismo hasta el final y que también, instintivamente, insistiría en ser un escritor, empeñado en describir y definir el mundo incluso mientras lo estaba abandonando. Pero el carácter puede estar sujeto a sacudidas súbitas, a magnificaciones y distorsiones en sus etapas finales. Un amigo de Bruce Chatwin fue el primero en advertir que el escritor debía de estar gravemente enfermo cuando pagó la comida, un acto hasta entonces muy raro en él. ¿Quién puede predecir la reacción de la mente ante su aniquilación en un breve plazo?

Montaigne no murió, como había soñado, plantando su parcela de coles. La muerte le sobrevino a este escéptico y epicúreo, al deísta tolerante, al escritor de curiosidad y ciencia inagotables, mientras se celebraba misa en su dormitorio: en el momento exacto (eso dijeron) de la elevación de la hostia. Una muerte ejemplar para la Iglesia católica... que no obstante puso sus obras en el índice menos de un siglo más tarde.

Hace veinte años visité su casa —o, mejor dicho, la torre del escritor— en las afueras de Burdeos. Capilla en la planta baja, dormitorio en el primer piso, despacho en el superior. Transcurridos cuatro siglos, los hechos y el mobiliario son tan poco verificables como un filósofo sabría que lo son. Había una silla rota en la que el gran ensayista podría haberse sentado; o si no, en una similar. El dormitorio, en el francés suavemente evasivo de la guía, estaba donde «nada nos impide creer que es el lugar donde podría haber muerto». El despacho aún tenía apostillas en griego y en latín pintadas en las vigas, aunque habían sido renovadas muchas veces; por el contrario, hacía mucho tiempo que se había dispersado la biblioteca de mil volúmenes que había sido el universo de Montaigne. Hasta los anaqueles habían desaparecido: lo único que quedaba eran unas piezas de metal en forma de D a las que podrían haber estado acopladas. Aquello parecía oportunamente filosófico.

Justo al salir del dormitorio donde Montaigne podría haber expirado mientras miraba quizá a la hostia en alto (aunque nada nos impide creer que estaba pensando en sus coles), había una pequeña plataforma. Desde allí el filósofo habría podido seguir la misa que se oficiaba en la capilla de abajo sin interrumpir sus pensamientos. Un túnel estrecho y torcido, compuesto de siete escalones, ofrecía una acústica excelente y una vista decente del cura. En cuanto el guía y los demás turistas siguieron avanzando, un impulso de rendir homenaje me indujo a subirme a la plataforma y a bajar sigilosamente por aquella falsa escalera. Dos peldaños más adelante resbalé y en un instante me vi despatarrado y proyectado contra las paredes laterales, tratando de no caer rodando por aquel embudo de piedra en la capilla de abajo. Allí atrapado, sentí la claustrofobia de un sueño familiar: el sueño en que estás perdido bajo tierra, en alguna cañería o tubería que se estrecha, dentro de una oscuridad cada vez más grande, presa del terror y el pánico. El sueño en que, aun sin despertar, sabes que trata directamente de la muerte.

Siempre he desconfiado de los sueños; o más bien del excesivo interés por ellos. Conocí a una pareja, larga y manifiestamente enamorados el uno del otro, cuyas jornadas empezaban siempre con la mujer contándole al marido los sueños que había tenido por la noche. Seguían practicando esta costumbre, fervorosamente, a los setenta años. Yo prefiero —en realidad adoro— el planteamiento sumamente lacónico que mi mujer aplica a la narración de sueños. Despierta y los relata, bien a modo de resumen gnómico —«un pedazo de desierto»— o de sucinta valoración crítica, algo como «Bastante confuso» o «Menos mal que he despertado de eso». A veces combina la descripción y la crítica: «Sueños indios, como una novela larga e intrincada.» Luego vuelve a dormirse y se olvida de lo que ha soñado.

Parece que esto los sitúa en su perspectiva justa. Cuando empecé a escribir narrativa me fijé dos reglas: ni sueños ni clima. Como lector, desde hacía mucho me irritaba una meteorología «significativa» —nubes de tormenta, arco iris, truenos a lo lejos—, y asimismo estaba harto de sueños «significantes», premoniciones, apariciones y demás. Incluso tenía la intención de titular Sin clima mi primera novela. Pero tardé tanto en escribirla que al final el título llegó a parecerme afectado.

