Estas correcciones factuales son fáciles de hacer y hasta pueden resultar mentalmente refrescantes. Más difícil será asumir el error en percepciones y juicios que has llegado a considerar logros personales tuyos. Por ejemplo, la muerte. Durante la mayor parte de mi vida consciente he conocido el miedo intenso y también he sido plenamente capaz —en contra de lo que mantenía Freud— de imaginar mi inexistencia eterna. Pero ¿y si cometía un craso error? La afirmación de Freud, al fin y al cabo, era que nuestra mente inconsciente está tercamente convencida de nuestra inmortalidad: una tesis irrefutable por su propia naturaleza. Así que quizá lo que considero que es mirar el pozo sea sólo la ilusión de una contemplación auténtica, porque en el fondo no creo —no puedo creer— en el pozo; y puede que esta ilusión incluso persista hasta el mismo final, si Koestler está en lo cierto sobre la escisión de nuestra conciencia cuando estamos
in extremis
.
Y hay otra manera de equivocarse: ¿y si el temor que sentimos de antemano —y que nos parece absoluto— resulta no ser nada comparado con la realidad? ¿Y si nuestras imaginaciones del vacío no son sino el más pálido ensayo de lo que experimentamos —como descubrió Goethe— en las horas postreras? ¿Y si, además, la cercanía de la muerte anula todo el lenguaje conocido y ni siquiera podemos comunicar la verdad? Una sensación de haber estado en el error continuamente: bueno, Flaubert dijo que la contradicción es lo que preserva la cordura.
Y más allá de la muerte, Dios. Si hubiera un Dios que inventa juegos, seguramente obtendría un especial placer lúdico en decepcionar a esos filósofos que se han convencido y han convencido a otros de Su inexistencia. A. J. Ayer asegura a Somerset Maugham que no hay nada, y que sólo hay la nada, después de la muerte: con lo cual descubren que los dos juegan al pequeño pasatiempo de sala de juegos titulado «Observa la ira del ateo resurrecto». Es una clara disyuntiva para el filósofo que niega a Dios: ¿preferirías que no hubiese nada después de la muerte, y demostrar que tenías razón, o que hubiese una increíble sorpresa y quedara destruida tu reputación profesional?
«El ateísmo es aristocrático», declaró Robespierre. La gran personificación británica de este aserto en el siglo XX fue Bertrand Russell: ayudado, sin duda, por el hecho de que él era un aristócrata. En su vejez, con su revuelto pelo blanco, Russell parecía —y le trataban como tal— un sabio a mitad de camino de la divinidad: un equipo en sí mismo, formado por un solo miembro, de un programa de ¿Alguna pregunta? Su descreimiento era inquebrantable, y provocadores amistosos se complacían en preguntarle cómo reaccionaría si, tras una vida de propagandista del ateísmo, descubriera que se había equivocado. ¿Y si las puertas del paraíso no fueran una metáfora ni una fantasía, y se encontrara delante de una divinidad cuya existencia siempre había negado? «Bueno», respondía Russell, «me acercaría a El y le diría: "No nos diste suficientes pruebas."»
Los psicólogos nos dicen que exageramos la estabilidad de nuestras creencias del pasado. Quizá sea una forma de afirmar nuestra débil identidad; también, de felicitarnos, como por un logro mayor, cuando repensamos dichas creencias, del mismo modo que nos preciamos de haber adquirido sabiduría después de que empiezan a brotar esas dendritas adicionales. Pero aparte del constante, aunque incontrolado, flujo de nuestro yo, de nuestra identidad, hay veces en que el mundo entero, que queremos imaginar tan sólido a nuestro alrededor, se perfila de repente: veces en que «equivocarse» apenas encubre el cambio cósmico. El momento de ese primer y personal
réveil mortel
; el momento —no necesariamente contemporáneo— en que nos percatamos de que todas las demás personas morirán también; la percatación de que la propia vida humana tendrá un fin, así como el sol consume los océanos; y después, más allá, la de la muerte del planeta. Asumimos todo esto y al hacerlo intentamos conservar el equilibrio.
Pero hay otra cosa que considerar, más vertiginosa. Propendemos, como especie, al solipsismo histórico. El pasado es lo que ha llegado hasta nosotros; el futuro es lo que estamos creando. Reclamamos triunfalmente la propiedad de los mejores tiempos y también, autocompasivos, de los peores. Tendemos a confundir nuestros progresos científicos y tecnológicos con el progreso social y ético. Y olvidamos con excesiva facilidad que la evolución no es sólo un proceso que ha conducido a la especie a su admirable estado actual, sino algo que lógicamente entraña otra evolución al margen de nosotros.
Sin embargo, en la práctica, ¿hasta dónde miramos hacia atrás, y hasta dónde hacia delante? Creo que puedo remontarme con razonable claridad y amplitud hasta, aproximadamente, mediados del siglo XIX (en mi propia cultura de Europa occidental, por supuesto). Más allá hay genios individuales, modelos morales y artísticos, ideas cruciales, movimientos intelectuales y ejemplos de acción histórica, pero sólo desperdigados, rara vez formando parte de un contínuum; y mi mirada hacia atrás termina, pongamos, en aquellas estatuillas cicládicas de 3000-2000 a. C. Mi mirada hacia delante no supera, desde luego, los ciento cincuenta años básicos; es precavida, está desenfocada y tiene pocas esperanzas de posteridad.
