La muerte seguida de la resurrección: la suprema «tragedia con final feliz». Esta frase se atribuye habitualmente a uno de esos directores de Hollywood que supuestamente son la fuente de todas las agudezas; no obstante, la primera vez que la encontré fue en la autobiografía de Edith Wharton, Una mirada atrás. En este texto atribuye la réplica a su amigo, el novelista William Dean Howells, que se la dijo para consolarla después de que el público no apreciara el estreno de una adaptación teatral de La casa de la alegría. Esto remontaría la frase a 1906, antes de que todos esos cineastas hubieran empezado a hacer chistes.
El éxito de Wharton como novelista es tanto más sorprendente —y tanto más admirable— si se tiene en cuenta lo poco que su visión de la vida concordaba con el optimismo norteamericano. Ella veía escasas muestras de redención. Consideraba la vida una tragedia —o como mínimo una comedia sombría— con un final trágico. O, a veces, sólo un drama con un final dramático. (Su amigo Henry James definió la vida como «el tránsito penoso que precede a la muerte». Y el amigo de él y Turguéniev, creía que «la parte más interesante de la vida es la muerte».)
Tampoco seducía a Wharton la idea de que la vida, ya sea trágica, cómica o dramática, es necesariamente original. Nuestra falta de originalidad es algo que olvidamos provechosamente cuando nos encorvamos sobre nuestra —para nosotros— vida siempre fascinante. Mi amigo M., que dejó a su mujer por otra más joven, se quejaba: «La gente me dice que es un tópico. Pero a mí no me lo parece.» Lo era, sin embargo, y lo es. Nuestras vidas lo demostrarían, si pudiésemos verlas desde una mayor distancia, desde el punto de vista, pongamos, de ese Ser superior imaginado por Einstein.
Un día, una amiga biógrafa me propuso adoptar la visión ligeramente más larga y escribir mi vida. Su marido arguyo satíricamente que sería una obra corta, puesto que todas mis jornadas eran iguales. «Se levantó», decía su versión. «Escribió libro. Salió a comprar botella de vino. Volvió a casa, hizo la comida. Bebió vino.» Inmediatamente aprobé esta vida breve. Vale lo mismo que cualquier otra; tan verídica o tan mendaz como cualquier otra más larga. Faulkner dijo que la necrológica de un escritor debería decir: «Escribió libros y después murió.»
Shostakóvich sabía que hacer arte sobre y de la muerte «equivalía a limpiarte la manga con la nariz». Cuando el escultor Ilya Slonim le esculpió un busto, el resultado no gustó al presidente del Comité Soviético de las Artes. «Lo que necesitamos», dijo el aparatchik al escultor (y, por extensión, al compositor) «es un Shostakóvich optimista.» Al músico le encantaba repetir este oxímoron.
Además de meditar mucho sobre la muerte, también se burlaba —en privado, forzosamente— de las falsas esperanzas, la propaganda estatal y la basura artística. Una de sus dianas favoritas fue una obra de éxito de la década de 1930, escrita por el lameculos del régimen Vsevolod Vishnevski, dramaturgo olvidado hace mucho, de quien un estudioso del teatro ruso escribió recientemente: «Incluso según los parámetros de nuestro herbario literario, este autor era un espécimen muy venenoso.» La obra de Vishnevski transcurría a bordo de un barco durante la Revolución Bolchevique, y retrataba admirablemente el mundo tal como las autoridades sostenían que era. Llega una joven comisaria para explicar e imponer la línea del partido a una tripulación de marineros anarquistas y oficiales rusos de la vieja escuela. La reciben con indiferencia, escepticismo y hasta agresividad: un marinero intenta violarla y ella entonces le mata de un disparo. Este ejemplo de vigor comunista y justicia instantánea contribuye a ganarse a los marinos, que pronto serán adoctrinados para formar una unidad de combate eficaz. En la guerra contra la Alemania belicista, creyente en Dios y capitalista, acaban siendo hechos prisioneros, pero se alzan heroicamente contra sus captores. Durante la lucha cae la comisaria proselitista, que muere exhortando a los marinos ya plenamente sovietizados: «Mantened siempre... las altas tradiciones... de la armada roja.» Telón.
