Estuve allí mucho tiempo... Me dolía la cabeza. Al fin, muy despacio, pesándome en los hombros los sacos de lana de las nubes, volví hacia mi casa. Daba algunas vueltas. Me detenía... Pero parecía que un hilo invisible tiraba de mí, al desenrollarse las horas, desde la calle de Aribau, desde la puerta de entrada, desde el cuarto de Román en lo alto de la casa... Había pasado ya la media tarde cuando aquella fuerza se hizo irresistible y yo entré en nuestro portal.
Según iba subiendo la escalera me cogió entre sus garras el conocido y anodino silencio de que estaba impregnada. Por el cristal roto de una ventana llegaba —en un descansillo— el canto de una criada del patio.
Allá arriba estaban Román y Ena y yo tenía que ir también. No comprendía por qué estaba tan segura de la presencia de mi amiga allí. No eran suficientes las suposiciones de Gloria para aquella seguridad. Yo sentía su presencia, como un perro que busca, en mi nariz. A mí, acostumbrada a dejar que la corriente de los acontecimientos me arrastrase por sí misma, me emocionaba un poco aquel actuar mío que parecía iba a forzarla...
A cada peldaño tenía la impresión de que mis zapatos se hacían más pesados. Toda la sangre del cuerpo me bajaba a las piernas y yo me iba quedando pálida. Al llegar a la puerta de Román tenía las manos heladas y sudorosas a la vez. Allí me detuve. A mi derecha, la puerta de la azotea que estaba abierta me dio la idea de franquearla. No podía estar indefinidamente parada delante del cuarto de Román y tampoco me decidía a llamar, aunque oía como un murmullo de conversación. Necesitaba una pequeña tregua para tranquilizarme. Salí al terrado. Debajo de un cielo cada vez más amenazador aparecía —como una bandada de enormes pájaros blancos— el panorama de las azoteas casi cayendo sobre mí. Oí la risa de Ena. Una risa en que las notas forzadas me estremecían. El ventanillo del cuarto de Román estaba abierto.
Impulsiva, me puse a cuatro patas, como un gato, y me arrastré, para no ser vista, sentándome bajo aquel agujero. La voz de Ena era alta y clara:
—Para ti, Román, resultaba todo un negocio demasiado sencillo. ¿Qué pensabas? ¿Que me casaría contigo, quizá? ¿Que andaría azorada toda mi vida, temiendo tus peticiones de dinero como mi madre?
—Ahora me oirás a mí... —Román hablaba con un tono que no le había oído nunca.
—No. Ya no hay más que decir. Tengo todas las pruebas. Sabes que estás en mis manos. Por fin se acabará esta pesadilla...
—Pero me vas a escuchar, ¿verdad? Aunque no quieras... Yo nunca he pedido dinero a tu madre. Creo que de un chantaje no tendrás pruebas...
La voz de Román reptaba como una serpiente, llegando a mí.
Rápida, sin ocurrírseme pensar más, me deslicé a lo largo de la pared y saliendo de la azotea me precipité a la puerta de mi tío, golpeándola. No me contestaron y volví a llamar. Entonces me abrió Román. Al pronto no me di cuenta de que él estuviera tan pálido. Mis ojos sorbían la imagen de Ena, que parecía muy tranquila, sentada y fumando. Me miró hosca. Los dedos que sostenían el cigarrillo le temblaban un poco.
—Oportunidad te llamas, Andrea —dijo con frialdad.
—Ena, querida..., me pareció que estabas aquí. Subí a saludarte...
(Eso quise decir yo o algo por el estilo. Sin embargo, no sé si llegué a completar la frase.)
Román parecía reaccionar. Sus vivas miradas nos abarcaban a Ena y a mí.
—Anda, pequeña, sé buena..., márchate.
Estaba muy excitado.
Inesperadamente, Ena se puso de pie, con sus elásticos, rapidísimos movimientos y encontré que estaba a mi lado, cogiéndome del brazo antes de que Román y yo hubiéramos tenido tiempo de pensarlo. Sentí confusamente los latidos de un corazón al acercarse ella a mi cuerpo. No sabría decir si era su corazón o el mío el que estaba asustado.
