Nada (27 page)

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Authors: Carmen Laforet

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Nada
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—¿Román te hizo el amor? Di.

—¿Hacerme el amor? No sé. Estaba desesperado conmigo, tan rabioso que me hubiera estrangulado a veces... Pero se domina muy bien. Yo quería que perdiese el control de sus nervios. Sólo lo logré un día... Hace de esto más de una semana, Andrea, fue la última vez que vine a verle antes de hoy. He venido cinco veces a ver a Román y siempre he procurado que lo supiera alguien. Porque, en el fondo, Román me ha inspirado siempre un poco de miedo. Llamaba a la puerta de tu casa, cuando sabía que no había de encontrarte, y preguntaba por ti. Esas dos mujeres tan curiosas, a las que poseía una especial desazón en cuanto me veían aparecer, me venían muy bien. Sabía que las dejaba como dos guardianes a mi espalda. No sabes, sin embargo, lo que este ambiente tan cargado me llegaba a divertir. A veces olvidaba hasta el sentimiento de estar continuamente en guardia. Me reía allí, francamente, excitada y entusiasmada. Nunca se me había presentado un campo de experimentación así... Eran éstos los momentos en que Román venía despacio a sentarse a mi lado. Pero cuando yo notaba su cuerpo caliente, una rabia inexplicable me venía de dentro; me costaba hacer un esfuerzo para disimularlo. Luego, riéndome aún, me trasladaba al otro extremo del cuarto.

»Le volvía loco. Cuando me imaginaba lánguida y medio subyugada por su música, por el tono de confidencia casi perversa que daba a la conversación, yo me ponía de pie de pronto sobre la cama turca.

»—¡Tengo ganas de saltar! —le decía.

»Y empezaba a hacerlo, llegando casi hasta el techo con los brincos, como cuando juego con mis hermanos. Él, al oír mis carcajadas, no sabía si estaba yo loca o era estúpida... Ni un momento, con el rabillo del ojo, dejaba yo de observarle. Después del primer movimiento de involuntaria sorpresa, su cara quedaba impenetrable, como siempre... No era eso, Andrea, lo que quería yo. Si tú supieras que Román, cuando joven, hizo sufrir a mi madre...

—¿Quién te ha contado esas historias?

—¿Quién?... ¡Ah! ¡Sí!... Papá mismo. Papá una vez que mamá estuvo enferma y hablaba de Román en medio de las fiebres... El pobre estaba aquella noche muy conmovido, creía que ella se iba a morir.

(Yo tuve que sonreírme. En pocos días la vida se me aparecía distinta a como la había concebido hasta entonces. Complicada y sencillísima a la vez. Pensaba que los secretos más dolorosos y más celosamente guardados son quizá los que todos los de nuestro alrededor conocen. Tragedias estúpidas. Lágrimas inútiles. Así empezaba a aparecerme la vida entonces).

Ena se volvió hacia mí, y no sé qué ideas vería en mis ojos. Súbitamente me dijo:

—Pero no me creas mejor de lo que soy, Andrea... No vayas a buscarme disculpas... No era sólo por esta causa por lo que yo quería humillar a Román... ¿Cómo te voy a explicar el juego apasionante en que se convertía aquello para mí?... Era una lucha más enconada cada vez. Una lucha a muerte...

Ena, seguramente, estaba mirándome mientras me hablaba. Me pareció sentir sus ojos todo el rato. Yo no podía hacer más que escuchar con los ojos puestos en la lluvia, cuya furia se hacía desigual, alzándose algunos momentos y casi cesando en otros.

—Escucha, Andrea, yo no podía pensar en Jaime ni en ti ni en nadie esta temporada, yo estaba absorbida enteramente en este duelo entre la frialdad y el dominio de los nervios de Román y mi propia malicia y seguridad... Andrea, el día en que por fin pude reírme de él, el día en que me escapé de sus manos cuando ya creía tenerme segura, fue algo espléndido...

Ena se reía. Me volví hacia ella, un poco asustada, y la vi muy guapa, con los ojos brillantes.