Chéjov entendía y dramatizaba muy bien nuestra mirada en dos direcciones. Se especializó en idealistas derrotados que en otro tiempo soñaron con una vida mejor, pero que ahora viven estancados en el presente y temerosos del futuro. Cuando una obra de Chéjov se acerca a su fin, un personaje expresa tímidamente la esperanza de que la posteridad pueda gozar de una vida menos dolorosa y mirar con ternura a sus tristes antecesores. De la posteridad, formada por el público, llegan risas de complicidad y suspiros de suficiencia; el débil sonido del perdón mezclado con un irónico reconocimiento de lo que ha sucedido en el siglo intermedio: estalinismo, matanzas, gulags, una industrialización brutal, la tala y el envenenamiento de todos los bosques y lagos tan lastimeramente invocados por el doctor Astrov y sus almas gemelas, y la cesión de la música a hombres como Pavel Apostolov.
Pero al mirar atrás a la engañosa visión de túnel de antaño, solemos olvidar que nuestros sucesores nos miran a nosotros y juzgan nuestro ensimismamiento por si les sirve de algo: a ellos, no a nosotros. ¿Qué comprensión, qué ternura, qué perdón para nosotros? ¿Y nuestra posteridad? Si reflexionamos sobre esta cuestión, nuestra escala de tiempo es probablemente chejoviana: una generación o dos, quizá un siglo. Y aquellos que imaginamos que nos juzgan no serán, suponemos, muy distintos de nosotros, porque de ahora en adelante el futuro del planeta va a consistir en afinar al animal humano: en mejorar nuestro sentido social y ético, refrenar nuestras costumbres agresivas, eliminar la pobreza y la enfermedad, superar el cambio climático, prolongar la esperanza de vida humana, etc.
Sin embargo, desde un punto de vista evolutivo, todo esto son meros sueños de políticos, a un corto plazo increíble. No hace mucho, pidieron a unos científicos de diversas disciplinas que describieran la idea que más desearían que la gente comprendiese. He olvidado todas las demás, de tan orientador que fue el impacto de una declaración de Martin Rees, astrónomo real y catedrático de cosmología y astrofísica de Cambridge:
Me gustaría ampliar la conciencia de la gente sobre el inmenso plazo de tiempo que tienen por delante nuestro planeta y la propia vida. Las personas más cultas son conscientes de que somos el producto de casi cuatro billones de años de selección darwiniana, pero muchos tienden a pensar que los seres humanos somos en cierto modo la culminación. Nuestro sol, sin embargo, se encuentra a menos de la mitad de su tiempo de vida. No serán seres humanos los que presencien su desaparición, dentro de seis billones de años. Las criaturas que existan entonces serán tan distintas de nosotros como nosotros lo somos de una bacteria o una ameba.
¡Por supuesto! ERROR —GRAN ERROR— CONTINUAMENTE. Y qué conducta de aficionados no haber tenido en cuenta algo tan rotundamente trascendental e intimidatorio. Se extinguirá algo muy alejado de nosotros o, en todo caso, muy distinto de nosotros. Para empezar, podríamos haber desaparecido en otra de las grandes extinciones del planeta. La extinción permiana acabó con el noventa y nueve por ciento de los animales de la tierra, la cretácica se llevó las dos terceras partes de todas las especies, entre ellas los dinosaurios, haciendo posible que los mamíferos pasaran a ser los vertebrados terrestres dominantes. Quizá una tercera extinción nos aniquile a nosotros y deje el mundo a... ¿quién? ¿A los escarabajos? El genetista J. B. S. Haldane decía en broma que si había Dios debía de sentir «un cariño desmesurado por los escarabajos», puesto que había creado 350.000 especies de ellos.
Pero aun sin una nueva extinción, la evolución no se desarrollará de la manera que —sentimental, solipsistamente— esperamos. El mecanismo de la selección natural depende de la supervivencia, no de los más fuertes ni de los más inteligentes, sino de los más adaptables. Olvidemos a los mejores y más despiertos, olvidemos que la evolución es una versión grandiosa, impersonal, socialmente aceptable de la eugenesia. Nos llevará adonde se le antoje o, mejor dicho, no se nos llevará a «nosotros», dado que pronto resultaremos inadecuados para el lugar adonde se dirija; nos descartará como a prototipos toscos e insuficientemente adaptables, y se encaminará ciegamente hacia nuevas formas de vida que nos harán parecer a «nosotros» —y a Bach, y a Shakespeare y a Einstein— tan lejanos como simples bacterias y amebas. Lo mismo cabe decir, y con mayor motivo, de Gautier y el arte como derrota de la muerte; lo mismo del patético murmullo del Yo también estuve aquí. No hay un «también», como no habrá nada ni nadie a quien podamos recurrir fácilmente, nada ni nadie que a su vez nos reconozca. Quizá esas futuras formas de vida habrán conservado y adaptado la inteligencia y nos verán como organismos primitivos, de costumbres curiosas y escaso interés histórico-biológico. O quizá haya formas de vida de escasa inteligencia pero gran capacidad de adaptación física. Imaginemos que van desgastando poco a poco la superficie de la tierra, mientras todas las pruebas de la breve existencia del homo sapiens duermen en el registro fósil que hay debajo.