Román empezó a sonreírse, con la bella y tirante sonrisa tan conocida.
—Haced lo que queráis, pequeñas —miraba a Ena, no a mí; a Ena únicamente—. Sin embargo, me sorprende esta marcha repentina, cuando estábamos en la mitad de nuestra conversación, Ena. Tú sabes que esto no puede acabar así... Tú lo sabes.
No sé por qué me dio tanto miedo el tono amable y tenso de Román. Los ojos le relucían mirando a mi amiga, como relucían los ojos de Juan cuando estaba a punto de estallar su cerebro.
Ena me empujó hasta la puerta. Hizo una ligera y burlona reverencia.
—Otro día hablaremos, Román. Hasta entonces no te olvides de lo que te he dicho. ¡Adiós!...
Se estaba riendo también. También tenía los ojos brillantes y estaba palidísima.
Fue entonces, en aquel momento, cuando yo me di cuenta de que Román llevaba la mano derecha en el bolsillo todo el rato. De que abultaba allí. No sé qué desviación de mi fantasía me hizo pensar en su negra pistola, cuando mi tío acentuaba su sonrisa. Fue una cuestión de segundos. Me abracé a él como una loca y le grité a Ena que corriese.
Sentí el empujón de Román y vi su cara, limpia al fin de aquella tensión angustiosa. Barrida por una cólera soberbia.
—¡Ridícula! ¿Es que crees que os iba a matar a tiros?
Me miró, ya recobrada la serenidad. Yo había recibido un golpe en la espalda al chocar contra la barandilla de la escalera. Román se pasó la mano por la frente para apartarse los rizados cabellos. A mis ojos, en rápido descenso —como ya otras veces había sucedido— se le avejentaron las facciones. Luego nos dio la espalda y entró en su cuarto.
Sentía yo el cuerpo dolorido. Una ráfaga de aire polvoriento hizo golpear la puerta de la azotea. De lejos me llegó el aviso ronco de un trueno.
Encontré a Ena esperándome en un descansillo de la escalera. Su mirada era la mirada burlona de los peores momentos.
—Andrea, ¿por qué eres tan trágica, querida?
Me herían sus ojos. Levantaba la cabeza y sus labios se curvaban con un desprecio insoportable.
Tuve ganas de pegarle. Luego mi furia se me agolpó en una angustia que me hizo volver la cabeza y echar a correr escaleras abajo, casi matándome, cegada por las lágrimas... Las conocidas fisonomías de las puertas, con sus felpudos, sus llamadores brillantes u opacos, las placas que anunciaban la ocupación de cada inquilino... «Practicante», «Sastre»..., bailaban, se precipitaban sobre mí, desaparecían comidas por mi llanto.
Así llegué a la calle, hostigada por la incontenible explosión de pena que me hacía correr, aislándome de todo. Así, empujando a los transeúntes, me precipité, calle de Aribau abajo, hacia la plaza de la Universidad.
XXI
Aquel cielo tormentoso me entraba en los pulmones y me cegaba de tristeza. Desfilaban rápidamente, entre la neblina congojosa que me envolvía, los olores de la calle de Aribau. Olor de perfumería, de farmacia, de tienda de comestibles. Olor de calle sobre la que una polvareda gravita, en el vientre de un cielo sofocantemente oscuro.
La plaza de la Universidad se me apareció quieta y enorme como en las pesadillas. Era como si los pocos transeúntes que la cruzaban, como si los autos y los tranvías estuviesen atacados de parálisis. Alguien se me ha quedado en el recuerdo con una pierna levantada: tan extraña fue la mirada que lancé a todo y tan rápidamente me olvidé de lo que había visto.
Encontré que no lloraba ya, pero me dolía la garganta y me latían las sienes. Me apoyé contra la verja del jardín de la Universidad, como aquel día que recordaba Ena. Un día en que, al parecer, no me daba cuenta de que el agua de los cielos se derramaba sobre mí...