No era la servil trama caricaturesca de la obra de Vishnevski lo que atrajo al sentido del humor de Shostakóvich, sino su título: La tragedia optimista. El comunismo soviético, Hollywood y la religión organizada estaban más cerca entre sí de lo que pensaban ellos, eran fábricas de sueños confeccionando la misma fantasía. «La tragedia es tragedia», le gustaba repetir a Shostakóvich, «y el optimismo no tiene nada que ver con ella.»
He visto dos muertos y he tocado a uno de ellos; pero nunca he visto morir a nadie y quizá no lo haga nunca, a no ser que me vea morir yo y hasta que lo vea. Aunque dejó de hablarse de la muerte en cuanto empezamos de verdad a temerla, y más todavía cuando comenzamos a vivir más tiempo, también ha desaparecido de la agenda porque ha dejado de estar aquí, con nosotros, en casa. Hoy día hacemos la muerte lo más invisible posible, y la convertimos en parte de un proceso —del médico al hospital y del hospital a la funeraria y a la incineración— en que unos profesionales y burócratas nos dicen lo que hay que hacer, hasta el punto de que nos abandonan a nuestros propios recursos, supervivientes de pie con un vaso en la mano, aficionados que aprenden a guardar duelo. Pero no hace mucho tiempo el moribundo habría pasado los últimos días de su enfermedad en casa, habría expirado entre sus familiares, habría sido lavado y amortajado por mujeres locales, velado afectuosamente una o dos noches y finalmente habría sido introducido en el féretro por la funeraria del lugar. Como Jules Renard, habríamos recorrido a pie, detrás de un ataúd oscilante, tirado por caballos, el camino hasta el cementerio, y allí habríamos presenciado cómo lo bajaban a la fosa y habríamos visto el ufano pavoneo de un gusano gordo al borde de la tumba. Habríamos estado más presentes y prestado una mayor atención. Mejor para ellos (aunque mi hermano me remitiría a los deseos hipotéticos de los difuntos) y probablemente mejor para nosotros. El viejo sistema contribuía a crear un progreso más majestuoso desde la vida hasta la muerte, y desde el hecho de estar muerto hasta el de haberse perdido de vista. El método moderno, acelerado, está sin duda más en consonancia con la forma en que vemos la muerte hoy día: ahora mismo estás vivo y en el minuto siguiente estás muerto y requetemuerto, conque subamos al coche y despachemos el asunto. (¿Qué coche cogemos? No el que habría querido la difunta.)
Stravinski fue a ver el cadáver de Ravel antes de que lo metieran en el féretro. Yacía sobre una mesa cubierta con una tela negra. Todo era blanco y negro: traje negro, guantes blancos, turbante blanco del hospital todavía alrededor de la cabeza, arrugas negras en una cara muy pálida que tenía «una expresión de gran majestad». Y ahí terminaba la grandeza de la muerte. «Fui al entierro», rememoraba Stravinski. «Son una experiencia lúgubre estos entierros civiles en que todo está prohibido fuera del protocolo.» Fue en París, en 1937. Cuando a Stravinski le llegó su turno, treinta y cuatro años después, transportaron su cuerpo por avión desde Nueva York a Roma y de allí lo llevaron en un vehículo a Venecia, donde colocaron por todas partes proclamas negras y violetas: LA CIUDAD DE VENECIA RINDE HOMENAJE A LOS RESTOS DEL GRAN MÚSICO ÍGOR STRAVINSKI, QUE EN UN GESTO EXQUISITO DE AMISTAD PIDIÓ QUE LE SEPULTARAN EN LA CIUDAD QUE AMABA POR ENCIMA DE TODAS. El archimandrita de Venecia ofició el servicio funerario ortodoxo griego en la iglesia de San Giovanni e Paolo, y después el ataúd pasó, llevado en andas, por delante de la estatua de Colleoni y cuatro gondoleros lo transportaron en una góndola funeraria a la isla cementerio de San Michele.
