Nada

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Authors: Carmen Laforet

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Nada
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Andrea llega a Barcelona para estudiar Letras. Sus ilusiones chocan, inmediatamente, con el ambiente de tensión y emociones violentas que reina en casa de su abuela. Andrea relata el contraste entre este sórdido microcosmos familiar —poblado de seres extraños y apasionantes— y la frágil cordialidad de sus relaciones universitarias, centradas en la bella y luminosa Ena. Finalmente los dos mundos convergen en un diálogo dramático.

Carmen Laforet

Nada

ePUB v1.0

vidadoble
15.01.12

© 2001 de la edición, notas y estudio: Domingo Ródenas de Moya

© Carmen Laforet

Derechos de edición en castellano reservados para todo el mundo:

© Ediciones Destino, S.A.

Provenca, 260, 08008 Barcelona

Primera edición: mayo 1945

ISBN: 84-8432-155-X

Depósito legal: B. 36-2001

Impreso en España

2001 - A & M Grafic, S.L., Santa Perpetua de Mogoda (Barcelona)

El 6 de enero de 1945 se fallaba el primer premio Nadal de novela con un sorprendente resultado: Carmen Laforet, una joven de veintitrés años, se imponía en la votación final con una novela de título rotundo:
Nada.
En el título convergían un poema de Juan Ramón Jiménez, un grabado de Goya, la valoración que la propia novela mereció a su autora y el saldo de experiencia con que concluye la narradora. Pero sobre todo parecía pregonar el yermo material y espiritual de la posguerra española. Andrea evoca su año de estancia en la Barcelona gris y brillante de 1939 y 1940, oscilando entre el piso familiar de la calle Aribau, símbolo de la ruina moral y económica causada por la guerra, y sus nuevos amigos de la Universidad, representantes de una burguesía acomodaticia que ha sabido rentabilizar la victoria franquista. Cada uno de esos ámbitos gira en torno a un ídolo tutelar: en Aribau, el avieso y destructivo tío Román; en la Universidad, la no menos aviesa Ena. El contacto entre Román y Ena desencadenará la tragedia.
Nada
ha padecido a lo largo de cincuenta y cinco años numerosas mutilaciones y enmiendas impertinentes que han desfigurado el texto que Carmen Laforet escribió en 1944. Aquí, siguiendo la primera edición, se restituyen todos los pasajes suprimidos por la incuria editorial y se expurgan las intromisiones ilegítimas, para ofrecer al lector, después de casi medio siglo, el texto limpio de una de las novelas más significativas de la primera posguerra.

A mis amigos Linka Babecka

de Borrell y el pintor Pedro Borrell

Prólogo

Rosa Montero

Cuando Carmen Laforet escribió, a los 23 años, su asombrosa primera novela
Nada
, estaba sin duda tocada por la gracia. Aunque tal vez fuera más exacto decir por la desgracia, y no ya tocada, sino herida, partida, atravesada por un sufrimiento tan profundo y tan vasto que llegó a impregnar todo su universo.
Nada
, como sucede casi siempre con las obras escritas por autores muy jóvenes, es una novela autobiográfica, de manera que el mundo atroz que describe Andrea, la protagonista y narradora, debe de estar muy cerca de la realidad vivida por Laforet, de una pesadilla marcada a sangre y lágrimas.

Esto no resta ni un ápice del valor literario de
Nada
, sino que, por el contrario, lo multiplica. Porque sólo los escritores de verdadera talla, sólo los poseedores de un enorme talento son capaces de manejar un material totalmente biográfico sin hacer con ella costumbrismo barato, sino una obra independiente, emblemática y poderosa. Como hizo Joseph Conrad, por ejemplo, con El corazón de las tinieblas. O como hace Carmen Laforet en su bella y fascinante
Nada
.

Y así, esta novela se lee como un cuento perverso. Tiene algo de relato gótico, con esa muchacha que llega a Barcelona emborrachada de ansias de vida y que cae, como las doncellas de las fábulas, en medio de una familia enigmática, siniestra y perturbadora. De madrugada, recién llegada a la aterradora casa de la calle Aribau, Andrea se encierra en el cochambroso cuarto de baño y se mira en el espejo: es como Alicia, una niña atrapada al otro lado del azogue, no en el país de las maravillas, sino en el infierno. Hay un tono febril y delirante que impregna toda la obra. Es el frenesí del hambre constante, que te hace ver visiones; y es el desquiciamiento que el dolor produce cuando no puedes soportarlo. Los personajes de
Nada
arrastran misterios, memorias que queman como brasas. Los personajes, se dice literalmente en el libro, se han vuelto locos con la guerra.

La novela ganó el primer premio Nadal, concedido en 1944. Es una obra, pues, escrita en la más álgida posguerra; y por encima de Laforet, que nació en 1921, había pasado la apisonadora del enfrentamiento civil. La guerra y sus horrores protagonizan
Nada
, aunque apenas si se mencionen directamente. Pero la casa de Aribau, que un día fue un hogar normal y feliz, y que hoy ha sido reducida a la mitad (han vendido parte del piso), y está atestada de muebles astillados, de chinches escondidas en el mugriento empapelado, de miseria y violencia, es un preciso, escalofriante retrato de la España de posguerra; y esos dos hermanos varones que se aman y se odian, que se intentan matar y se lloran el uno al otro, que guardan un pasado de traiciones y denuncias, son un evidente trasunto de la locura fratricida del 36.