Un papel viejo se me pegó a las rodillas. Miré aquel aire grueso, aplastado contra la tierra, que empezaba a hacer revolar el polvo y las hojas, en una macabra danza de cosas muertas. Sentí un dolor de soledad, más insoportable por repetido, que el que me acometiera al salir de casa de Pons, unos días atrás. Ahora era como un castigo el que el llanto se me hubiese acabado. Por dentro me raspaba, hiriéndome los párpados y la garganta.
No pensaba ni esperaba nada cuando sentí a mi lado una presencia humana. Era Ena la que estaba allí, agitada como quien ha llegado corriendo. Me volví despacio —parecía que no me funcionaban bien los muelles de mi cuerpo, que estaba enferma, que cualquier movimiento me costaba trabajo—. Vi que ella sí que tenía los ojos llenos de lágrimas. Era la primera vez que yo la había visto llorar.
—¡Andrea!... ¡Oh! ¡Qué tonta!... ¡Mujer!
Hizo una mueca como para reírse y empezó a llorar más; era como si llorara por mí, tanto me descargaba su llanto de angustia. Me tendió los brazos, incapaz de decirme nada, y nos abrazamos allí, en la calle. El corazón —su corazón, no el mío— le iba a toda velocidad, martilleando junto a mí. Así estuvimos un segundo. Luego, yo me arranqué bruscamente de su ternura. Vi que se secaba los ojos con rapidez y ahora la sonrisa le florecía fácilmente, como si no hubiera llorado nunca.
—¿Sabes que te quiero muchísimo, Andrea? —me dijo—. Yo no sabía que te quisiera tanto... No quería volver a verte, como a nada que me pueda recordar esa maldita casa de la calle de Aribau... Pero, cuando me has mirado así, cuando te ibas...
—¿Yo te he mirado así? ¿Cómo?
Las cosas que decíamos no me importaban. Me importaba la confortadora sensación de compañía, de consuelo, que estaba sintiendo como un baño de aceite sobre mi alma.
—Pues... no sé explicarte. Me mirabas con desesperación. Y además, como yo sé que me quieres tanto, con tal fidelidad. Como yo a ti, no creas...
Hablaba con incoherencias que a mí me parecían llenas de sentido. Del asfalto vino un olor a polvo mojado. Caían grandes gotas calientes y no nos movíamos. Ena pasó su brazo por mi hombro y oprimió su suave mejilla contra la mía. Parecían desbordadas todas nuestras reservas. Calmados los malos momentos.
—Ena, perdona lo de esta tarde. Ya sé que no puedes soportar que te espíen. Yo no lo había hecho nunca hasta hoy, te lo juro... Si interrumpí tu conversación con Román fue porque me pareció que él te amenazaba... Ya sé que quizás es ridículo. Pero me lo pareció.
Ena se apartó de mí para mirarme. En los labios le flotaba la risa.
—¡Pero si lo necesitaba, Andrea! ¡Si viniste del cielo! Pero ¿no te diste cuenta de que me salvabas?... Si he sido dura contigo fue a causa de la demasiada tirantez de mis nervios. Tenía miedo de llorar. Y ya ves, ahora lo he hecho...
Ena respiró fuerte, como si esto le aliviase de mil sentimientos ardorosos. Cruzó las manos a su espalda, casi estirándose, librándose de todas las tensiones. No me miraba. Parecía que no me hablase a mí.
—La verdad, Andrea, es que en el fondo he apreciado siempre tu estimación como algo extraordinario, pero nunca he querido darme cuenta. La amistad verdadera me parecía un mito hasta que te conocí, como me pareció un mito el amor hasta que conocí a Jaime... A veces —Ena se sonrió con cierta timidez— pienso en lo que puedo haber hecho yo para merecer esos dos regalos del destino... Te aseguro que he sido una niña terrible y cínica. No creí en ningún sueño dorado nunca, y al revés de lo que les sucede a las otras personas, las más bellas realidades me han caído encima. He sido siempre tan feliz...