Allí el archimandrita y la viuda de Stravinski arrojaron puñados de tierra sobre el féretro cuando lo bajaban al panteón. Francis Steegmuller, el gran estudioso de Flaubert, siguió las ceremonias de aquel día. Dijo que cuando el cortejo avanzaba desde la iglesia al canal, con los venecianos asomados a todas las ventanas, la escena se parecía a «un desfile de Carpaccio». Más, mucho más que el protocolo.
A no ser que me vea morir yo y hasta que lo vea. ¿Preferirías morir consciente o inconsciente? (Hay una tercera —y muy popular— opción: que te induzcan a creer en el engaño de que te estás recuperando.) Pero ten cuidado con lo que elijas. Roy Porter quería estar plenamente consciente: «Porque, verá, de lo contrario te estarías perdiendo algo.» Continuó diciendo: «Está claro que uno no quiere un dolor insoportable y todo eso. Pero creo que sí nos gustaría estar con las personas a las que queremos.» Era lo que Porter deseaba y fue lo que tuvo. Tenía cincuenta y cinco años, acababa de tomar la jubilación anticipada, se mudó a Sussex con su quinta mujer y emprendió una vida de escritor independiente. Volvía a casa en bicicleta desde su huerto (es difícil no imaginar la típica pista rural en la que Bertrand Russell tuvo su apergu conyugal) cuando fue fulminado de repente por un ataque cardiaco, y murió solo en el arcén. ¿Tuvo tiempo de verse morir? ¿Supo que se estaba muriendo? ¿Fue su último pensamiento la esperanza de que despertaría en el hospital? Había pasado su última mañana plantando guisantes (quizá lo más que podemos acercarnos a aquellas coles francesas). Y llevaba a casa un ramo de flores, que en un instante se transformaron en su propia ofrenda al borde de la carretera.
Mi abuelo dijo que el remordimiento era la peor emoción que podía deparar la vida. Mi madre no comprendió el comentario, y yo no sé con qué sucesos asociarlo.
Muerte y remordimiento 1. Cuando François Renard, desoyendo el consejo de su hijo de que se pusiera un enema, cogió la escopeta y utilizó un bastón para disparar los dos cañones y generar «un lugar oscuro encima de la cintura, como un pequeño fuego apagado», Jules escribió: «No me reprocho no haberle querido suficiente. Me reprocho no haberle comprendido.»
Muerte y remordimiento 2. Desde que la leí, me obsesiona una línea de los diarios de Edmund Wilson. Wilson murió en 1972; los sucesos a que alude ocurrieron en 1932; los leí en 1980, el año en que se publicó Los treinta.
A principios de aquel decenio, Wilson se había casado en segundas nupcias con una tal Margaret Canby. Era una mujer de la alta sociedad, baja y fornida, de cara graciosa y «aficionada al champán»: Wilson era el primer hombre que ella había conocido que trabajaba para vivir. En el volumen anterior de sus diarios, Los veinte y Wilson había dicho de ella que era «la mejor compañera de bebida que he conocido en mi vida». Aquí anotó su primera intención de casarse con ella, y también su sensata vacilación: «Por muy bien que nos llevemos, no tenemos suficientes cosas en común.» Pero se casaron, creando un compañerismo alcohólico marcado desde el principio por la infidelidad y las separaciones temporales. Si Wilson tenía dudas sobre ella, mayores aún eran las reservas que ella tenía sobre él. «Eres un leproso frío y turbio, Bunny Wilson», le dijo una vez Margaret, observación que él, con su típico tesón implacable, consignó en su diario.
En septiembre de 1932, la pareja, que llevaba dos años casada, vivía una de sus separaciones. Margaret Canby estaba en California y Wilson en Nueva York. Ella se puso tacones altos para asistir a una fiesta en Santa Bárbara. Al salir, tropezó, cayó por una escalera de piedra y murió desnucada. El suceso produjo en el diario de Wilson cuarenta y cinco páginas del duelo más sincero y autoflagelante que se haya escrito. Wilson empieza a tomar notas cuando su avión emprende lentamente el vuelo hacia el oeste, como si el obligado acto literario ayudara a contener la emoción. A lo largo de los siguientes días, estas anotaciones cristalizan en un extraordinario monólogo de homenaje, evocación erótica, remordimiento y desesperación. «Una noche horrible, pero hasta ella parece dulce en el recuerdo», escribe en algún pasaje. En California, la madre de Margaret le insta: «¡Tienes que creer en la inmortalidad, Bunny, tienes que creer!» Pero él no cree ni puede creer: Margaret ha muerto y no volverá nunca.