En algún punto de este avance, añorar a Dios llegará a parecer un estado tan alucinatorio como el de mi madre imaginando que yo la había dejado plantada en la pista de tenis. No se trata de que la tesis de la ameba suprima necesariamente a Dios. Seguirá siendo compatible con la idea del Dios que experimenta, pues un Dios así, si existiera, mostraría muy poco interés por un grupo eternamente estable de especímenes de investigación. Trabajar con y sobre seres humanos durante los siguientes seis billones de años sería inmensamente monótono: podría inducir a Dios a suicidarse de puro aburrimiento. Y entonces, si evitamos entregar el planeta a los escarabajos, y evolucionamos con éxito hacia seres más inteligentes y complejos, quizá se verifique la hipótesis número 72b: a saber, que aunque no tengamos un alma inmortal, la tendremos en el futuro. Dios se limita a aguardar hasta que ya no sea aplicable el argumento de que somos indignos.
Dos preguntas. Si comprendemos que, desde el punto de vista de un planeta en evolución al que aún le quedan seis billones de años de existencia, no somos mucho más que amebas, ¿nos resultará más fácil aceptar que no poseemos libre albedrío? Y, de ser así (e incluso si no es así), ¿nos costará menos morir?
Cuando recuerdo a mi padre, muchas veces evoco el modo en que sus uñas se curvaban sobre la carne de la punta de los dedos. Semanas después de haberle incinerado, me imaginaba, no su cara ni sus huesos en el horno, sino aquellas uñas conocidas. Aparte de esto, pienso en las diversas injurias que mostraba su cuerpo hacia el final. El cerebro y la lengua dañados por el ataque; una larga cicatriz en el abdomen que una vez se brindó a enseñarme pero que yo no tuve agallas para verla; las moraduras del gota a gota diseminadas en el reverso de las manos. A menos que tengamos mucha suerte, nuestro cuerpo revelará la historia de nuestra muerte. Una pequeña venganza sería morir sin mostrar señales de haber muerto. A la madre de Jules Renard la sacaron del pozo sin un rasguño ni marca. Aunque a la muerte, que es la que tiene la última palabra, le dé igual una cosa u otra. Tampoco le importa si morimos o no tal como hemos sido en vida.
Vivimos, morimos, nos recuerdan, nos olvidan. No inmediatamente, sino por tramos. Recordamos a nuestros padres a través de la mayor parte de su vida adulta; a nuestros abuelos en el tercio final de la suya; más allá, quizá haya un bisabuelo con la barba rasposa y un olor fétido. Quizá oliese a pescado. ¿Y más allá aún? En el futuro habrá una actualización tecnológica del cajón poco profundo de mi mesa: generaciones de antepasados sobrevivirán en películas, cintas y discos, moviéndose, hablando, sonriendo, demostrando que también ellos estuvieron aquí. De adolescente, una vez escondí una grabadora debajo de la mesa durante la comida, con el propósito de demostrar que, lejos de ser el «acto social» que mi madre decretó que debería ser cada comida, nadie decía nada ni remotamente interesante, y en consecuencia deberían eximirme de la conversación y dejarme leer un libro si me apetecía. No expliqué estas intenciones personales, creyendo que serían evidentes por sí mismas en cuanto se oyeran el ruido de los cubiertos, las trivialidades y las incongruencias. Para mi fastidio, a mi madre le encantó la grabación y declaró que sonaba exactamente igual que una obra de Pinter (un cumplido ambiguo, en las dos direcciones). Y luego continuamos como siempre, y yo no guardé la cinta y las voces de mis padres se han extinguido en el mundo y resuenan sólo en mi cabeza.
Veo (y oigo) a mi madre en el hospital, con un vestido verde, escorada en su silla de ruedas junto a la cama. Aquel día estaba enfadada conmigo: no a causa del tenis, sino porque me había pedido que hablara del tratamiento con el médico. Le molestaba cada manifestación de incapacidad, al igual que le contrariaba el optimismo fútil de los fisioterapeutas. Cuando le pedían que identificara las agujas de un reloj, se negaba; cuando le pedían que abriera o cerrara los ojos, no se inmutaba. Los médicos no sabían si era porque no podía o no quería. Yo conjeturaba que no «quería» —que se quedaba, en la terminología de los abogados, «dolosamente muda»—, porque en mi presencia era capaz de articular frases enteras. Penosamente: pero las propias frases muchas veces rezumaban dolor. Por ejemplo: «No entiendes lo difícil que resulta soportar estas limitaciones para una mujer que siempre ha controlado su vida.»