Leída hoy,
Nada
sorprende por su modernidad. Por su absoluta carencia de sentimentalismo, pese a las atrocidades que relata. Por su estilo exacto, limpio, cortante como un cristal, y al mismo tiempo lleno de fuerza expresiva y originalidad poética. Y por sus personajes y sus temas. Inolvidable Gloría, esa pobre muchacha apaleada bárbaramente una y otra vez por su marido. Inolvidable la abuela, que es como un hada madrina deteriorada y rota. Inolvidable Andrea, la protagonista, pasiva y casi incapaz de amar. Pero es que las verdaderas víctimas son pasivas y están destrozadas. Con su hermosa escritura, Carmen Laforet define en la novela a las amigas de la tía de Andrea, un puñado de mujeres que antaño fueron muchachas felices y que ahora son seres desbaratados: «Eran como pájaros envejecidos y oscuros, con las pechugas palpitantes de haber volado mucho en un trozo de cielo muy pequeño».
Nada
nos describe ese pequeño y asfixiante fragmento de cielo. Es un cuento cruel, el cuento de la vida cuando se vuelve mala..

NADA

(Fragmento)

A veces un gusto amargo

Un olor malo, una rara

Luz, un tono desacorde,

Un contacto que desgana,

Como realidades fijas

Nuestros sentidos alcanzan

Y nos parecen que son

La verdad no sospechada...

J.R.J.

Primera Parte
I

Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado y no me esperaba nadie.

Era la primera vez que viajaba sola, pero no estaba asustada; por el contrario, me parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después del viaje largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas entumecidas y con una sonrisa de asombro miraba la gran estación de Francia

y los grupos que se formaban entre las personas que estaban aguardando el expreso y los que llegábamos con tres horas de retraso.

El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis ensueños por desconocida.

Empecé a seguir —una gota entre la corriente— el rumbo de la masa humana que, cargada de maletas, se volcaba en la salida. Mi equipaje era un maletón muy pesado —porque estaba casi lleno de libros— y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de mi ansiosa expectación.

Un aire marino, pesado y fresco, entró en mis pulmones con la primera sensación confusa de la ciudad: una masa de casas dormidas; de establecimientos cerrados; de faroles como centinelas borrachos de soledad. Una respiración grande, dificultosa, venía con el cuchicheo de la madrugada. Muy cerca, a mi espalda, enfrente de las callejuelas misteriosas que conducen al Borne,

sobre mi corazón excitado, estaba el mar.

Debía parecer una figura extraña con mi aspecto risueño y mi viejo abrigo que, a impulsos de la brisa, me azotaba las piernas, defendiendo mi maleta, desconfiada de los obsequiosos
camalics

.

Recuerdo que, en pocos minutos, me quedé sola en la gran acera, porque la gente corría a coger los escasos taxis o luchaba por arracimarse en el tranvía.

Uno de esos viejos coches de caballos que han vuelto a surgir después de la guerra se detuvo delante de mí y lo tomé sin titubear, causando la envidia de un señor que se lanzaba detrás de él desesperado, agitando el sombrero.

Corrí aquella noche en el desvencijado vehículo, por anchas calles vacías y atravesé el corazón de la ciudad lleno de luz a toda hora, como yo quería que estuviese, en un viaje que me pareció corto y que para mí se cargaba de belleza.

El coche dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que el bello edificio me conmovió como un grave saludo de bienvenida.

Enfilamos la calle de Aribau,

donde vivían mis parientes, con sus plátanos llenos aquel octubre de espeso verdor y su silencio vivido de la respiración de mil almas detrás de los balcones apagados. Las ruedas del coche levantaban una estela de ruido, que repercutía en mi cerebro. De improviso sentí crujir y balancearse todo el armatoste. Luego quedó inmóvil.

—Aquí es —dijo el cochero.

Levanté la cabeza hacia la casa frente a la cual estábamos. Filas de balcones se sucedían iguales con su hierro oscuro, guardando el secreto de las viviendas. Los miré y no pude adivinar cuáles serían aquellos a los que en adelante yo me asomaría. Con la mano un poco temblorosa di unas monedas al vigilante y cuando él cerró el portal detrás de mí, con gran temblor de hierro y cristales, comencé a subir muy despacio la escalera, cargada con mi maleta.

Todo empezaba a ser extraño a mi imaginación; los estrechos y desgastados escalones de mosaico, iluminados por la luz eléctrica, no tenían cabida en mi recuerdo.

Ante la puerta del piso me acometió un súbito temor de despertar a aquellas personas desconocidas que eran para mí, al fin y al cabo, mis parientes y estuve un rato titubeando antes de iniciar una tímida llamada a la que nadie contestó. Se empezaron a apretar los latidos de mi corazón y oprimí de nuevo el timbre. Oí una voz temblona:

«¡Ya va! ¡Ya va!».

Unos pies arrastrándose y unas manos torpes descorriendo cerrojos.

Luego me pareció todo una pesadilla.

Lo que estaba delante de mí era un recibidor alumbrado por la única y débil bombilla que quedaba sujeta a uno de los brazos de la lámpara, magnífica y sucia de telarañas, que colgaba del techo. Un fondo oscuro de muebles colocados unos sobre otros como en las mudanzas. Y en primer término la mancha blanquinegra de una viejecita decrépita, en camisón, con una toquilla echada sobre los hombros. Quise pensar que me había equivocado de piso, pero aquella infeliz viejecilla conservaba una sonrisa de bondad tan dulce, que tuve la seguridad de que era mi abuela.

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