Tengo sueños de muerte con tanta frecuencia como es de suponer: algunos relacionados con el enterramiento, en los que hay un encierro subterráneo y túneles que se van estrechando; otros desarrollan un guión más activo de película de guerra, en que me persiguen, me rodean, me superan en número y en armamento, me quedo sin balas, me hacen prisionero, me condenan injustamente al pelotón de ejecución, me informan de que dispongo incluso de menos tiempo del que yo pensaba. El rollo habitual. Sentí alivio cuando por fin, hace unos años, surgió una variación temática: el sueño en que me inscribo en un albergue de suicidas de un país tolerante con los que buscan la muerte. He firmado los impresos y mi mujer ha accedido a unirse a mí en la empresa o, la mayoría de las veces, a acompañarme y ayudarme. Sin embargo, cuando llego al lugar, lo encuentro infinitamente deprimente: muebles baratos, una cama astrosa que apesta a ocupantes pasados y futuros, tediosos aparatchiks que te tratan como a otro expediente burocrático. Comprendo que he tomado una decisión errónea. No quiero borrarme del libro del registro (ni tampoco apuntarme), he cometido un error, la vida sigue llena de interés y contiene algún futuro, pero incluso cuando pienso esto soy consciente de que una vez que se ha iniciado el proceso que he refrendado con mi firma ya no hay vuelta atrás, y sí, estaré muerto dentro de unas horas, o incluso unos minutos, porque ya no hay ninguna escapatoria, no hay «astuta artimaña» koestleriana que valga para sacarme de este atolladero.

Aunque no estaba orgulloso, que digamos, de este nuevo sueño, al menos me complació que mi inconsciente se pusiera al día, que siguiera el paso a los sucesos que acontecían en el mundo. Menos me agradó descubrir en el último libro del poeta D. J. Enright, Tiempo de descuento que le había visitado exactamente el mismo sueño. El establecimiento en donde había reservado habitación era un poco más elegante que el mío, pero como es típico en el paisaje onírico de un melancólico, inevitablemente algo salió mal. En su caso, el albergue de suicidas se había quedado sin gas venenoso. El nuevo plan, en consecuencia, consistía en que Enright y su mujer fueran trasladados en una furgoneta a la estafeta de correos local, donde él temía, con toda la razón, que las instalaciones serían menos humanas y menos eficaces.

Al pensar en ello, la sincronía no me importó demasiado (ser posesivo con respecto a los sueños sería una vanidad extraña). Me consternó más, en otro pasaje del libro de Enright, tropezar con la siguiente cita: «La verdad es que no pondría reparos a morir si este proceso no terminara en la muerte.» Pero
yo
lo he dicho antes, pensé; lo llevo diciendo años, y también lo he escrito. Mira, aquí está la primera novela mía, la no titulada
Sin clima
: «Morir no me importaría nada, siempre que al final no finalizase muerto.» (Al releer esta frase, me pregunto si debería molestarme la repetición de final. Aunque si me lo cuestionaran, seguramente alegaría que era un énfasis deliberado en finalización. Lo fuese o no, no me acuerdo.) En suma, ¿a quién está citando Enright? A un tal Thomas Nagel, en un libro titulado Cuestiones mortales. Lo busco en Google: profesor de filosofía y derecho en la Universidad de Nueva York; fecha de su libro: 1979; publicación del mío, 1980. Maldición. Podría replicar que yo había empezado a trabajar en mi novela unos ocho o nueve meses antes, pero sería más o menos tan convincente como un sueño de protesta en un albergue de suicidas. Y sin duda alguien llegó antes que nosotros dos. Posiblemente uno de esos griegos que mi hermano conoce tan bien.

Puede que se hayan fijado —que incluso hayan deplorado— la vehemencia con que he escrito «Pero yo lo he dicho antes». El insistente, enfático
yo
en cursiva. El
yo
por el que siento tan brutal apego, el yo del que habrá que despedirse. Y sin embargo este
yo
, o incluso su sombra cotidiana y sin cursiva, no es lo que yo pienso que es. Por la época en que yo aseguraba al capellán de la facultad que era un ateo feliz, había una expresión de moda: la integridad de la personalidad. En eso creemos los amantes de nuestra existencia, ¿no? Que el hijo es padre o madre del hombre o la mujer; que lenta pero inexorablemente nos convertimos en nosotros mismos, y que este ego tendrá un contorno, una claridad, un sello identificable, una integridad. A lo largo de la vida construimos y logramos un carácter único, con el cual esperamos que nos dejen morir.

Pero los investigadores que han penetrado en nuestros secretos cerebrales, que lo presentan todo en colores vivos, que siguen las pulsaciones del pensamiento y la emoción, nos dicen que no hay nadie en casa. No hay fantasma en la máquina. El cerebro, según un neuropsicólogo, es más o menos «un pedazo de carne» (no lo que yo llamo carne, pero es que no soy muy fiable hablando de despojos). Yo, o incluso yo, no produzco pensamientos; los pensamientos me producen a mí. Los que trazan mapas del cerebro, por mucho que escruten y escudriñen, sólo pueden llegar a la conclusión de que «no hay "materia del yo" que detectar». Así que nuestro concepto de un ego persistente, o de uno mismo, o de yo o yo —y mucho menos uno localizable— es otra de las ilusiones con que vivimos. La que mejor reemplaza a la teoría del ego —a la cual hemos sobrevivido tanto tiempo y tan naturalmente— es la teoría del haz. La idea del capitán del submarino cerebral, el organizador a cargo de los sucesos de su vida, debe rendirse ante la idea de que somos una mera secuencia de sucesos, enlazados por determinadas conexiones causales. Por decirlo en una fórmula definitiva y desalentadora (aunque literaria): ese «yo» al que tanto apreciamos sólo existe propiamente dicho en la gramática.