—Ena, ¿no te enamoraste de Román?
Hice la pregunta en un murmullo tan tenue que la lluvia que caía ya regularmente, pudo más que mi voz. Volví a repetir:
—Di, ¿no te enamoraste?
Ena me rozó, rápida, con una indefinible mirada de sus ojos demasiado brillantes. Luego alzó la cabeza hacia las nubes.
—¡Nos mojamos, Andrea! —gritó.
Me arrastró hasta la puerta de la Universidad, donde nos refugiamos. Su cara aparecía fresca bajo las gotas de agua, un poco empalidecida como si hubiese padecido fiebres. La tempestad empezó a desatarse cayendo en cataratas, acompañada de un violento tronar. Estuvimos un rato sin hablar, escuchando aquella lluvia que a mí me encalmaba y me reverdecía como a los árboles.
—¡Qué belleza! —dijo Ena, y se le dilataron las aletas de la nariz—. Dices que si me he enamorado de Román... —prosiguió con una expresión casi soñadora—. ¡Me ha interesado mucho! ¡Mucho!
Se rió bajito.
—A nadie he logrado desesperar así, humillar así...
La miré con cierto asombro. Ella sólo veía la cortina de lluvia que delante de sus ojos caía iluminada por los relámpagos. La tierra parecía hervir, jadear, desprendiéndose de todos sus venenos.
—¡Ah! ¡Qué placer! Saber que alguien te acecha, que cree tenerte entre sus manos, y escaparte tú, dejándole burlado... ¡Qué juego extraño!... Román tiene un espíritu de pocilga, Andrea. Es atractivo y es un artista grande, pero, en el fondo, ¡qué mezquino y soez!... ¿A qué clase de mujeres ha estado acostumbrado hasta ahora? Supongo que a seres como a esas dos sombras que rondaban la escalera cuando yo subí a verle... Esa horrible criada que tenéis, y la otra mujer tan rara, con el pelo rojo, que ahora sé que se llama Gloria... Y también, quizás, a alguna persona muy dulce y tímida, como mi madre... Me miró de reojo.
—¿Tú sabes que mi madre estuvo enamorada de él en la juventud?... Sólo por este hecho deseaba conocer yo a Román. Luego, ¡qué decepción! Llegué a odiarle... ¿No te sucede a ti, cuando te forjas una leyenda sobre un ser determinado y ves que queda bajo tus fantasías y que en realidad vale aún menos que tú, llegas a odiarle? A veces este odio mío por Román llegó a ser tan grande, que él lo notaba y volvía la cabeza, como cargado de electricidad... ¡Qué días más raros aquellos primeros en que empezábamos a conocernos! No sé si era yo desgraciada o no. Estaba como obsesionada por Román. Huía de ti. Reñí con Jaime por una tontería y luego no podía sufrir su presencia. Creo que sentía que si hubiera vuelto a ver a Jaime tendría que dejar aquella aventura a la fuerza. Y entonces yo me sentía demasiado interesada, casi intoxicada por todo aquello... Si estoy con Jaime me vuelvo buena, Andrea, soy una mujer distinta... Si vieras, a veces tengo miedo de sentir el dualismo de fuerzas que me impulsan. Cuando he sido demasiado sublime una temporada, tengo ganas de arañar... De dañar un poco.
Me cogió la mano y ante mi gesto instintivo de retirarla se sonrió con mimosa ternura.
—¿Te asusto? Entonces, ¿cómo quieres ser mi amiga? No soy ningún ángel, Andrea, aunque te quiero tanto... Hay seres que me colman el corazón, como Jaime, mamá y tú, cada uno en vuestro estilo... Pero una parte de mí necesita expansionarse y dar rienda suelta a sus venenos. ¿Crees que no quiero a Jaime? Lo quiero muchísimo. No podría soportar que mi vida se separase ya de la suya. Tengo deseos de su presencia, de su personalidad entera. Le admiro apasionadamente... Pero hay otra cosa: la curiosidad, esa inquietud maligna del corazón, que no puede reposar...