Wilson no se ahorra nada ni a sí mismo ni al supuesto lector. Consigna cada reproche punzante que le hizo Canby. En una ocasión dijo a su marido crítico y quejumbroso que el epitafio en su tumba debería ser: «Más vale que te arregles.» El también la festeja: en la cama, en la bebida, en las lágrimas, en la confusión. Se acuerda de cómo él espantaba las moscas cuando estaban haciendo el amor en una playa y convierte en un icono el cuerpo «taimado» de Margaret, de miembros menudos. («¡No digas eso!», protestaba ella. «Me siento como si fuera una tortuga.») Evoca las muestras de ignorancia de Margaret que a él le encantaban —«Ya sé lo que es eso que hay encima de la puerta: un dentil»—, y las confronta con las quejas continuas de Margaret: «¡Un día me vendré abajo! ¿Por qué no haces algo por mí?» Le acusaba de tratarla como a otro artículo de lujo, como al perfume Guerlain: «Te encantaría que me muriese, y sabes que es cierto.»
Lo que confiere fuerza a este flujo de conciencia elegiaca es el hecho de que Wilson trataba mal a su mujer, tanto antes como después de casarse con ella, y que su aflicción estaba contaminada por una culpa justificada. La paradoja alentadora del estado de Wilson es que la muerte de la persona que le acusaba de no tener sentimientos fue la causante de que brotaran en él. Y la frase que siempre he conservado en la memoria es: «La amé después de que ella hubiera muerto.»
No importa que Edmund Wilson fuese una persona fría, turbia, leprosa. No importa que el matrimonio con Margaret fuese un error y un desastre. Lo único que importa es que Wilson decía la verdad, y que la auténtica voz del remordimiento se oye en estas palabras: «La amé después de que ella hubiera muerto.»
Siempre podemos elegir el conocimiento en vez de la ignorancia; preferir ser conscientes de que nos estamos muriendo; confiar en que tendremos la mejor muerte posible, la de una mente serena que observa un declive gradual, quizá con un dedo volteriano sobre el pulso que se debilita. Podemos obtener todo esto, pero aun así deberíamos considerar el caso de Arthur Koestler. En Diálogo con la muerte relataba sus experiencias en las cárceles franquistas de Málaga y Sevilla durante la guerra civil española. Bien es verdad que hay una diferencia entre unos hombres jóvenes que afrontan la ejecución inmediata por parte de adversarios políticos, y hombres y mujeres más viejos, con la mayor parte de su vida a la espalda, que se enfrentan a una extinción más tranquila. Pero Koestler observó a muchos de los que estaban a punto de morir —incluido él mismo— y llegó a las conclusiones siguientes. Primera, que nadie, ni siquiera en la celda de los condenados, ni siquiera oyendo el sonido de los disparos que matan a amigos y camaradas, cree realmente en su propia muerte; en realidad, Koestler pensó que este hecho podía expresarse de una forma cuasi matemática: «La incredulidad ante tu propia muerte crece en proporción a su proximidad.» Segunda, la mente recurre a diversos ardides cuando se halla en presencia de la muerte: para engañarnos, produce «narcóticos misericordiosos o estimulantes extáticos». En especial, pensó Koestler, es capaz de dividir en dos mitades la conciencia para que una de ellas examine fríamente lo que la otra está experimentando. De este modo, «la conciencia se ocupa de que la aniquilación completa no llegue a experimentarse». Dos decenios antes, en «Consideraciones sobre la guerra y la muerte», Freud había escrito: «Es, en efecto, imposible imaginar nuestra propia muerte; y siempre que lo intentamos advertimos que de hecho seguimos estando presentes como espectadores.»