—Tú no puedes ni concebir una escena como la que terminó mis relaciones con Román la semana pasada, la víspera de San Juan exactamente, lo recuerdo bien... Me escapé..., así, corriendo, casi matándome, escaleras abajo... Me dejé en su cuarto mi bolso y mis guantes, y hasta las horquillas de mi pelo. Pero Román también se quedó allí... Nunca he visto nada más abyecto que su cara... ¿Dices que si me he enamorado de él?... ¿De ese hombre?

Empecé a mirar a mi amiga, viéndola por primera vez tal como realmente era. Tenía los ojos sombreados bajo aquellas agrias luces cambiantes que venían del cielo. Yo sentí que nunca podría juzgarla. Pasé mi mano por su brazo y apoyé mi cabeza en su hombro. Estaba yo muy cansada. Multitud de pensamientos se aclaraban en mi cerebro.

—¿Sucedió eso la noche de San Juan?

—Sí...

Nos quedamos calladas un rato. En aquel silencio me vino, sin poderlo evitar, el recuerdo de Jaime. Fue un caso de transmisión de pensamiento.

—Con quien peor me he portado en este asunto es con Jaime, ya lo sé —dijo Ena.

Su cara era otra vez infantil, un poco enfurruñada. Me miró y ya no había ni desafío ni cinismo en su mirada.

—¡Cada vez que pensaba en Jaime era un tormento tan grande, si vieras! Pero yo no podía dominar a los demonios que me tenían cogida... Una noche salí con Román y me llevó al Paralelo. Estaba yo muy cansada y aburrida cuando entramos en un café atestado de gente y de humo. Yo creí que era una mala pasada de mi imaginación, cuando vi enfrente de mis ojos los ojos de Jaime; estaba detrás de aquella niebla, detrás de aquel calor y no me saludaba. No hacía más que mirarme... Aquella noche lloré mucho. Al día siguiente tú me trajiste un mensaje suyo, ¿te acuerdas?

—Sí.

—Yo no deseaba otra cosa que ver a Jaime y reconciliarme con él. ¡Estaba tan emocionada cuando nos encontramos! Luego se estropeó todo, no sé si por mi culpa o por la suya. Jaime me había prometido ser comprensivo, pero en el curso de la conversación se iba excitando... Al parecer había seguido todos mis pasos y había averiguado la vida y milagros de Román. Me dijo que tu tío era un indeseable metido en negocios de contrabando de lo más sucio. Me explicó esos negocios... Al cabo, empezó a hacerme cargos, desesperado de que yo anduviese «a merced de un bandido así»... Era más de lo que yo podía sufrir y no se me ocurrió otra cosa que empezar a defender a Román con el mayor calor. ¿No te ha sucedido alguna vez esa cosa espantosa de irte enredando en tus propias palabras y encontrarte con que ya no puedes salir?... Jaime y yo nos separamos desesperados aquel día... Él se marchó de Barcelona, ¿lo sabías?

—Sí.

—Tal vez cree que le voy a escribir... ¿No?

—Claro que sí.

Ena me sonrió y recostó su cabeza contra la piedra de la pared. Estaba cansada...

—Te he hablado tanto, ¿verdad, Andrea?, tanto... ¿No estás harta de mí?

—Aún no me has dicho lo más importante... Aún no me has dicho por qué, si habías terminado con él la víspera de San Juan, estabas hoy en el cuarto de mi tío...

Ena miró hacia la calle antes de contestarme. La tempestad se había calmado y el cielo aparecía manchado y revuelto con colores amarillos y pardos. Las alcantarillas tragaban el agua que corría a lo largo de los bordillos de las aceras.

—¿Y si nos fuéramos, Andrea?

Empezamos a caminar a la deriva, íbamos cogidas del brazo.