En Oxford, después de haber abandonado las lenguas modernas, mi yo anticuado estudió filosofía durante un par de trimestres, al cabo de los cuales me dijeron que carecía del intelecto adecuado para esta materia. Cada semana aprendía lo que un filósofo pensaba del mundo, y a la siguiente por qué sus creencias eran falsas. Por lo menos así me parecía a mí y quería zanjar la cuestión: ¿qué es realmente verdad, entonces? Pero la filosofía parecía versar más sobre el proceso de filosofar que sobre el propósito que yo le había atribuido de antemano: decirnos cómo es el mundo y el mejor modo de vivir en él. Sin duda eran esperanzas ingenuas, y no debería haber sucumbido a una decepción tan grande porque la filosofía moral, lejos de tener alguna aplicación inmediata, empezaba con un debate sobre si «bondad» era parecido a «amarillez». Por tanto, y juiciosamente, desde luego, dejé la filosofía a mi hermano y volví a la literatura, que era la que mejor nos decía y nos dice cómo es el mundo. También puede decirnos la mejor manera de vivir en él, aunque resulta más eficaz en esto cuando parece no estar diciéndolo.

Una de las muchas versiones del mundo correctas hasta la próxima semana que me enseñaron era la de Berkeley. Sostenía que el mundo de «casas, montes, ríos, en una palabra, todos los objetos sensibles», consiste totalmente en ideas, en experiencias sensoriales. Lo que nos gusta pensar que constituye el mundo real de ahí fuera, corpóreo, tangible, lineal en el tiempo, son sólo imágenes personales —antecedentes del cine— que se despliegan en nuestra cabeza. Tal visión del mundo, era, por su misma lógica, irrefutable. Más tarde, recuerdo que festejé la réplica de la literatura a la filosofía: el doctor Johnson da un puntapié a una piedra y dice: «¡Lo refuto así!» Das una patada a una piedra y notas su dureza, su solidez, su realidad. Te duele el pie y el dolor constituye una prueba. Al teórico le desmiente el sentido común del que estamos tan británicamente orgullosos.

Ahora sabemos que la piedra a la que el doctor Johnson asestó un puntapié no era en absoluto sólida. La mayoría de las cosas sólidas se componen principalmente de espacio vacío. La tierra misma dista mucho de ser sólida, si por ello entendemos impermeable: hay partículas diminutas llamadas neutrinos que pueden atravesarla de una parte a otra. Los neutrinos pueden atravesar —atravesaban— la piedra del doctor Johnson sin ningún esfuerzo; hasta los diamantes, nuestro arquetipo de dureza e impermeabilidad, de hecho se desmenuzan y están llenos de agujeros. Sin embargo, como los seres humanos no son neutrinos, y carecería por completo de sentido que intentáramos atravesar una piedra, nuestro cerebro nos informa de que la piedra es sólida. Para nuestros propósitos, en nuestras condiciones, es sólida. Más que la verdad, saber esto es lo que nos resulta útil. El sentido común eleva la utilidad a verdad facticia, aunque práctica. El sentido común nos dice que somos individuos con personalidad (normalmente integrada), y también lo son los que nos rodean. Vamos a tardar algún tiempo en empezar a pensar que nuestros padres, pongamos, son haces de material genético desprovistos de toda «materia del yo», en vez de verlos como personajes dramáticos o cómicos (o crueles o tediosos), infestados de materia del yo, en los relatos en que convertimos nuestra vida.

A mi padre le diagnosticaron la enfermedad de Hodgkin pocos años después de cumplir cincuenta. No preguntó a los médicos de qué había enfermado y por consiguiente no se lo dijeron. Recibió los tratamientos, acudió a las revisiones en el hospital y a los chequeos cada vez menos frecuentes durante veinte años, sin preguntar nunca nada. Mi madre sí lo había preguntado, al principio, y se lo dijeron. No tengo medios de saber si le advirtieron o no que la enfermedad de Hodgkin entonces era siempre mortal. Yo sabía que papá estaba enfermo de algo, pero su tacto inherente, su falta de melodrama o autocompasión, hicieron que no me preocupara por él ni pensara que su estado era grave. Creo que mi madre me lo dijo —y me hizo jurar que guardaría el secreto— por la época en que aprobé mi examen de conducir. Sorprendentemente, mi padre no murió. Siguió dando clases hasta la jubilación, momento en el cual mis padres se trasladaron desde la periferia exterior de Londres a una encrucijada con pretensiones en Oxfordshire, donde vivieron hasta su muerte. Mi madre llevaba a mi padre a Oxford para sus chequeos anuales. Al cabo de unos años le cambiaron de especialista, y el nuevo, hojeando el historial, supuso que como mi padre era un hombre inteligente y había sobrevivido a una enfermedad de la que morían casi todos, tenía que informarle al respecto. En el trayecto a casa, mi padre le dijo a mi madre, como de pasada: «Por lo visto esto de Hodgkin puede ser algo grave.» Mi madre, al oír de sus labios la palabra que agotadoramente había silenciado durante veinte años, estuvo a punto de meterse con el coche en la cuneta.

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