—Hoy —me dijo Ena— jugué el todo por el todo al volver al cuarto de Román. Él me escribió unas líneas indicando que tenía en su cuarto algunos objetos míos y que deseaba devolvérmelos... Comprendí que no me iba a dejar en paz tan fácilmente. Recordé a mi madre y se me antojó que yo, como ella, me iba a pasar la vida huyendo si no tomaba una determinación... Entonces fue cuando me vino la idea de hacer uso de las averiguaciones de Jaime como una salvaguardia contra Román. Con esta única seguridad vine. Estaba dispuesta a verle por última vez... No creas que no tuve miedo. Estaba aterrorizada cuando tú llegaste. Aterrorizada, Andrea, e incluso arrepentida de mi impulso..., porque Román está loco, yo creo que está loco... Cuando tú llamaste a la puerta estuve a punto de caerme, tal era mi tensión nerviosa...

Ena se detuvo en medio de la calle para mirarme. Los faroles acababan de encenderse y rebrillaban en el suelo negro. Los árboles lavados daban su olor a verde.

—¿Comprendes, Andrea, comprendes, querida, que no te pudiese decir nada, que incluso llegara a maltratarte en la escalera? Aquellos momentos parecían borrados de mi existencia. Cuando me di cuenta de que era yo, Ena, quien estaba viviendo, me encontré corriendo calle de Aribau abajo, buscando tu rastro. Al volver la esquina te encontré al fin. Estabas apoyada contra el muro del jardín de la Universidad, muy pequeña y perdida debajo de aquel cielo tempestuoso... Así te vi.

XXII

Antes de que Ena se marchase, por fin, a pasar sus vacaciones en una playa del norte, volvimos a salir los tres: ella, Jaime y yo, como en los mejores tiempos de la primavera. Yo me sentía cambiada, sin embargo. Cada día mi cabeza se volvía más débil y me sentía reblandecida, con los ojos húmedos por cualquier cosa. La dicha esta, tan sencilla, de estar tumbada bajo un cielo sin nubes junto a mis amigos, que me parecía perfecta, se me escapaba a veces en una vaguedad de imaginación parecida al sueño. Lejanías azules zumbaban en mi cráneo con ruido de moscardón, haciéndome cerrar los ojos. Entre las ramas de los algarrobos veía yo, al abrir los párpados, el firmamento cálido, cargado de chirridos de pájaros. Parecía que me hubiera muerto siglos atrás y que todo mi cuerpo deshecho en polvo minúsculo estuviera dispersado por mares y montañas amplísimas, tan desparramada, ligera y vaga sensación de mi carne y mis huesos sentía... A veces encontraba los ojos de Ena, inquietos, sobre mi cara.

—¿Cómo es que duermes tanto? Tengo miedo de que estés muy débil.

Esta cariñosa solicitud sobre mi vida se iba a terminar también. Ena debería marcharse al cabo de unos días y ya no volvería a Barcelona, de regreso del veraneo. La familia pensaba trasladarse directamente desde San Sebastián a Madrid. Pensé que cuando empezara el nuevo curso lo haría en la misma soledad espiritual que el año anterior. Pero ahora tenía una carga más grande de recuerdos sobre mis espaldas. Una carga que me agobiaba un poco.

El día en que fui a despedir a Ena me sentí terriblemente deprimida. Ena aparecía, entre el bullicio de la estación, rodeada de hermanos rubios, apremiada por su madre, que parecía poseída por una prisa febril de marcharse. Ella se colgó de mi cuello y me besó muchas veces. Sentí que se me humedecían los ojos. Que aquello era cruel. Ella me dijo al oído:

—Nos veremos muy pronto, Andrea. Confía en mí.

Creí entender que volvería al poco tiempo a Barcelona, casada con Jaime, quizá.

Cuando el tren arrancó nos quedamos el padre de Ena y yo en el gran recinto de los ferrocarriles. El padre de Ena, al quedarse repentinamente solo en la ciudad, parecía un poco abrumado. Me invitó a subir a un taxi y pareció un poco desconcertado de mi negativa. Me miraba mucho con su sonrisa bondadosa. Pensé que era una de esas personas que no saben estar solas ni un momento con sus propios pensamientos. Que no tienen pensamientos quizá. Sin embargo, me era extraordinariamente simpático.

Tenía la intención de volver a casa desde la estación, dando un largo rodeo a pesar del calor húmedo y pesado que lo apretaba todo. Empecé a caminar, a caminar... Barcelona se había quedado infinitamente vacía. El calor de julio era espantoso. Atravesé los alrededores del cerrado y solitario mercado del Borne. Las calles estaban manchadas de frutas maduras y de paja. Algunos caballos, sujetos a sus carros, coceaban. Me acordé repentinamente del estudio de Guíxols y entré en la calle de Moncada. El majestuoso patio con su escalera ruinosa de piedra labrada estaba igual que siempre. Un carro volcado conservaba restos de su carga de alfalfa.

—No hay nadie, señorita —me dijo la portera—. El señor Guíxols está fuera. Ya no viene nadie, ni siquiera el señor Iturdiaga, que se ha marchado a Sitges la semana pasada. El señor Pons tampoco está en Barcelona... Pero puedo darle la llave, si gusta subir; el señor Guíxols me ha dado permiso para entregársela a cualquiera...

No había sido mi propósito al llegar hasta allí, siguiendo el hilo de mis recuerdos, el de entrar en el estudio que ya sabía que estaba cerrado. Acepté, sin embargo, la proposición. De pronto se me aparecía como una perspectiva venturosa, aquella de poder estar un rato protegida por la vacía tranquilidad de la casa, por la frescura de sus muros antiguos. El aire cerrado tenía aún un olor tenue a barniz. Detrás de la puerta donde Guíxols acostumbraba a guardar sus provisiones encontré olvidada una pastilla de chocolate. Los cuadros estaban cuidadosamente cubiertos con telas blancas y parecían espectros envueltos en sudarios. Almas del recuerdo de mil conversaciones alegres.

Llegué a la calle de Aribau cuando ya oscurecía. Al salir del estudio había reanudado, durante largo rato, mi desesperanzada caminata por la ciudad.

Al entrar en mi cuarto encontré un olor caliente de ventana cerrada y de lágrimas. Adiviné el bulto de Gloria, tumbada en mi cama y llorando. Cuando se dio cuenta de que entraba alguien se revolvió furiosa. Luego se quedó más tranquila al ver que era yo.

—Estaba durmiendo un poquitín, Andrea —me dijo.

Vi que no se podía encender la luz porque alguien había quitado la bombilla. No sé qué me impulsó a sentarme en el borde de la cama y a tomar una mano de Gloria, húmeda de sudor o de lágrimas, entre las mías.

—¿Por qué estás llorando, Gloria? ¿Crees que no sé que estás llorando?

Como aquel día estaba yo triste, no me parecía ofensiva la tristeza de los demás.

Ella no me contestó al pronto. Después de un rato murmuró:

—¡Tengo miedo, Andrea!

—Pero ¿por qué, mujer?

—Tú antes no le preguntabas nada a nadie, Andrea... Ahora te has vuelto más buena. Yo bien quisiera decirte el miedo que tengo, pero no puedo.

Hubo una pausa.

—No quisiera que Juan se enterase de que he estado llorando. Le diré que he dormido, si me nota los ojos hinchados.

No sé qué latidos amargos tenían las cosas aquella noche, como signos de mal agüero. No me podía dormir, como me sucedía con frecuencia en aquella época en que el cansancio me atormentaba. Antes de decidirme a cerrar los ojos tanteé con torpeza sobre el mármol de la mesilla de noche y encontré un trozo de pan del día anterior. Lo comí ansiosamente. La pobre abuela se olvidaba pocas veces de sus regalitos. Al fin, cuando el sueño logró apoderarse de mí, fue como un estado de coma, casi como una antesala de la muerte última. Mi agotamiento era espantoso. Creo que llevaba alguien mucho rato gritando cuando aquellos gritos terribles pudieron traspasar mis oídos. Quizá fue sólo cuestión de instantes. Recuerdo, sin embargo, que habían entrado a formar parte de mis sueños, antes de hacerme volver a la realidad. Jamás había oído gritar de aquella manera en la casa de la calle de Aribau. Era un chillido lúgubre, de animal enloquecido, el que me hizo sentarme en la cama y luego saltar de ella temblando.

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